De Pompeya a la dieta de Godzilla, pasando por otras catástrofes
Por Emilio Calle , 6 mayo, 2014
Cuando en 1933 se estrenó “King Kong” (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack), críticos e intelectuales no tardaron en ver en aquella figura que destruía Nueva York la representación visual más ajustada de los espectros provocados por La Gran Depresión que se inició en 1929 con la caída de la bolsa, transformando a Estados Unidos en un país poblado de pobres que por no tener parecían no tener ya ni alma, quienes, al igual que la protagonista de la película, trataban sin conseguirlo de no ser ejecutados por los sicarios del hambre y escapar de una penuria como nunca se había conocido hasta entonces. El carácter catártico del film, donde la descomunal bestia era vencida y destronada, se reveló como un llamado a la conciencia de los espectadores, y un acicate en la imaginación de los cineastas. Fue así como Kong se convirtió el primer ejemplo de una teoría que sostenía que cada vez que una profunda crisis horada los cimientos de nuestro mundo, el cine recoge esos terrores en desbandada y los reconvierte en materia fílmica en géneros como el cine de catástrofes o de monstruos, permitiendo que ellos sean los dueños y protagonistas de las pantallas. Si, como dijo Goya, “el sueño de la razón provoca monstruos”, las pesadillas de la sociedad parecen convocar cataclismos y alumbran aberraciones en el imaginario colectivo del cine, que no hace otra cosa más amplificar el pavoroso alcance de nuestros temores.
Ahora que somos nosotros los que malvivimos bajo el brutal yugo de una nueva crisis, resulta un interesante ejercicio comprobar si esa teoría aún tiene la misma vigencia y solidez que mantuvo durante todo el siglo XX. Recién estrenada “Pompeya” (Paul W.S. Anderson), tras sufrir un nuevo diluvio orquestado por Darren Aronofsky en su un tanto lisérgica revisión de la figura de Noé, y a pocas semanas de que Godzilla renazca de nuevo desde la luz y la sombra, cabe preguntarse si todo este despliegue de hecatombes y aberraciones tiene su origen en un intento de reflejar nuestra realidad, o se trata más bien de las posibilidades abiertas desde que la infografía dejó de ser una técnica para transformarse en un arte.
Porque no cabe duda de que en el pasado, el cine resolvía sus duelos con estas realidades heridas amparándose en los géneros citados.
Si Kong era hijo de una época que condenaba a la indigencia o al suicidio, no es complicado deducir que los efectos de los primeros bombardeos nucleares sobre Nagasaki e Hiroshima dejaron bastante más que uno de los horrores más injustificados de la historia. Un cuarto de millón de víctimas tras las explosiones no eran sino el macabro preámbulo de lo que vendría después, la llave que abrió la celda donde quedaron atrapados para siempre. Resistiendo en los estertores de un país agonizante, la intrusión en sus vidas de la radiación como un elemento más de lo cotidiano con el que había que convivir, se tradujo a nivel fílmico en “Godzilla, Japón bajo el terror del monstruo” (Ishirô Honda, 1954), la descomunal mutación nacida en el Pacífico que armada de aliento atómico radioactivo se dedicó a barrer cuanta ciudad nipona se ponía bajo su gigantesco paso. Este aparatoso cruce (escondido en el nombre) entre ballena y gorila, se ganó tal devoción por parte del público japonés que generó una pobladísima mitología propia, formada por decenas de películas, novelas, cómics o series de televisión. Y paralelamente al hecho de que Japón empezase a tener tratos más dependientes con la energía nuclear, Godzilla a veces pasó de ser un enemigo a ser un aliado que, precisamente gracias a sus poderes, terminaba colaborando con los hombres en la destrucción de cuanta mutación tuviese la infeliz idea de ponerse a masticar edificios. Ni que decir tiene, que Godzilla tuvo su propio encuentro con King Kong (demasiado ego para llevarse bien, y terminaron a bofetada limpia).
