Desobediencia en las fronteras del canon. Voces «queer» en el arte cubano
Por Ignacio González Barbero , 27 marzo, 2014
Por Andrés Isaac Santana.
Es muy frecuente descubrir cómo numerosas digresiones exegéticas en el campo académico, en el de la investigación teórica y la especulación crítica, dan por “hecho” lo que no es más que un “supuesto”. De ahí que las suposiciones y falsificaciones sobre lo homosexual o lo heterosexual, amparadas en el radicalismo de un pensamiento segregacionista y gregario, construyen estereotipos restrictivos sobre la sexualidad que, terriblemente, marginan a aquellas otras formas discursivas de “hacer” homosexualidades o heterosexualidades que no se ajuntan al paradigma de lo deseado. Se trata, por tanto, de construcciones forzadas con arreglo a una fuerza ejecutiva y de intervención represiva que permite al modelo dominante asegurar su supremacía (simbólica y discursiva) por sobre el principio aleatorio y expansivo de ese esquema que democratiza las fuentes del erotismo y del deseo.
Creo que justamente por ello, al menos en esta ocasión, opto por la obediencia en lugar de por la subversión furibunda, toda vez que entiendo que lo queer, en tanto que crítica holística a los modelos de sexualidad y de alteridad sexual al uso, supone un ejercicio intelectual de mayor envergadura a la hora de leer e intentar comprender la dinámica socio-semiótica y el universo ideológico-verbal en el que circulan estas poéticas cuyo denominar común es: la desestabilización de las representaciones contemporáneas de la alteridad sexual y la vulneración de los enunciados más recurrentes dentro del campo de la “parametrización” revolucionaria.
La mayoría de estos artistas cubanos, desde presupuestos teóricos muy distintos entre sí y desde articulaciones ideo-estéticas muy heterogéneas, consiguen denostar, o al menos cuestionar y rebajar, la “autoridad del campo”. Por lo que entiendo que los artistas, críticos, teóricos e historiadores del arte de los llamados ámbitos culturales periféricos, laterales o pos-coloniales, han de tomar en cuenta las aportaciones metodológicas de la teoría queer y de los llamados estudios culturales en el modo cómo construyen sus objetos de estudios en el centro mismo de sus respectivas investigaciones. Muchas de las cuales, al margen de suponer una reivindicación de las minorías sexuales y/o culturales de sello periférico, advierten de una tremenda trabazón ideológica a la hora de acreditar el valor de estos signos estéticos en el trazado polisémico de las historiografías nacionales latinoamericanas muy propensas a la multiplicación excesiva de los “prescindibles” e “inviables”. Latinoamérica se escribe siempre desde la exclusión y manipulación de una heurística crítica de sus fuentes. El resultado es una fábula ejemplar y ejemplarizante donde abundan, sobre un diseño binómico y cartesiano repelente, los personajes “buenos” y los personajes “malos”. Todo se reduce a esa construcción de esquemas e intenciones (in)verosímiles que sustentan ese nuevo modelo social de la presunta emancipación y de la conquista del bien común.
El estudio de la otredad, del tipo que sea, no ha de contentarse con su fin retórico y narcisista. O únicamente con el de ser, per se, el producto del discurso del otro. Situación esta que se corrobora en buena parte de la literatura que se aproxima al tema desde la consumación -no siempre confesada- del prejuicio desfavorable sobre un esquema ideológico que ha de ser examinado con toda sospecha y sobrado exceso de suspicacia. Mi experiencia española (más de 11 años viviendo en España), me lleva a pensar en la escandalosa instrumentalización de esos discursos de la otredad que, por defecto, solo buscan resarcir el poder del amo: amplificar su dominio y evidenciar -más si cabe- su dimensión paternalista. Un elevado grado de desfachatez concertada si tenemos en cuenta que es siempre “el amo”, “el dominante”, “el hegemónico” quien, en un falso alarde de democracia y horizontalidad de la voz, usurpa, una vez más, la voz de esos otros tantas veces silenciados y exiliados del campo dialógico. Se produce así una especie de retorno del desamparado que necesita, según esa perspectiva paternalista, ser salvado por el centro, por el poder, por el discurso hegemónico que le dibuja un rostro y una identidad muchas veces falsificada y que, a todas luces, responde por entero a esas mismas fantasías constructivas del yo y del otro en virtud del enfrentamiento y no de la reconciliación. Método que fue el sino de los discursos nacionalistas latinoamericanos y de sus revoluciones más escandalosas, como la cubana, por ejemplo. Ella, por sí sola, resulta paradigma de regulación, control y vigilancia de la conducta sexual y de sus modelos higiénicos, en detrimento de los que se suponían subversivos y que ejercitaban una dialéctica de celebración fecal contraria a la virtud y la moral del nuevo estado, de la nueva situación política.
