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Defensa de la erudición

Por Eduardo Zeind Palafox , 21 agosto, 2015

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Me importa mucho defender a la erudición, rasgo fundamental de las Humanidades, de los constantes porrazos que hoy recibe de parte del gran público, que necesita conocer las virtudes del saber enciclopédico, y de los científicos de angosta visión, que afanan hacer de sus estudios parcelarios, siempre inacabados, una filosofía perenne. Lograré mi cometido, pienso, usando la filosofía del meditador José Ortega y Gasset, que fue un gran lector, un hábil movilizador de informaciones y un filósofo que siempre comunicó con claridad su sapiencia.

La claridad, solía decirnos, es la cortesía del filósofo. Y pues hemos dicho la palabra “claridad”, valgámonos de ella para iniciar nuestra defensa. El filósofo, que se dedica a relacionar saberes provenientes de fuentes harto diversas, da a sus lectores una perspectiva clara de la realidad. Imposible es penetrar la realidad sin la fuerza de la erudición. ¿Pero qué es la erudición? No es, por cierto, un conglomerado de efemérides, fechas, anécdotas y libros exóticos. ¿Qué es? Es, y parecerá perogrullada o frase obvia, un saber completo.

Expliquémonos. Mal teórico de la política es quien ignora la filosofía de la historia y mal historiador es quien ignora la numismática, la paleografía y la etnología. Mal psicólogo es quien desconoce la lingüística y mal lingüista es quien se desentiende de las artes plásticas, musicales y poéticas, que son modos de expresión de todo pueblo. Ortega y Gasset, en su famosa Carta a un joven argentino que estudia filosofía, dice que son salvados de la necedad y del error los que aceptan la existencia de la duda en el “área pulimentada de su espíritu”. Sólo avanza una ciencia cuando acepta que su quehacer siempre es incompleto y cuando comprende que la forma de su objeto la delinean otras ciencias.

Es ilustrativo el ejemplo que daba Paracelso, médico que antes de emitir un juicio curativo examinaba, además del cuerpo del doliente, su espíritu y los astros bajo los que vivía. Despreciar la erudición es despreciar la realidad humana, que no se explica mediante las simplezas de la física, la economía, la química o la política. La realidad humana, por estar hecha de cuestiones metafísicas (Dios, libertad, inmortalidad), es problemática, y por serlo nos obliga, si en verdad deseamos penetrarla, a ser precisos, a conocer todos los elementos que la conforman.

Pero nuestra época, sostiene John M. Osterreicher explicando a Scheler (Siete filósofos Judíos Encuentran a Cristo, 1961), considera que toda emoción, sentimiento o ente inmaterial, es decir, toda cosa no medible o que puede conocerse sin previo esfuerzo intelectual, es indigna de ser considerada por la ciencia. La erudición, luego, nos permite plantear problemas realmente científicos (conceptos con objeto) y no meramente nacidos de la opinión pública (intuiciones sin objeto). Puede decir el erudito al indocto lo que Job respondió a los que querían consolarlo con razones de todos conocidas (Job 12: 1-2): “Desde luego, sois la voz del pueblo, con vosotros morirá la sabiduría. Pero sé pensar como vosotros, en nada me superáis, ¿quién no sabe todo eso?”.

Hay eruditos que no son filósofos, pero no filósofos que no sean eruditos. El filósofo practica, a palabras de Ortega y Gasset, el “gran deporte de la precisión mental”. ¿Por qué martirizar nuestro ser pretendiendo escrutar el Universo, que nos oculta gran parte de su cuerpo? ¿Por qué no conformarnos con la porción que nos fue dada? Porque nuestra naturaleza, ya lo dijo Aristóteles, nos incita a conocer. El perro quiere ladrar, la abeja fabricar miel, el ave cantar y el hombre conocer. Pero de nada sirve la curiosidad sin rigor mental, ni la fuerza sin disciplina, dice nuestro filósofo.

No es confiable el saber del hombre enfático, del sociólogo, por ejemplo, que por carecer de “precisión mental”, de sana erudición, no ve que sus gustos no lo han lanzado al escrutinio de la ciencia política, que es la expresión más superficial de lo social, sino a la idolatría de tal o cual dogma político.