El mundo es un lugar que no puede permanecer tranquilo durante demasiado tiempo. Tras las muchas revoluciones que encontraron salida durante los años 60, pocos imaginaban que las fauces del infortunio se estaban abriendo de nuevo. Primero con la intervención estadounidense en Vietnam, empeorada con el ponzoñoso deseo de Nixon de no ser el primer presidente de su país en perder una guerra, una guerra que terminaría acribillando tantas ilusiones como cadáveres quedaron en un conflicto cuyas ramificaciones aún siguen provocando dosis masivas de dolor. Y luego, con el estallido de la crisis del petróleo a comienzos de la década de los 70, lo que renovó el género hasta casi agotar sus posibilidades (y digo casi porque por aquel entonces, nadie imaginaba la autopista virtual en la que el cine entraría). Con el Rey a la cabeza. Si en la versión original, Kong era descubierto por un grupo de cineastas, en su obligado remake en el año 1975, dirigido por John Guillermin, al bueno de Kong se le acababa el anonimato y la juerga al ser atrapado de forma muy humillante por… ¿lo adivinan? Sí, claro, desde luego, un grupo de especuladores del petróleo, que todo lo sembraban con gasolineras (y el galán ya no era un galán, era un ecologista, barbudo y melenudo, que pierde al mono y a la chica). De pronto, en el cine, todo rugía, todo se desmoronaba. Esos ejercicios de catarsis recurrieron a cuanto truco pudieron para sumir al público en experiencias lo más realistas posibles, como ese supuesto as en la maga de los estudios Universal, y su mítico “sensurround”, uno de los primeros intentos de simular un sonido envolvente en la sala con el fin de apuntalar las sensaciones con las que dejar al espectador clavado en su asiento. Para darle salida a este adelanto técnico, decidieron emplearlo en la película “Terremoto” (Mark Robson, 1974), compendio de temblores (también en las butacas) en la ya de por sí inestable ciudad de Los Ángeles, que a su vez provocaban aún más catástrofes como inundaciones, lo que a su vez ocasionaba torrentes de agua en el metro, y así sucesivamente. El “sensurround” tuvo una vida muy corta, solo sirvió para potenciar los combates aéreos de una insulsa película sobre la Segunda Guerra Mundial, y buscar la trepidación en los brazos de los asientos con la historia de un psicópata al que, en un desesperado intento de los estudios por sacar algo de rentabilidad a su fiasco, disfruta saboteando montañas rusas cuando están llenas de gente, cualquier excusa servía para no abandonar el cine de catástrofes por rebuscada que fuera. Mientras las torres petrolíferas se quemaban en la especulación, las torres de las ciudades ardían como en “El Coloso en Llamas” (John Guillermin, Irwin Allen, 1974), donde uno podía compartir la imposible tarea de intentar sobrevivir en un rascacielos consumido por el humo y el fuego. Pero había mucho más. Como si de una epidemia se tratara, los aviones iban sufriendo las peores calamidades, uno tras otro. “Aeropuerto 75”, “Aeropuerto 77”, “Aeropuerto 78”, “Aeropuerto 79”. ¿Mejor en tren? Nada recomendable. “El puente de Cassandra” ya alertaba que podías meterte en el vagón equivocado y terminar atrapado por un virus letal, del que te podías librar si te volaban con algún explosivo en pedazos aún más pequeños que un átomo, para evitar contagiar a más gente. ¿Qué tal por mar? Tampoco muy fiable. En “La aventura del Poseidón” el barco no es que se hundiera, es que se daba la vuelta, quedándose con la popa al aire. Abejas asesinas, tiburones astutos, la naturaleza que se revelaba. Y no pudo faltar el volcán, estrella en “El día del fin del mundo”, una obra desfasada pues los tiempos ya eran otros, y cuyo mayor mérito reside en haber sido considerada como la peor película del género de toda la historia. Si se tiene en cuenta lo épico de alguno de estos proyectos, la ahora imposible conjunción de repartos increíbles junto a la más sofisticada y novedosa de las tecnologías, no cabe más que concluir que esos fueron los años dorados del género. Pero a medida que se extinguía la crisis, a nadie le interesaba ya seguir luchando con unos espectros que se iban quedando rezagados.
En el comienzo del siglo XXI, sin embargo, las reglas cambiaron. Los atentados contra las Torres Gemelas obligaron a replantearse el mundo tal y como lo conocíamos. Nadie esperaba algo así, nadie podía estar preparado para encajar tanto horror y tanta demencia, y mucho menos aún para asumir las consecuencias que trajo, mismas que ahora, tímidamente, comienzan a mirarse con ojos más incisivos.
Y el cine comenzaba a vivir su particular romance con la tecnología. Las herramientas que proporcionaba la infografía hacían que ya ningún horizonte resultase inalcanzable, que se podía solventar prácticamente casi cualquier desafío visual. Los monstruos y las catástrofes pasaron a engrosar las filas de películas sin otro criterio que el de fulminarnos con efectos visuales. Hasta Kong volvió a la gran pantalla (fiel al espíritu de la original en ajustar el arranque en el hambre y la pobreza como enemigos a batir, pero tristemente enmudecida cuando con tanto jurásico metido en la misma isla, esta terminaba pareciéndose al camarote de los hermanos Marx).
Parece dudoso, por tanto, que estas nuevas andanadas catastrofistas contengan eco alguno de este destierro a la crisis tan profunda a la que hemos sido arrojados. Una película como “Pompeya”, cuya identidad esta zurcida con pedazos de otras obras, no puede tomarse como referencia para hablar de este tiempo asfixiado por las calamidades, no es esa la naturaleza de su intención ni su nervio, y por eso no promueve emociones en el espectador, que sólo debe limitarse a esperar obediente a que el volcán haga su trabajo (y técnicamente es impecable a la hora de ejecutarlo, y la la lava se lleva por delante hasta el argumento), con lo cual todo el mundo podrá volver a su casa.
Frente al virtuosismo de obras como “Take Shelter” (Jeff Nichols, 2011), que sin apenas alzar sus imágenes o recurrir a efectismo alguno, era capaz de hundirse en la conciencia del espectador y llenarla con el temor a algo maligno y devastador que se avecina sin necesidad de nombrarlo (lo que disparaba el carácter metafórico de la propuesta), películas como “Pompeya” o los desmanes visuales de Darren Aronofsky sobre Súper Noé son, como gran parte de las obras actuales, meros ejercicios técnicos ejecutados con mejor o peor pericia, pero en modo alguno imbricados en la identidad de esta época.
Hasta Godzilla ya no es lo que era.
Tal y como informa la revista Time (http://time.com/85616/japan-godzilla-reboot-fat/) los japoneses están indignados después de ver el tráiler de la nueva revisión de su mito. Dicen que a su Godzilla se le ve demasiado gordo, que tiene demasiadas calorías. Habrá que ver si los productores aún están a tiempo de ponerlo a dieta antes de su estreno en Asia.
Los monstruos de antes empiezan a ser objetivo de la chanza y el choteo. Ya no sirven.
Y parece que ninguna imaginación es capaz de hallar la representación visual del horror del que estamos siendo testigos, cuando no protagonistas.
Al menos no en esos géneros.
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