-El problema contextual-
El espacio de la revolución, sus trazados ideológicos y narrativos a favor de un discurso de construcción de lo nacional, se reveló como una trama de simbologías y relatos en extremo compleja respecto del cuerpo, del deseo y del impulso sexual que acabó en el diseño de unos aportados y dispositivos institucionales específicos, encargados -entonces- de domesticar la propia materia del cuerpo y de doblegar sus impulsos más subversivos y desobedientes. La idea de lo nacional, de un cuerpo nacional y de un sexo oficial, no fue sino una de esas castradoras y deformantes fantasía del proyecto “humanista” de Castro que supuso un clarísimo retorno, sin precedentes, a la ideología y la política de los rechazados. La exclusión social, por causas sexuales o de pensamiento alterno al modelo dominante, devino en paradigma de operaciones higienistas excluyentes y silenciadoras, que pretendía abortar (en una especie de exilio forzado de la putrefacción y la escoria) todo aquello que, en principio, resultase abyecto a tenor de la fantasía punitiva del modelo de Hombre Nuevo que no fue sino la gran masturbación de la retórica revolucionaria de ese momento. Modelo que debía ser, antes que nada, revolucionario; y, como consecuencia de ello, heterosexual, monogámico y reproductivo. La heroica del cuerpo masculino haciendo el mundo sepulta las relaciones amplificadas del deseo en libertad y dictamina el control absoluto sobre el ejercicio virtuoso y épico de la hombría. Ello, por fuerza, llegó a ser la promesa de la nueva sociedad revolucionaria y democrática en la que no existía resquicio disponible para la desobediencia y la falta de higiene de un tipo de intimidad inferida como negación de esos ideales emancipatorios.
Resulta evidente que el discurso de la patria y de la nación que, en principio, se suponían democratizadores y libertadores de las tiranías del pasado, se convirtió -de facto- en una nueva esclerosis tiránica atrapada en la añoranza y en el ideal de probeta que rinde culto al héroe. El cuerpo y el sexo se convirtieron en escenarios de enconadas luchas en los que se escribieron las páginas más tristes de todo ese proceso de persecución y demencia sin paralelos. Vigilar y castigar la desobediencia respecto de la norma heterosexual, supuso un esfuerzo disciplinador de las conciencias y de las subjetividades tránsfugas que se advertían como una real amenaza. El nuevo discurso higienista y salvífico necesitaba, como nunca antes, de esa otredad maldita, de esa alteridad sexual a la que perseguir y castigar. Solo así, por dialéctica sociológica de base, podía redefinirse y proyectarse en el espejo de su conquista y de su autoridad resarcida en el ascenso incesante de su falo. Y ese, precisamente, fue uno de sus errores narcisistas más radicales que advirtieron de su vulnerabilidad como sistema represivo y dictatorial. Toda vez que, como bien lo aseguró en su momento Michel Foucault, la persecución y represión del deseo, no hacen sino amplificarlo, multiplicarlo e intensificarlo. El miedo y el castigo generan, por sí mismo, una circulación infinita de las fantasías múltiples del deseo que tipifica y recuerda ese estado de perversidad polimorfa.
