¿Desea conocer su mercado gastando menos de doscientos pesos? Lea `La teoría de la historia en México. 1940-1968´
Por Eduardo Zeind Palafox , 16 enero, 2017
Por Eduardo Zeind Palafox
Investigador de mercados en BILD SMC
e.zeind.palafox@gmail.com
Al investigar mercados confundimos dos conceptos, el de “cambio” y el de “contingencia”. Es normal, pues las ciencias económicas, por ser materialistas, se embelesan con lo material. Los mercados, que no son sólo lugares en los que hay vendedores y compradores, sino lugares en los que convergen fenómenos históricos, culturales, sociales y políticos, producen gran cantidad de información que no se lee, se intuye y descifra.
El “cambio” es necesario, mientras las contingencias no lo son. Es decir, toda persona, mercado, plaza, cambiará, lo que no quiere decir que padecerán siempre contingencias. ¿Los incrementos en ventas, por ejemplo, se deben a cambios naturales en los mercados o a avatares que pudieron o no acaecer en ellos?
Hemos estudiado un libro llamado “La teoría de la Historia en México. 1940-1968”, que nos ayudará a distinguir los conceptos mencionados.
La Historia, dígase sin remilgos, contiene las causas del presente y explica por qué somos como somos. La ciencia de la Historia habla de las culturas, de las notaciones con las que dichas culturas se expresan, pero también de lo distinto o irreconocible, y de lo abigarrado, de lo que en apariencia no ostenta una forma clara. Sea el párrafo el índice de nuestras meditaciones.
Cualquier mercadólogo, por no percibir las fuerzas sociales que emanan de lo distinto y de lo abigarrado, confundirá el “cambio” con lo “contingente”, estudiará lo tornasolado del agua y no la fuente de que emana. Señalemos, para evitar tal problema, algunas ideas de los historiadores del libro citado que echarán luz sobre el fenómeno social que llamamos mercado, que aún esconde mucha información y sorpresas para las marcas.
Meditemos algunas cuestiones culturales. La misión del mercadólogo moderno es la de descifrar la cultura a la que ofrece marcas, es decir, símbolos. La cultura, ha enseñado la Historia, puede leerse con los anteojos de la economía, de la antropología y de la filología.
La economía, que desbroza relaciones sociales, modos de producción, fuerzas de trabajo, mercancías, deseos, señala los orígenes, digamos, de la jurisprudencia, de la ética, de la vestimenta, que siempre concuerda con las necesidades de clase. El mercadólogo agudo no lee la moda para enriquecer los mensajes de marketing con los que vende, sino los modos de producción que originan la moda. La moda es contingencia y las relaciones sociales son cambios de lo perdurable.
Se dice que hay una “historia primera”, hecha del querer, y una “historia segunda”, hecha del pensar. La primera se hace sin conciencia, soñando, y la segunda con conciencia, atenidos a la realidad. Los crímenes amatorios son parte de la “historia primera” y las constituciones políticas son parte de la “historia segunda”. Leer los comentarios de Facebook es leer la historia segunda, pero leer la estructura sintáctica de esos comentarios ignorando el mensaje que portan es leer la primera. Esas proposiciones son meras contingencias, accidentes, decires que mañana nada dirán, mas la sintaxis de ellas es parte de una gramática duradera que mansamente cambia.
Los historiadores tratan de registrar siempre lo influyente, lo representativo y lo permanente. La moda de París, por ejemplo, influye en el gusto de México. El acento del veracruzano es representativo de la mentalidad de Veracruz. En toda sociedad hay jerarquías políticas que permanecen, como la familiar y la artística.
Los mercadólogos tradicionales, es decir, educados para medir numéricamente, positivistas como francés del siglo XIX y pragmatistas como los economistas clásicos, prefieren investigar lo influyente e ignorar, por su cariz de obviedad, lo representativo y lo permanente. Las influencias culturales son contingentes, pero las representaciones folclóricas y la permanencia de ciertos sabores en la comida son existentes que cambian.
La Historia ha usado el estructuralismo para conocer las sociedades. El estructuralismo, como lo enuncia la palabra, busca estructuras sociales, esto es, andamios conceptuales u ontológicos estables sobre los cuales los pueblos ponen sus vidas. Instituciones, valores, religiones, son parte de lo afanado por el estructuralismo porque son estables.
El mercadólogo tradicional, desatendiendo lo estructural y atendiendo sólo lo demográfico o lo psicológico, lo que se expresa con números y palabras sacadas a fuerza de preguntas inocentes, transforma informaciones contingentes, superficiales, en guías, y por eso yerra mucho. La lingüística, actualmente, ofrece cómodo campo de estudio para la mercadotecnia, pues el lenguaje es un sistema que muda sin apresuramientos.
Meditemos las notaciones con las que las culturas se expresan. Los historiadores, según leímos, antes de escribir libros de Historia escrutan hechos, narraciones y antecedentes. Entienden una época o una sociedad a través de sucesos palpables, como campos de concentración o huellas de bombardeos, y también a través de crónicas, poemas o novelas que registren lo que buscan, y además mediante datos de ciencias varias que explanen contextos, como la economía detrás de la política o la mitología detrás de los rituales.
