Definiendo a lo poeta la literatura
Por Eduardo Zeind Palafox , 6 agosto, 2014
Tratar de definir qué es la literatura no es cuestión baladí, pero sí inevitable. Lo inevitable siempre tendrá aires de tragedia. Lo trágico, lo que hace que los hombres vean sus fortunas jalonadas por las esferas o escamoteadas y amañadas por los demonios y nunca por ellos mismos, pone en los pechos de la humanidad la gana de literaturizar, de crear mundos imposibles donde las leyes de la física sean las del gusto.
Del sentimiento trágico de la vida, como dice el título de un libro de Miguel de Unamuno, emerge la literatura. La literatura, valga lo necesario la redundancia, que es rebuzno del filósofo, debe leerse al pie de la letra, a sus pies. La literatura, la poesía, es una «doncella tierna», según la ha definido Miguel de Cervantes. Es doncella porque siempre es joven y es tierna porque no perjudica a terceros ni a hidalgos huesos con sus disimulados cuartetos. La doncellez la hace delicada y la ternura inocente, es decir, deseable. Los gestos delicados y majestuosos de una dama cualquiera, que siempre quedan adheridos a la eternidad sin son cantados, son cuidados por la inocencia, que sirve para barrer constantemente el polvo que el tiempo echa encima.
Hace literatura el caballero inconforme con su hacienda, con los truhanes que tiene por amigos y con las maritornes que ama o desprecia; hace literatura, en fin, quien puede imaginar y soportar los embates que la realidad le propina a la imaginación. La literatura es una alta torre, una elevada fortaleza. Harta candidez sería decir que la literatura es ficción que contradice a la realidad y a la historia, a la diosa Clío, pero no que la enreda, que la hace caer en algo así como un diadelo, en un círculo vicioso.
La vida cotidiana es cuadrada, o mejor una pesadilla regida por leyes inexorables, por costumbres y afanes ajenos, mientras que la literatura es circular, bella alegoría, lugar donde cada uno elige su esquina, su rincón, sin quedar esquinado o arrinconado. En la literatura, sitio donde nos meneamos sin el peso de la sentencia crítica y de la lección retórica, basta que dejemos de soñar a nuestro tirano para que éste se largue, basta imaginar que poseemos la belleza para que la belleza sea nuestra riqueza.
La literatura, si me permiten esgrimir algunas ideas de nuestro filósofo Zubiri, puede conocerse por dos vías: por la esencial y por la existencial. Reduzcamos la cosa y digamos que podemos conocer la poesía a través de sus versos y a través de la impresión que dejan sus versos en los lectores.
¿Qué imaginamos o sentimos cuando leemos que Cervantes dice que la poesía es una «doncella tierna»? Unos pensarán en la fragilidad, en el peligro que corre todo lo bello, o en el adolescente de Joyce, o en las señoritas de Sade; otros, más fijados en la grafía que en el sonido, pensarán en damas de la Edad Media, en tocados incómodos, en vestidos anchísimos, o en Porcia, o en lady Hamilton, depositarias de la doncellez garbosa y de la tierna fidelidad. Tanto nuestras ideas sobre la fragilidad como nuestras ideas sobre la Edad Media causan que emprendamos un esfuerzo intelectual. ¿Qué clase de esfuerzo? El de la recaudación o recogimiento. Ni la Hamilton ni Porcia fueron medievales, pero sí símbolos portentosos de algunos valores medievales.
La fragilidad, que es condición, no existe, mas sí las cosas frágiles; la Edad Media, tiempo, no existió, pero sí unos modos medievales de arrostrar la vida. El lector, para materializar lo frágil, tal vez traerá de los cabellos la imagen de su sobrina, o tal vez recordará sendas escenas de nuestro «Romancero», escenas que fortificarán lo que se figura fue la Edad Media. Literatura es imaginación e imaginar es, a últimas, pensar. Se puede pensar con boato, con riqueza, barrocamente, pero también se puede pensar a lo clásico, con sencillez. El versificador simplifica, mete en versos el mundo, y como el Bécquer de las «Rimas» equipara el mirar de la querida con el mundo; el novelista al contrario, multiplica o expande con palabras las cosas, y como Dostoievski o como Proust resuelve que la más mínima pasión merece un sinfín de páginas. La literatura difiere de los tratados morales y de los lógicos porque no busca la verdad, aunque no por ser así deja de enseñar qué es lo bueno y cierto y qué lo malo y falso.
