De Madrid a Valladolid para mayor gloria de un bolsillo
Por Víctor F Correas , 10 enero, 2015
―¿A Valladolid?
―¿Y por qué no?
El que primero preguntó miraba al segundo con cara de extrañeza.
Valladolid. Con lo a gusto que estaba en Madrid él, Felipe III, dueño de las Españas y de buena parte del mundo conocido; aunque ese mundo comenzara a desangrarse poco a poco, levantamiento tras levantamiento. Pero Francisco de Rojas y Sandoval, que era Duque de Lerma y, además, su valido, lo tenía cristalino. «Si, Valladolid», se mantuvo firme en su postura:
―Una ciudad nueva y pequeña para comenzar de nuevo, una corte con lo que vos queráis tener alrededor, señor. Seréis rey de verdad.
―No termináis de ver con buenos ojos a mi señora tía…
―¿A doña María de Austria? ―respondió el de Lerma sin dilación―. Bien recluida está en el Convento de las Reales Descalzas. Pero lo digo por vos. Sed rey de verdad, alejaos de Madrid.
Felipe III comenzó a dar vueltas por su despacho. A su espalda, Francisco de Rojas y Sandoval contenía el repentino malestar que le asaltó. ¡Claro que no podía ver a aquella bruja tía del rey! Era una de sus opositoras más firmes por mucho que estuviera recluida en un convento. El monarca volvió a encarar al Duque con gesto pensativo:
―¿Y decís que la ciudad está bien?
―¡Es perfecta, señor! ―respondió con toda la sinceridad de la que era capaz en el momento―. Una ciudad pequeña que podréis moldear a vuestro gusto y rodeada de inmensos bosques para cazar. ¡Perfecta, sin duda!
Si lo sabía él; otra cosa es que se lo ocultara al rey. ¡Cómo no iba a conocer Valladolid! Cerca de sus propiedades en Lerma, se trataba de una ciudad ideal. Ideal para sus intereses. Lo tenía todo bien atado. Sólo faltaba convencer al monarca, que seguía dando vueltas por el despacho. Estaba tan cerca de dar el sí… El Duque aparentaba sereno, tranquilo, pero su interior era un ejército de kamikazes mariposas chocando contra todo y contra todas. Gran parte de Valladolid ya era suyo; había comprado terrenos, casas y posesiones a precios irrisorios. Que la corte se trasladara hasta allí supondría unos beneficios de proporciones gigantescas; de los que las arcas del Reino no verían ni un mísero maravedí. La corte necesitaría casas, nuevos palacios. ¿A cuánto los podría vender? Esos cortesanos, siempre alrededor del rey. «¿Queréis estar cerca de él? ¡Pues lo vais a pagar con creces!», caviló el de Lerma, expectante ante el silencio del rey; que no se olía la tostada. «¿Y por qué no? ―pensó Felipe III―. Si lo dice el Duque, que maneja los intereses del Reino, será una gran idea. Conoceré nuevos bosques, nuevas distracciones…». Parecía casi decidido. Se aproximó al Duque. Sólo tenía una última pregunta:
―¿Y hay buenos teatros en Valladolid?
―¡Claro que los hay! ―respondió, ufano, Francisco de Sandoval y Rojas―. Y si es preciso, ¡construiremos uno nuevo! ¡Grande, inmenso, que se ajuste a sus deseos! ¡No os quedaréis sin ver a los mejores actores, ni tampoco las mejores obras!
―En ese caso, marchemos todos a Valladolid. No me vendrá mal conocer una nueva ciudad…
Francisco de Rojas y Sandoval suspiró de alivio por la respuesta del monarca. Lo tenía todo listo. El traslado se haría de inmediato. Estaba satisfecho, muy satisfecho. No lo podía ocultar.
El 10 de enero de 1601, Felipe III traslada la corte de Madrid a Valladolid por consejo de su valido, el Duque de Lerma; ciudad a la que volvería en 1606, también por consejo del valido. Una operación de pura especulación urbanística que le reportaría incalculables beneficios. De casta viene el galgo.
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