Los investigadores de mercado tradicionalistas, amigos de encuestas y estadísticas, de observaciones que no sienten y de sentimientos que no ven, no alcanzan a ver los hechos, pues las cifras son símbolos, aritméticas reducciones de fenómenos, síntesis arbitrarias.
¿Es más revelador del nazismo un poema escrito por un judío que fue víctima de los ensueños racistas que un documento oficial firmado por Hitler? Creemos que sí. El documento representa, tal vez, una orden, un decreto, algo que pudo suceder allende o aquende, pero el poema habla específicamente del nazismo y del dolor que causó.
Un autor de la obra que comentamos afirma que la semántica, que estudia los signos, es esgrimida por impotentes mentales. Entendemos que la interpretación arbitraria, enriquecida por la imaginación y por el perspectivismo, no sirve para conocer los mercados.
El gusto por ciertos eventos deportivos, canciones, ropas o artistas, seguramente se originó en un lugar concreto, en un tiempo y en condiciones específicas, pero el investigador de mercado haragán prefiere sospechar o conjeturar desde sus creencias de clase. Los prejuicios imperan en los terrenos de la mercadotecnia porque los empresarios, siempre muy apresurados, desean noticias superfluas. La semántica, vista como arte de la interpretación y deslindada de la filología y la hermenéutica, genera conocimientos diacrónicos, sólo actuales, instantes coloridos.
Los elementos de un buen libro de historia, se dice, son: datos comprobados, interpretación comprensiva y estilo. Corroborar la fecha de un papel, leerlo con la cabeza de la época en que fue escrito y comentarlo con amenidad, son actos que forjan grandes obras históricas. De ordinario vemos que las investigaciones de mercado miran sólo los datos, datos que no se comprenden ni se deslíen con genio literario.
¿De qué sirve saber que las mujeres opinan que los automóviles pequeños son mejores si ignoramos la entonación y el gestuario con los que profirieron sus juicios? No se olvide que los conceptos son vacíos sin intuiciones o experiencias y que éstas, sin conceptos, son ciegas. Es necesario, así, que los mercadólogos sepan de achaques literarios, lingüísticos, de intuición, y que sean humanistas, capaces de interpretar lo espiritual. Quevedo y Reyes transmiten más información sobre sus épocas con su estilo que con el contenido que vertieron en las páginas de sus obras.
Es tiempo de meditar eso a lo que llamamos “distinto”. Mejor que la palabra “distinto”, que evoca imágenes monstruosas, es la palabra “diverso”, diría Xavier Zubiri. Lo diverso, por contener abundantísimas notas distintas, ocasiona extrañeza. La extrañeza nos impide leer, conocer, penetrar. La filosofía, siempre sorprendida, es la ciencia enemiga de la extrañeza u “orfandad cósmica”, y es desmitificadora, la que unifica lo natural y lo histórico, lo que hay en toda persona, sea de Buenos Aires o Boston, y lo cultural, lo bonarense y lo bostoniano. El mercadólogo observa lo peculiar de cada ciudad, pero también las semejanzas entre todas las ciudades.
El pasado puede tenerse por cosa propia, que importa y duele, o por cosa ajena, que poco importa e indolora. Quien cree que el pasado es suyo, extremidad espiritual, es como el lingüista que se niega a ver en el lenguaje algo sincrónico, aislado, espontáneo. Es para él, para decirlo con llanas palabras, producto viviente de lo que en lo pretérito se ha hecho.
Muchos investigadores de mercado, al observar u oír, olvidan que lo percibido no es un objeto en sí, sino un fragmento de la historia, es decir, un ente de razón materializado y ligado a la materia y a la tradición. En cada grupo social, revista, periódico u opinión, hay residuos del ayer. El léxico al uso o vulgar, por ejemplo, no carece de palabras creadas hace siglos, ni la vestimenta de la vanguardia urbana es usada por personas sin recuerdos ajenos. ¿La palabra “cábula”, que significa en algunos arrabales de Veracruz “mentiroso”, proviene de “cábala” y señala influencias judías o andaluzas?
El pasado, tenido por ajeno, es siempre accidental, ayuno de causas, lo que es absurdo. Los “millennials”, que andan el cabeza de todos, que parecen salidos de la nada, representan sólo un nuevo y triste modo de arrostrar el mundo, y nada más.
Hay sociólogos e historiadores macroscópicos, sólo interesados en lo alto, general, universal, y los hay microscópicos, sólo interesados en lo nimio, en los detalles, en lo particular. Aquéllos, conceptuando las semejanzas de todos los pueblos, sacrifican lo peculiar de cada uno de ellos, y éstos, describiendo bagatelas sólo dadas en tales o cuales climas o ambientes, sacrifican lo general.
El que para vender zapatos deportivos gasta semanas narrando lo que acontece en las canchas de basquetbol de algunos barrios acaba confundiendo los gustos del sitio estudiado con las necesidades de todo pie. El que sólo atiende lo que el pie humano requiere para funcionar bien está ignorando lo espiritual, el “soul” de cada barrio.
