Del urinario de Duchamp a la palangana de Redford
Por María J. Pérez , 3 noviembre, 2015
No recuerdo el número exacto de veces que he visto Memorias de África, pero sí que puedo recitar de carrerilla, sin equivocarme ni en una coma, las frases que más me han dejado huella y, por supuesto, recrearme en la escena, para mi gusto de las más eróticas del cine de todos los tiempos, en la que Robert Redford, con palangana y jarra en ristre, derramaba un torrente de agua tibia a la vez que aclaraba las ideas tórridas que se le pasaban por la cabeza a Meryl Streep en un campamento improvisado en medio de la sabana de Kenia.
Me cuenta una amiga de la infancia -de juventud y madurez también- que ella ha tenido, en sus innumerables viajes, escenas tan intensas como la protagonizada por Redford y Streep. Un momento casi místico que me falta tiempo para describir en cualquier ocasión y sin venir a cuento. Yo la envidio a la vez que le digo que me cuente, con detalle a ser posible, esos instantes de sumo recogimiento, pero aunque insisto, ella calla, no suelta prenda. Debe ser uno de esos lapsus que rozan el éxtasis.
Y es que Robert se valía de cualquier objeto para convertir en arte una cotidiana secuencia que por sí misma rallaba lo intrascendente. Pero él, al más puro estilo de Marcel Duchamp y su famoso urinario, con el que manifiesta la creación artística como ejercicio de la voluntad, lo equipara a la belleza más pura por el solo hecho de evocarla.
Un simple orinal de porcelana que el vanguardista francés envió a una exposición en Nueva York en 1917, con el título de Fuente, es una de las obras de arte más influyentes del siglo XX, con la que demuestra, al igual que lo hizo Robert, que cualquier objeto puede considerarse una obra de arte con tal de que el artista la sitúe en el contexto adecuado.
Y así es como el actor encandilaba, a base de loza, de un gramófono en el que Mozart despliega su prodigioso Concierto para Clarinete y Orquesta o de un delicado bolígrafo que entrega a la baronesa Blixen para que escribiera esas historias que sólo Isak Dinesen, pseudónimo literario de Karen von Blixen, sabía reflejar.
Qué buenos momentos debieron pasar allí, al este del África subsahariana, entre leonas ávidas de destrozar una historia de amor tan romántica como frágil, porque todo lo bueno y auténtico tiene fecha de caducidad.
A sus 78 años, el galán que le susurró a los caballos, paseó descalzo por el parque con una jovencísima Jane Fonda, que fue tal como era con Barbra Streisand, además de forjar su destino y planear un golpe junto a su buen amigo Paul Newman, ha vuelto a la escena cinematográfica con un film que se estrena el próximo mes: Un paseo por el bosque (A walk in the Woods), adaptación del libro de memorias de Bill Bryson, coprotagonizado, a falta de Newman, con Nick Nolte.
Dicen que el que tuvo retuvo y si puede aseverarse rotundamente respecto a su personalidad y dotes interpretativas, no puede decirse lo mismo en cuanto a su atractivo físico que ha quedado sepultado, como la tumba de Dennis Finch-Hatton, en las colinas de Ngong, por el inexorable transcurso del tiempo y por el paso por quirófano, seguramente en más de una ocasión, para borrar las huellas de la edad.
Y ahora, desprovisto ya de su palangana –a saber dónde estará, porque si apareciera más de una pagaría un sobreprecio en cualquier subasta de esos locos excéntricos que por un pelo de Elvis Presley están dispuestos a dejarse una fortuna- sus capacidades de seducción han dejado vía libre en pro de la interpretación sin más, a secas.
Brindemos pues por la cándida adolescencia como en su día, hace 30 años, lo hicieran los protagonistas de mi película favorita. Ese estado que parece nunca marchitarse, unos observándola desde una avioneta donde enfocar la realidad sin involucrarse en la rutina y preservando sobre todo la independencia, otros desde la tierra, más racionales, entre plantaciones, porcelanas de Limoges y kikuyus.
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