Puede que conscientes de ello o como resultado del accidente, se arreciaron las políticas represivas que condujeron a la creación de cuanta institución disciplinaria fuera necesaria en el proceso de domesticación, repliegue y regulación del impulso sexual disidente. El estado y sus mecanismos reactivos se ocuparon vehementemente de hacer cumplir los preceptos de la moral revolucionaria. Por lo que resultó peligrosa y excesiva su regulación y vigilancia, hasta la falta de libertad más absoluta, de todos aquellos ámbitos vinculados con el sexo, el deseo y, peor aún, hasta con la fantasía de los sujetos a los que, con facilidad extrema, se les podía reprender por medio de la cárcel bajo el supuesto axiomático de un “diversionismo ideológico” que no se sabía exactamente qué era. Se impone así la parametrización de la conducta con el objetivo de castigar, con severidad extrema, toda forma discursiva de propagación de la homosexualidad. El (o los) sujeto(s) homosexual(es), se convierten en el objeto de persecución en tanto resultaban la figura ideal, por antonomasia, de la línea de fuego enemiga. Uno de los tantos pasajes paradigmáticos de esa escalofriante odisea de la descalificación, del escarnio, de la humillación y del dolor, fue creación de las UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) a principio de los años 60s. Eufemismo tremendo, donde los haya, para enmascarar una clara tipología de campo de concentración y de exterminio de todo aquello que se suponía lacra, escoria, lumpen, vulgaridad, infección, inmoralidad frente al modelo higienista y biologicista del estado cubano. En consecuencia, acaso el ejemplo más paradigmático de ese procedimiento violento y explícito, lo constituyen las conclusiones (políticas y jurídicas) del I Congreso de Educación y Cultura de La Habana en 1971. Como afirma Santiago Esteso, fue “un evento revolucionario que demandó, con ansiedad ciertamente patética, el control, junto a cualquier asomo de “diversionismo ideológico” (falso inconformismo, pelos largos, pantalones anchos, colores indecorosos, etc.), de los focos de propagación del homosexualismo, letal enfermedad que amenazaba al organismo de la nación y a su nuevo estado cuyo aparato fue limpiado de homosexuales a través de las célebres “parametrizaciones”…” (1). Como resultado de ello y como extensión de ese accionar institucionalizado, insiste Santiago Esteso, “el obrero no sólo continuó castigando a su hijo maricón, sino que contó con la inestimable colaboración de las fuerzas policiales y de sus vecinos, organizados en comités de defensa de la revolución (CDR), alerta detrás de puertas y tabiques” (2).
Se crea, de este modo, una opacidad y oscurecimiento de los modelos y sus prácticas que han demandado -con el tiempo- una mirada queer capaz de desentumecer esos axiomas y hacer inteligible sus funciones y perfiles más lapsos y menos radicales.
-La mirada queer en la obra-
El funcionamiento del discurso político-nacionalista sobre la rentabilidad que le ofrecían las oposiciones binarias y excluyentes, sirve de base a la mirada queer para atentar y desautorizar la eficacia y el rendimiento semiótico-discusivo de esos procedimientos censores. Mientras que el discurso nacional, no sólo en Cuba sino en el resto del espacio cultural latinoamericano, advertía a la(s) homosexualidad(es) como algo ajeno y profundamente dañino a tenor de la refundación del paradigma de una masculinidad heroica que resulta emblema de la patria y del territorio conquistado, la mirada queer de los artistas latinoamericanos, por el contrario, subvierte tales criterios y amplifica el coro de voces laterales (gays, homosexuales, bisexuales, lésbicas, travestidas, andróginas o cualesquiera que éstas sean), a favor de una reivindicación con arreglo no sólo en la “diferencia sexual” sino en la “posibilidad y dimensión política de la misma”
¿Qué impide a los sujetos queer participar en la construcción del discurso nacional si son muchas, como se sabe, las aportaciones de éste a ese proyecto nacionalista? La exclusión y la ignominia de ese proceso de marginación se escudaron en el “principio reproductor”. Latinoamérica ha necesitado siempre producir, postularse como un territorio fértil en términos de economía y de discurso. A tales efectos, la homosexualidad, en el contexto de las fantasías nacionales aglutinadas en el deber ser de una ideología maltrecha, se entendió como una auténtica degeneración y una desviación de todas las virtudes humanas. Un silenciamiento de la propia dimensión ontológica del sujeto que trae implícito un carácter demoníaco y pervertido toda vez que anula el instinto genésico y clausura los esfuerzos empleados en perpetuar la especie. Consideraciones estas que se organizan sobre un fraudulento conocimiento de la(s) homosexualidad(es) y de todas aquellas tendencias y prácticas sexuales ajenas al canon de la heterosexualidad obligatoria.
El cuerpo homosexual no era más que la supuración abyecta y fétida de un cuerpo que pretexta una masculinidad hiperbólica y heroica, la animalización del humanismo revolucionario. Su “ofrecimiento anal” suponía, más que nada, degeneración y negación, arbitrariedad y debilidad, deslealtad y cobardía, enfermedad e infección. La sodomización (y vulneración) que ella propone del cuerpo masculino responsable de construir el futuro de la nación, se lee como la más alta traición al legado épico de sustantivación revolucionaria y socialista.