Yo siempre imagino a la Rebeca del «Génesis» cuando recuerdo los términos de Cervantes, que dijimos veía en la poesía una «doncella tierna». A mi edad espiritual, lo confieso, muy pocos son los libros nuevos que leo y muchos los que releo, y entre ellos está la Biblia. En el «Génesis», capítulo 24, versículo 50, leemos que Labán y Betuel, cuando son preguntados por el siervo de Abraham, hombre que quería llevarse a Rebeca para dársela a Isaac, dicen: «De Jehová ha salido esto; no podemos hablarte malo ni bueno».
¿Qué de malo o de bueno podríamos decir de Rebeca, «doncella tierna» que dio a beber no sólo al siervo de Abraham, sino también a los camellos del siervo? La literatura es misterio, y éste nace de la anulación de toda ponderación moral. Las cosas se tornan misteriosas cuando no son ni malas ni buenas, es decir, cuando son todo un dédalo, un laberinto, un acertijo.
Zubiri explica en uno de sus libros que fue la idea de la creación «ex nihilo» la que contrapuso las ideas de «essentia» y de «existentia». En elogioso son sostengamos que fue Dios, ser capaz de crear desde la nada, quien inventó la literatura. La literatura, permítaseme hablar dialectalmente, es la existencia deseada de la esencia del hombre inconforme. Allanemos: el hombre tiene una esencia y una manera de vivir, pero dicha manera puede o no representar su esencia. Cuando la existencia del hombre no cubre su esencia éste hace literatura, o por mejor decir, resucita un muerto, su ser.
Sancho Panza, por cierto, hace la siguiente pregunta al Quijote: «¿cuál es más, resucitar a un muerto o matar a un gigante?». El Caballero de la Triste Figura, que es decir caballero literato, contesta que la pregunta está en la mano, que es más lo primero que lo segundo, resurgir que tirar. Pero preguntémosle al señor Zubiri qué opina de este galimatías. Zubiri dice que sería fácil razonar que esencia es potencia, probabilidad, y que existencia es acto, posibilidad; y pues es fácil, usemos su raciocinio. ¿Qué es la muerte? Es ausencia de esencia, de potencia. ¿Qué vida? Es esencia actuante, acto. ¿Qué afana la literatura? Habíamos quedado que resucitar muertos. ¿Cómo lo hace? Rehaciéndolos, rezándolos con rezos nuevos.
Literatura es renovación de las esencias, actividad que exige un uso espléndido del lenguaje. ¿Qué hacer para renovar las esencias? Reprocharle todo al lenguaje, quitarle lo superfluo, como arbitran Richard Rorty y Ludwig Wittgenstein. ¿Y la renovación cómo se hace? Discerniendo entre símbolos y personalidades y entre resortes y caracteres, categorías mentales que han caído en «contaminación», como decían los griegos al mirar obras de teatro mezcladas. Cosas sobremanera distintas son la simbólica ternura, la personalidad de las doncellas, el resorte del amor que los caballeros sienten en las entrañas ante la ternura de las doncellas y el carácter caballeresco de los caballeros.
¿Será que la ternura, sentimiento humano, por ser siempre actual y actuante, sólo puede expresarse a través de un lenguaje moderno? ¡Las molineras de hoy ven, por ejemplo, sensiblería en las rimas de Bécquer! ¿Acaso la doncellez sólo puede dibujarse con el habla medieval? Que tamañas cuestiones sean resueltas por los peritos. Yo me ciño a citar a mis clásicos castellanos: «En español, todavía no hay más que dos estilos: uno, el arcaico y castizo, y el otro, el modernista, un poco de confitería. Ninguno de los dos tiene exactitud y precisión; los dos tienden al adorno y a la jerigonza». Eso lo dijo Pío Baroja en su libro «La intuición y el estilo».
Parece que nuestro idioma anda siempre entre lo pretérito y lo presente; parece que siempre anda midiendo el altor y grosor de las existencias, ya castizas, rústicas y donairosas, ya actuales, amaneradas y hasta empayasadas, y poco atento a lo esencial, al ser que se querría ser, al vivir viviendo, a la literatura, esfera señoreada por las letras inglesas.
Profesor Edvard Zeind Palafox
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