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Después de la sociedad plural

Por Carlos Almira , 17 enero, 2015

¿Qué tenían en común Been Laden y los hermanos que cometieron el atentado contra Charlie Hebdo? ¿Un millonario saudí y los hijos de emigrantes musulmanes, africanos, encerrados en un barrio marginal de París? Aparte de la respuesta obvia, el radicalismo religioso, se me ocurre que en ambos casos había un odio contra el mundo que les rodeaba. Había la convicción íntima de que la sociedad moderna, postindustrial, pluralista (hasta cierto punto) que llamamos occidente, en la que les había tocado vivir como musulmanes, no era para ellos ni siquiera un mundo. Me imagino que cuando pasaran por las calles, entraran en un liceo o una gran superficie comercial, en un cine, no verían gentes y objetos con los que pudieran identificarse, que les valieran la pena hasta el punto de considerarlos parte de sí mismos, como algo merecedor de ser vivido y guardado para el día de mañana. A esto me refiero cuando digo que no era un mundo para ellos. El millonario y los hermanos del suburbio podían definirse contra las mismas cosas, por negación, y así sentirse parte de la misma comunidad y del mismo destino, como gentes que van en el mismo barco, de las que se esperan las mismas cosas.
No pretendo que haya una sola causa, ni siquiera una causa principal, para explicar este fenómeno de la incorporación de la violencia en la construcción de la identidad, o de lo que Durkheim llamó anomia, de esta socialización negativa. Es verdad que en el Islam, como en todas las grandes Religiones y Culturas, hay un arsenal simbólico de guerra disponible para los “desarraigados” del mundo de cada época (sean millonarios o marginados sociales): “no he venido a traer la paz sino la guerra”, reza el Evangelio, puede ser interpretado en un sentido literal pero también puede entenderse y vivirse como una metáfora, un llamamiento al inconformismo espiritual, perfectamente compatible con la convivencia o incluso con el amor hacia los otros. La Umma de los creyentes, como la Cristiandad, aspira a abarcar a la Humanidad entera. Pero de esto no se deduce que aspire a hacerlo mediante la violencia, la guerra santa o la cruzada.
Quizás nuestro mundo moderno, postindustrial, tenga algo que ver con todo esto. Muy a nuestro pesar, por cierto. Sobre esto quiero reflexionar aquí. Estos días se habla de la libertad de expresión como un Derecho Humano básico. Algo inconcebible en otras épocas de nuestra Historia y en muchas regiones del mundo actual. Que haya gentes que no sólo no vean y valoren el mundo como yo sino que además, cuestionen y se “mofen” de aquello con lo que yo me identifico como sagrado, en la intimidad de mi conciencia, y que yo deba asumirlo y aun respetarlo como si se tratara de mi propio derecho y libertad, esto es el fruto arduo e insólito de las grandes revoluciones políticas y económicas, culturales, de occidente, que hunden sus raíces en la Ilustración. En este proceso de secularización, de apropiación incluso por la risa y la contrariedad de la propia alma, ha tenido mucho que ver el desarrollo de la división del trabajo.

No hay pluralismo en las sociedades tradicionales agrarias, ni siquiera en las grandes civilizaciones cosmopolitas basadas en el comercio y la guerra, como fue El Islam Clásico, donde las distintas comunidades humanas, las Religiones del Libro, podían convivir pero sin mezclarse hasta el punto de articular individualmente la identidad, en base al valor equivalente de lo diferente. Un elemento básico en la construcción de esta identidad personal en el occidente industrializado, culturalmente plural, fue el trabajo.
Digo “fue”. ¿Qué ha sido del trabajo en torno al que giraban nuestra vida, nuestro reconocimiento social, nuestros proyectos de futuro, nuestros amigos, nuestra estima? El trabajo en Europa, en los EE.UU., no era hasta hace poco sólo el lugar de la producción y la distribución de bienes económicos, sino un espacio básico de socialización (tras la familia y junto a la Escuela, era la principal agencia de socialización secundaria). También para los empresarios. Trabajadores y empresarios podían enfrentarse sin que eso les impidiera, en el fondo, sentirse parte del mismo mundo, bueno para unos, malo para otros, pero el mismo mundo al fin y al cabo.
Hoy el dinero, el capital en el sentido puro de la palabra (medios de producción privados entendidos como uno de los factores a retribuir por su mera disponibilidad para la creación de valor), se ha independizado del sistema capitalista. El destino de las propias empresas se ha vuelto algo secundario para los inversores. Las empresas, como los hombres y los países, no son más que piezas intercambiables del juego. Hemos llegado en occidente a un “mundo” en el que uno puede dirigir una multinacional como trabajar por horas en una pizzería sin tener, en el fondo, la sensación de ser parte del mundo en el que está. La fábrica, la oficina, la tienda, el invernadero, no son más que lugares de paso. Demasiado efímeros y volátiles como para considerarlos y vivirlos como parte de uno mismo, como un mundo en el pleno sentido de esta palabra. Del mismo modo, el despacho, la sala del consejo de administración, el escaño en el parlamento o la silla del consejo de ministros. No hay un mundo porque todo es dinero. Algo que estaba en el ADN del sistema, el deseo y la búsqueda del beneficio económico, se ha independizado, se ha hipostasiado, ha cobrado vida propia y se dispone a destruir el frágil ecosistema humano que aún llamamos occidente.hopper-nighthawks
Si yo formara parte de una cultura no occidental en sus orígenes, africana o asiática, ahora tendría más motivos que hace treinta o cuarenta años para bucear en mis orígenes no europeos, en la búsqueda de mí mismo, de un sentido del mundo y de la vida, de un proyecto vital personal, de algo con lo que construir mi autoestima. ¿Por qué iba a identificarme con una sociedad donde estoy, donde me siento de paso? ¿Con una escuela o un instituto donde mi formación ya no me asegura un futuro? ¿Con un estado de cosas donde, aunque al final yo esté entre los ganadores, los empresarios de éxito, la clase política, el establishement, no voy a sentir en la nuca el aliento de la divinidad, como quería Calvino, en cada uno de mis actos y mis triunfos?
Pero aunque mis orígenes familiares sean occidentales y cristianos, ya no van a ser suficientes para garantizar la construcción de mi identidad en la sociedad plural. No hay un solo habitante, nada ni nadie que yo pueda considerar sagrado si me quedo sin mundo, ni en Francia, ni en Europa, ni en EE.UU., ni en ninguna parte. La violencia que resulta de este proceso de anomia ya no es la de la lucha de clases, la de la indignación frente a la injusticia, sino la de los fanáticos en nombre de Dios, de Alá, de Yavhé…”Ante el mundo sin respuesta, soy la pura violencia”, decía el poeta. El pasado, la tradición, es el arsenal de guerra de los hombres que se han quedado sin mundo.
Es triste, muy triste, porque nuestras sociedades plurales, postindustriales, merecen por otras muchas razones, ser salvadas y aun ensalzadas como un episodio raro, extremadamente valioso, en la Historia de la Humanidad.


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