Disparatadas meditaciones bíblicas y quijotescas
Por Eduardo Zeind Palafox , 14 agosto, 2016
Por Eduardo Zeind Palafox
Es la noche camino incierto, pedregoso, hacia el día, lugar calmo. Por la noche soñamos, es decir, llevamos nuestra alma a los lugares que soñó el divino Platón. Soñar en los sueños de Platón, ser parte de otro sueño, diría Borges, es una pesadilla. Traduzcamos lo dicho a términos terrenales. A la gloria llega quien sale de la guerra, pero al infierno llega quien sale de la paz.
El día, tiempo en que los sentidos se agarran de donde pueden, del rojo, del aroma, del canto del gallo, es apacible. La noche, contrariamente, es lugar donde no hay de dónde asirse. Hay en el día instituciones que resguardan intuiciones. Mi miedo al violento lo amengua el jurisprudente, mas mi miedo al abismo nadie lo aplaca.
Es pacífico el vivir, pues sólo bregando, sudando, se sale de cualquier meollo. Soñar, en parangón, es bélico quehacer, pues el cuerpo se entiesa, el pensamiento se abigarra y la voluntad duda. Borges dijo que la sociedad, es decir, el compartir experiencias, la vigilia, es soñar.
Oír al vecino y descreerle, o peor, descreer de toda voz individual y sólo atender a la voz general, que es quimera, es ser una «generación incrédula», como dijo Jesucristo. Una generación que no cree sólo puede producir frutos fantasmales. Abuelos que no caminaron por sus sueños, que sólo esperaron la salida del sol, o que viviendo fueron hacia donde los sentidos dictaminaron, no heredan cosas perdurables, sino imágenes.
Los nuevos en el mundo, al ver tales abominaciones, contrasentidos, dirán como el padre del muchacho endemoniado, «ayuda a mi incredulidad».
El incrédulo, escéptico, que por indigencia mental todo lo relativiza, todo lo reduce a subjetividad, no puede orar ni ayunar. Orar, pedir lo que necesitamos con fe, es decir, creer en lo invisible, es diferente al creer en fantasmas, que no son invisibles, pues los vemos o los sentimos. Ayunar es percibir nuestra debilidad, sólo embozada levemente por viandas que satisfacen placenteramente, o sea, para luego imprimir dolor.
Según el filósofo español Unamuno, vive quien sufre más, mas yerra afirmando eso. Ayunar, no andar contentos ni doloridos, negarse a sí mismo, como dijo el Maestro de maestros, es soslayar el cuerpo, la mente, y dejar que el «yo» verdadero emane. Dirán los rastreadores de metafísica que ese «yo» es ideal, que es la función de un cuerpo. Será eso o más, o menos, pero eso somos.
Y es que solemos pensar que ser es existir, palpar, contar con substancia, y no es. ¿Dónde está el Quijote? ¿Ha dejado de existir porque no se ve? Sus actos, que ya no hablan a los ojos, fueron postreros, burlados, risibles, y ahora son primeros y altos. El que en ridículo vivió, como dice Unamuno, hoy nos enseña a ser tolerantes con el soberbio, que se ríe de todos y que nadie recordará.
Enseñó el Quijote que la certidumbre, que es descanso, cama sobre lo espinoso, también puede ser muerte del alma, sólo tolerable junto a lo divino. «Caballero andante sin amores», dice Cervantes, que son tormentos, es «cuerpo sin alma», muerto. Al Quijote, dice Cervantes, «se le secó el cerebro», la razón, pero no nos dice que le brotó, luego de tal sequedad, el sentimiento.
También nos cuenta que perdió el «juicio», o por mejor decir, o en términos de Unamuno, los conceptos. Éstos, de tan rígidos, arbitrarios, científicos, y aplicados a las cosas, que en poco o en nada tienen nuestros errores, sólo causan risas en los venideros siglos, de sentidos más afinados. Pero puestos sobre la gente, de espíritu variable, mitad buena y mitad mala, erigen injusticias.
Todo juez sabio perdona y sentencia con la vara del perdón, y perdonar es escamotear el daño, cortar parte de la memoria. Si el ojo o la mano te harán, lector, pecar, quítalos, como enseña el Evangelio. Si un mal recuerdo impide que perdones, mutila la memoria. Mejor será no recordar mucho de la carnal vida que sufrir eternamente porque nos quemen y roan el alma. Perdonar, decimos, es «amar el daño», según verso de Lope de Vega, o abismo de iras, nobleza sin conciencia, rasgo de las gentes altas, de las que trascienden las bagatelas del día a día.
El perdón, el quitar el filo a las contingencias de la naturaleza, tanto las del paisaje como las del instinto, es criar amistades, relaciones entre hombres que no se oyen o ven para no verse ni entenderse, sino para construirse. Amistarse es fiarse de igualdades, soslayar la traición, fuente de calma y tesoro que se renueva con cada saludo.
Es amistarse sosegarse, archivo de fuerzas, pues cuatro brazos no sólo pueden más que dos, sino más que miles, que por no creer se cruzan, se amarran. El salmista, sabedor de lo que afirmamos, dice en el Salmo III: «No temeré a diez millares de gente, que pusieren sitio contra mí». Sitio, esto es, incredulidad, la de los que dicen: «No hay para él salvación en Dios».
Los que desean que haya enemistad, competencia constante con otros pueblos, padecen ceguera social. Siendo sociedad odian a las otras, que conforman la gran sociedad humana. Cerrándose creen conservar sus tradiciones, que son más muros para cuidar ancestros, muertos, que riquezas aprovechables en horas de carestía mental. Apegarse a la tradición, a «mandamientos de hombres», es señal de poca fe, que provoca acciones furibundas, ciencia vana, que mata.
La letra mata porque no conduce hasta las causas primeras del mundo, que de cierto, según el filósofo Kant, son simples antinomias que no se aprehenden con la razón, sino con la moralidad. Es cuestión ética y no física la de conocer cómo empezó todo. Y cuando la lógica pretende urdir códigos políticos, leyes, falla. Falla porque es imposible medir con centímetros los afectos o con definiciones lo que substancial, esencialmente, se expande, como el amor o el odio.
Sólo pueden ser científicos, pensadores sólidos, que abren derroteros metodológicos o teóricos, los humildes, los que no vierten sus pensamientos sobre las cosas, sino los que hacen que las cosas, sin aplastar su pensamiento, los impregnen.
Conocer, escrutar, examinar, no es igual a dejar que algo nos penetre. Pero dejarse invadir no es dejarse morir, sino desprecio de la vanagloria, o recordar que valemos tanto como cualquier objeto si como objetos existimos. La grandeza de la gran pintura no cabe en la soberbia del vanaglorioso, y por tal éste no crece. El humilde, de otro modo, tan grande es que todo cabe en él. En el Quijote, pobre golpeado por unos que no sabían lo que hacía, que desataba a los galeotes para que en el Cielo no hubiese galeotes, cupo toda la caballería andantesca.–
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