De ahí que la mirada queer, en la obra de estos tres artistas: Eduardo Hernández Santos, Rocío García y René Peña (3), disfruta con el instinto de subversión y de irreverencia que supone el reconocimiento de un horizonte ontológico de ascendencia nacional, a todas luces amplificado. Mientras que el poder y el dominio de la heterosexualidad obligatoria y excluyente niega la polivalencia y la diversidad de los modelos queer y de alteridad sexual; los artistas aquí referidos, muy al contrario, desautorizan la supremacía de los enunciados excluyentes y dibujan una ontología mucho más profunda y ambiciosa del ser nacional que, paradójicamente, sustantivan los ideales de un modelo social realmente humanista. Es decir, lejos de contravenir la ideología humanista del modelo, son ellos, en cambio, los que la ejercen con alto grado de derechos y de licencias persuasivas. Creo que son éstos, precisamente y lejos del discurso político más reaccionario, quienes por paradójica ironía, materializan las concesiones liberadoras y libertarias que frustró la revolución en sus intentos iniciales.
Es la mirada queer de estos creadores, la que sostiene, con mayor elocuencia y contestación política, que no existen categorías naturales sino que -contrariamente- existen construcciones sociales que los discursos dominantes sociabilizan y someten a un rendimiento socio-semiótico extensivo, en función de entorpecer el grado de legibilidad de la exclusión y dar como “hecho natural” lo que no es más que una falacia resultado de operaciones ideológicamente interesadas. Es prudente señalar que no existe una única teoría queer. A diferencia de ello son muchas las teorías queer que se manejan según la diversidad de autores que se emplean en ellas y, sobre todo, a tenor de los diferentes contextos académicos en los que estos enunciados, basados en una radical crítica de la representación, cobran inusitada fuerza en los ámbitos de las humanidades y en el de las ciencias sociales.
En cualquier caso y pese a la diversidad de posiciones y la abundante cosecha de enfoques epistemológicas en este sentido, “El género en disputa” (Butler, 1990) (4), se sigue considerando el libro cabecera de toda esta disertación teórica. Sin duda tuvo un carácter fundacional sin precedentes dentro del marco conceptual y metodológico de este tipo de acercamiento expandido a las tradicionales (y dictatoriales) categorías de género y de sexo. Butler, tal cual enfatizan los tres artistas cubanos en sus modulaciones estéticas y narrativas, advierte como nadie de la terrible tiranía que suponen, para la comprensión y ensanchamiento de la vida y la libertad del sujeto, este tipo de construcciones constantemente escenificadas con el afán de hacerlas o de creerlas naturales. Su posición, incluso, va mucho más lejos que la tradicional crítica feminista, al cuestionar los propios dominios de la biología y evaluarlos como resultado -igualmente- de procesos y mediaciones culturales basados en los principios de construcción artificiosa y en los mecanismos de persuasión ideológicos. La idea de que resulta imposible corroborar hasta qué punto la construcción cultural del género se asienta sobre la dicotomía de dos sexos biológicos, toda vez que solo tenemos acceso a sus construcciones retorizadas por el discurso de la cultura, resulta de una radicalidad y militancia fuera de serie. Es decir que, según su punto de vista, la idea del género precede siempre a la del sexo (y no la inversa como habitualmente se especula). En su opinión, los modelos culturales fundan primero una idea del género a la que luego, por fuerza, habrá de cotejarle un orden material y físico. En este caso, concretamente, el sexo resulta la materia de conexión con esa idea previamente construida. Su célebre afirmación: “el género es un tipo de personificación que pasa por real” es de tal grado de elocuencia y de demostratividad que se convierte en tesis o punto de partida para el resto de los estudios y digresiones epistemológicas en este campo concreto.