La erudición le resulta detestable al individuo moderno porque le muestra la realidad y lo saca de la ficción en que vive merced a las revistas, periódicos, libros de moda, etc. El erudito, por encontrar relaciones que nadie ve, destruye mitos, creencias. ¿Quién querrá olvidar las persecuciones que padeció Sor Juana, que por querer saberlo todo ponía a temblar a los dogmáticos de la Iglesia, institución que nunca ha estado en contra de la ciencia, como lo han demostrado historiadores de la calidad de Menéndez Pelayo y Copleston?

Todo el que aspira a la erudición, a colocar el mundo en su cabeza, puede hacer de los siguientes versos de Sor Juana el inicio de un himno a la erudición: “¿En perseguirme, mundo, qué interesas?/ ¿En qué te ofendo, cuando sólo intento/ poner bellezas en mi entendimiento/ y no mi entendimiento en las bellezas?”. El científico de visión parcial, mediana, pone su intelecto en las cosas, y el erudito, como el filósofo, pone las cosas en su intelecto. El primero crea conocimientos quietos, fríos, muertos, inútiles para el vivir, y el segundo los hace vivos, útiles para enfrentar lo cotidiano.

A Sor Juana no se le ocultaba que la erudición nos da criterio, virtud que no da la mera inteligencia ni la natural sensibilidad. La erudición, decía Goethe, calma, serena, hace ver al que es nuevo en el mundo, al joven, que sus descubrimientos ya han sido vistos o al menos atisbados por otros hombres, saber que nos hace prudentes, cautos. Transcribo un fragmento de la citada carta de Ortega y Gasset que nos hace entender nuestro rechazo a la erudición:

Son ustedes [los latinoamericanos] más sensibles que precisos, y, mientras esto no varíe, dependerán ustedes íntegramente de Europa en el orden intelectual – único al que me refiero –. Porque, al ser sensibles, toda idea graciosa y fértil que se produzca en Europa conmoverá, quieran o no, el fino receptor que es su organismo.

Todo le parece gracioso al inculto, que regularmente desea la “democracia del saber”, que decía Ortega consiste en despreciar todo aquello que no puede ser conocido por las masas. La erudición, ciertamente, exige gran memoria, tenacidad y contar con un “espíritu deportivo”, aventurero, es decir, deseoso de descubrir territorios nuevos.

El erudito es un ser superfluo, un ser al que le gusta el lujo, explicar y adornar con datos preciosos, raros, sus gruesas y graves investigaciones.  ¿Comprenderíamos la obra de Cervantes sin los eruditos cervantistas? ¿No fue la erudición de San Pablo la que hizo posible la síntesis de judíos, griegos y nuevos cristianos? ¿No fue Alfonso Reyes, peritísimo e incansable lector, quien agrandó las puertas de Grecia para los mexicanos? La erudición es como el carnaval, que con sus máscaras y disfraces representa las fuerzas ocultas que mueven al mundo. Es común que los eruditos posean espíritus vigorosos, jóvenes, alegres, capaces de cargar miles de tomos en la memoria.

Terminemos nuestra defensa recordando a don Quijote de la Mancha, infatigable lector de libros de caballerías que todo lo explicaba recordando las aventuras de sus tan amados héroes. Cervantes, en el capítulo XX de la parte primera de su Quijote, advierte a los lectores de aventuras caballerescas que no es bien hablar de todo lo que nos sucede entre los libros a los ignorantes, pues dice: “No niego yo – respondió don Quijote – que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su punto las cosas”.

La erudición sirve para criar prudentes, para desmentir a los creadores de mitos, para ridiculizar a los charlatanes, para recrear la historia nacional, para conocer las sutilezas del pasado y, finalmente, para divertirnos yendo y viniendo por los laberintos humanos (cfr. la General History of Labyrinth, del triple Haslam, ciudadano de Tlön, Uqbar y Orbis Tertius).

Eduardo Zeind Palafox

http://donpalafox.blogspot.mx/


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