Para recoger, formar, comprender e interpretar toda la información que los anteriores útiles epistemológicos brindan, se aconseja esgrimir la heurística, la hermenéutica, la etiología, la estilística, la arquitectónica y la crítica. Advirtamos que la lista de saberes no constituye un método.
La heurística permite observar un objeto de muchas maneras y hallar en cada manera ideas nuevas. Los consumidores, por ejemplo, además de ser consumidores son padres y madres, y éstas también son políticos y filósofos que sin saberlo han creado un sistema vital con el cual catalogar y evaluar cada año. La hermenéutica, formando nuestro espíritu, acuciando nuestra sensibilidad, afinando nuestro juicio y señalando los movimientos del sentido común, como diría Gadamer, nos habilita para entender la variedad de fenómenos sociales que simultáneamente acontecen en cada mercado.
La etiología, parcela del conocimiento con la que reconstruimos historias y rastreamos los orígenes de las cosas, clarifica palabras, enfermedades sociales. La estilística, desanudando el barroquismo, el puntillismo, los hechos estéticos, etcétera, desentraña sentimientos de clase, los énfasis del hablar, los acentos mudos de la pintura, detalles todos que declaran la parte cultural, intangible, de cada hombre o pueblo.
Con la arquitectónica, arte de formar lo informe, de ordenar conjuntos, de discernir series de saberes, acotamos lo que es de la sociología, de la historia, de la economía, esto es, nos facilita el correlacionar datos. Y la crítica, como bien se sabe, pregunta sobre los orígenes de todos los conceptos, verifica que éstos no parlen de inexistentes. El mercadólogo, véase, no investiga sólo movimientos económicos y psicológicos, que son casi siempre contingencias venidas de lo histórico, del inconsciente social.
Finalicemos nuestra lucubración abordando el problema de lo abigarrado. ¿Qué es lo abigarrado? Lo que carece de forma y se percibe, lo que no tiene silueta, substancia constante ni se mueve según un ritmo determinado y se capta. Lo que llamamos “pobreza” a veces representa oscuramente otros modos de vivir, y lo que llamamos “primitivo”, como ha demostrado Lévi-Strauss, puede ser tan moderno como el modernismo que aplaudimos.
Los jóvenes, si tal palabra significa algo en el infantil mundo actual, suelen responder las preguntas de la cátedra no urdiendo conceptos complejos, claros, sino escupiendo palabras solas. Tales palabras, para un inspector de la opinión pública, son abigarramientos que dejan de serlo cuando, como dice Kant, recordamos que los datos sensoriales e intelectuales sumados a las categorías de la lógica no constituyen objetos reales.
Detrás del monosílabo o de la palabra tajante del mozo hay, tal vez, un mundo de imágenes más rico que la memoria de Alfonso Reyes. Toda persona, hable poco o mucho, piensa con cierto lenguaje, y es labor del mercadólogo hallar cómo se expresa dicho lenguaje. Las expresiones son contingentes, pero los pensamientos son constantes.
Es menester distinguir al examinar sociedades lo natural y lo artificial. El afecto producido por la mucha convivencia por el prójimo es natural, pero las formas de manifestarlo son artificiales. “La economía del amor y del terror”, de Boulding, habla de esto. La angustia teleológica de los desempleados es natural, pero las resoluciones para ignorarla son artificiales. En el mundo de la mercadotecnia solemos escuchar a personas que dicen que es “natural” desear el progreso material, afanar paz espiritual y buscar la plenitud mental. Dicen mal.
La literatura comercial, la que se hace para que la gente conozca nuestra marca, debe ser como la gran literatura, no hablar de problemas o asuntos que sólo hoy nos importan, de meros abigarramientos del día, sino hablar de los grandes problemas humanos. ¿Vendemos galletas? Hablemos más del gusto, del hambre, que del nuevo sabor exótico hallado por los químicos. ¿Vendemos automóviles? Hablemos de comodidad más que de los procesos motrices mejorados por los ingenieros.
La historia explica nuestras vivencias, los sentimientos que erigidos cual valores culturales guían nuestra cotidianidad. La vida es para el francés, dice el gran Ortega, alegría, y para el español un dolor de muelas.
¿El catolicismo explica el tan dolorido y molar vivir del madrileño y la Revolución francesa explica los furores gastronómicos del parisino? ¿La historia de la Iglesia explica que los sureños de México vean en el trabajar algo que hay que alejar y que los norteños algo que hay que “jalar”, que atraer, pues es vida? Los gestos y términos coloquiales, siempre abigarrados, son puertas del pasado.
El investigador de mercados eficaz, objetivo, metódico, realmente profesional, en suma, es como el buen dramaturgo, que no presenta personajes totalmente buenos o malos, sino personas reales, oscilantes, medio malas, medio buenas. Es gastar la saliva y el dinero de los clientes el presentar “amas de casa que se sacrifican por sus hijos y aman la naturaleza” o “empresarios perseverantes que no temen al destino”. Nadie ignora que las opiniones que se oyen en las calles mientan sólo lo conveniente para socializar, y que dichas convenciones son pasajeras, no duraderas.–
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