La consideración de que el discurso de la sexualidad contemporánea se articula sobre la base de un diálogo entre dos géneros (masculino y femenino) y dos sexos (macho y hembra), ayuda a corroborar la ideología del poder falocentrista y excluyente que se asegura a sí mismo la sostenibilidad discursiva que refuerza e impone esa imagen desquiciada y reduccionista acerca de la real dimensión ontológica de la alteridad sexual y de la sostenibilidad de una escritura queer del sexo, el género y la vida misma. Asumir la vida en el marco operacional de esa matriz-opresiva de sexo/género, por una parte, refuerza el estado de heterosexualidad obligatoria y dominante y, por la otra, nos hace inteligibles a los ojos de quienes sólo operan en el horizonte de un pensamiento reduccionista sujeto a la epifanía de la antinomia excluyente. Es frente a este esquema de “objetos sociales” cognoscibles, categorizables y manipulables, que la ideología de lo queer revienta esas nomenclaturas y pervierte la matriz en función de un paisaje muchos más rico en calidad discursiva y en cantidad de subjetividades, la mayor de las veces, claro, travestidas bajo el signo de la insubordinación y la desobediencia en tanto figuras tránsfugas del sistema, de la norma, de todo lo dado en forma de prospecto o de receta estéril.
Sabido es que “la desviación” respecto de ese canon de obligatoriedad heterosexual y dictatorial, diseñado sobre la estructura ficticia de esas presuntas “identidades naturales”, supone abrazar la “ilegibilidad” dentro del arbitrario marco del cuerpo civil y de los aparatos legislativos de la identidad social. Todo sujeto, lo saben bien estos artistas desestabilizadores del dogma, es un personaje público. A todos ellos les acompaña un papel en la dramaturgia escrita (en lo social) donde cada acto supone una performance escenificada con arreglo a unos parámetros del valor y la virtud entendidos como emblemas higienistas, falsamente humanistas. Los sistemas jurídicos y las plataformas publicitarias que reproducen “la inteligibilidad” como meta del discurso cartesiano femenino/masculino, anulan la posibilidad de la desviación del canon y aminoran los efectos subversivos de las posiciones carnavalescas y travestidas que desean sepultar el paradigma de esa legibilidad construida. Sin embargo, no son sino los artistas contemporáneos, los que producen -al margen de ese modelo segregacionista- un cuerpo de “subjetividades laterales” capaces de desautorizar, por su naturaleza rara y divertida, los enunciados rectores que justifican los comportamientos sociales y comunitarios más recurrentes dentro de lo aceptado y lo aceptable. Mientras que la sociedad y la cultura falocentrista y machista, comienzan por celebrar “la sanidad” y “el principio higiénico” del modelo que hace coincidir sexo y género en correspondencia casi matemática y científica con la matriz esbozada por el poder, los artistas queer, bajo el signo de la insubordinación mal(educada), re-escriben esas estructuras de coincidencias y ensayan otros formar de producir (i)legalidad dentro del campo de esa misma matriz hegemónica. Se supone que los hombres y mujeres debemos comportarnos según lo que las escenificación de esa matriz demanda de nosotros mismos. Actuar de un modo u otro, pone en juego nuestra propia integridad en un sistema represivo y castigador. Miedo culturalmente construido y producido frente al que estos artistas postulan sus ensayos y escrituras abiertamente contestatarias. No se trata en su caso de abandonar el papel, tras bastidores, para ser uno mismo, sino de abandonar el papel asignado y reventar su abecedario en la escena pública, en el territorio visible de la obra de arte. Se trata, por tanto, de multiplicar la realidad misma advirtiendo de la espesura de sus dominios y el elevado grado de diversidad de voces que habitan en el cuerpo social. El artista queer deviene queer, escenificando la ficción que su propia indumentaria desmiente: no puede llorar a la sombra del canon, sino que debe subvertir su ideología y sus fronteras taxativas, debe -por fuerza- destruir el disfraz. De ahí, si se quiere, la necesidad de re-escritura, de parodia, de radicalismo político, de contestación y de sorna. La identificación con la matriz que nos domina y nos presenta como sujetos aceptables en el orden de los géneros diferenciados, resulta de una clarísima escenificación intencionada, culturalmente dirigida a la sanción y aprobación en la esfera pública. No existe verdad, de ningún tipo, tras esos modelos de actuación. Todo lo más, se arrecian, en su salsa, las presunciones y las falsificaciones. El “varón” y la “hembra” se convierten en datos constatables para el aparato discursivo que determina, de antemano, su identidad. Su performance está basada en escenificaciones públicas, no en el desarrollo de su voz en la intimidad que, en última instancia, pierde sentido en su rivalidad y competencia con el principio de realidad que cosifica y regula la conducta en una especie de personaje.
Es por ello que los teóricos y los artistas queer, en el caso que sea pertinente hablar de estos últimos en tales términos, se centran en cuestionar la naturaleza de los criterios sociales que sirven como demarcadores taxativos de estas categorías. Muchos, a su manera, reflexionan acerca del modo cómo estas etiquetas han llegado a gobernar y “dominar” la forma incluso en la que nos vemos y aceptamos a nosotros mismos (como tales) en el diálogo con el otro. La mirada queer, en los ámbitos de la teoría y en los azarosos predios del arte, toma como punto de partida fundamental de su cadena de interrogaciones el hecho mismo de que toda identidad resulta de una narración cultural e ideológicamente interesada. De ahí que el sexo y el género sean vistos, dentro de este enclave hermenéutico, como extensiones de ejercicios de subjetividades escritas y narradas en un orden temporal socio-histórico determinado y en el perímetro de unas relaciones de poder muy concretas. El estudio de la identidad, entonces, y en mano de los artistas queer, refiere más las estructuras culturales y políticas que le dan forma que a ningún otro atributo e invariante del discurso asociado más a la vida. Ello explica, en gran medida, la dimensión amplificada de los queer en términos teóricos y políticos, toda vez que su especulación socio-semiótica no afecta solo a la identidad gay o lesbiana sino que se refiere más a una situación de aleatoriedad y de posiciones infinitas respecto de lo que es o está normado por el aparato social. Entonces no solo se ocupa, insisto, de gay y lesbianas, sino de todos aquellos sujetos que, en su diferencia, se reconocen marginados –de una u otra menare- por las estructuras dominantes. “La condición queer, explica magistralmente Daniel Noam Warner, no estriba en vivir fuera del aparato regulador de la matriz de inteligibilidad, ya que en su exterior no hay verdadera existencia. No hay lugar desde el que podamos ver lo que realmente está pasando, porque el poder está entrelazado con todo” (5). Entonces, insiste el autor “la condición queer se mofa de estas barreras: torcemos nuestra escenificación cuestionando las suposiciones naturales, combinando y emparejando de manera velada, no solicitadas, viviendo (o investigando) como una serie de inferencias inconexas, subrayando que las supuestas relaciones “naturales” de la matriz son meras construcciones» (6).
De este modo visto, entiendo entonces que, con independencia del rechazo a la categoría que muchos activistas de la diferencia enarbolan por considerarla peyorativa en su uso y alcance, lo queer supone para esa estructura de “dominación” y de “escenificación”, un duro golpe en la diana de sus falsificaciones y reduccionismos más radicales. La obra de los artistas aquí seleccionados no es sino una prueba elocuente y mayúscula de cómo el arte, en sus territorios de desobediencia y de subversión, puede, y mucho, asegurarse para sí un ámbito de emancipación en el que poder discutir y revisar los autoritarismos venidos de fuera. Ellos, desde la celebración de los “otros infinitos” y de sus “modelos de goce inabarcables y expandidos”, sustantivan las superposiciones e identificaciones transversales de la categoría de género adscrita a nuestra anatomía. Así, la ambigüedad y el acoplamiento híbrido, tan propio de nuestros espacios pos-coloniales, se conciente como parte ineludible de esa raro proceso fundacional de nuestras culturas. La actitud de rechazo a la mirada e identidad del otro que se supone amenazante en los terrenos axiológicos de los nuevos modelos nacionales, es tan larga y oscura como la historia misma de los relatos nacionalistas latinoamericanos. De ahí, en parte, la importancia extrema de seguir de cerca esa revolución y ejercicio de emancipación en la que el/los sujeto(s) queer entran en el texto de la historia para acreditar su identidad, en el marco de las identidades y los discursos que la patria y la nación reconoce como propios.
Entretanto, y todo ello sea posible, yo sigo pensando en sus procesos de transgresión y desobediencias como auténticos trofeos ganados al canon de la obligatoriedad heterosexual. Si el cuerpo del amante furtivo me excita; el del militar que defiende la patria y sus conquistas, me pone más. Si el primero me enloquece y me domina; el segundo, en su misma obscenidad, me fascina. Que viva el cuerpo en su libertad queer… Ustedes, nosotros, haremos las delicias con esa materia imprecisa y dulce.
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