Dos arriesgadas apuestas visuales: Ida de Pawel Pawlikowski / Enemy de Denis Villeneuve
Por Redacción , 27 marzo, 2014
POR ISRAEL PAREDES
Ida y Enemy son dos películas que, tanto por forma como por argumento, no tienen nada que ver. Sin embargo, son dos obras que dentro de la producción cinematográfica actual surgen a contracorriente, como respuestas formales singulares, originales, de una enorme personalidad. Dos obras pequeñas, trabajadas en cada plano de manera casi artesanal, buscando una puesta en escena sugerente y creando una perfecta relación entre el fondo de la narración y la forma. En cada una encontramos divergencias y diferencias sustanciales y sugerentes, como no podía, y debía, ser de otra manera. Pero que ambas coincidan en su estreno en la misma semana permite una excelente doble sesión.
I
Pawel Pawlikowski comenzó su carrera en los años noventa en el terreno del documental (http://www.pawelpawlikowski.co.uk/page4/) para debutar en 1998 en el cine con The Stringer. Su siguiente obra, Last Resort, también rodada en su país de adopción, Inglaterra, le sitúa en los circuitos de festivales gracias con una notable narración sobre la inmigración que, si ser un éxito, le permite realizar My Summer of Love en 2004, muy buena película sobre la iniciación de unas jóvenes en la sexualidad y en la adolescencia. Con estas dos películas Pawlikowski denota ya un buen trabajo visual, diferente, buscando en cada película una manera diferente de forma en relación con el fondo, siendo capaz de variar de una a otra, experimentar dentro del cine narrativo. Su siguiente película La mujer del quinto, en Francia, es extraña, un thriller fallido y algo impersonal aunque con buenos momentos. La siguiente parada en esta breve carrera pero que muestran a un director con personalidad y proyección, es Ida, su primera producción en Polonia, su país natal.
En Ida Pawlikowski nos introduce en una historia en apariencia sencilla pero que según avanza va abriéndose, desvelando secretos del pasado íntimo de las dos protagonistas que, en sus márgenes, tiene ecos mucho más generales, históricos. Pawlikowski parte de una puesta en escena modélica: planos fijos y sin movimiento de cámara –salvo uno al que volveremos–, con un cuidado casi artesanal en el que la fotografía, la posición de la cámara y la de los cuerpos de los actores, creando una enorme plasticidad visual. El cineasta polaco busca mediante la forma, emulando no tanto el cine polaco de la nueva ola –un cine que él mismo considera demasiado didáctico, lejos de sus intenciones- sino a cineastas como Bresson o el primer Godard, transmitir una cierta idea de trascendencia, que las imágenes proyecten emociones y sensaciones. En una película como Ida la forma acaba siendo básica para entender el desarrollo del argumento, algo poco usual en gran parte del cine actual. Pawlikowski encierra en el encuadre a sus personajes, no tanto para transmitir una idea de la época, la Polonia comunista de comienzos de los sesenta, como para expresar el sentimiento de dos mujeres muy diferentes que deben, cada una a su manera, enfrentarse al pasado. De este modo, la joven Ida, una monja que descubre que es judía, y su tía, Wanda, una jueza comunista que ha mandado a la muerte a no pocos enemigos del estado y que vive sola en un estado de aparente seguridad que encubre en realidad un cierto aturdimiento emocional, son mostradas por el cineasta en su itinerario hacia el pasado bajos los modos argumentales de una road movie. El pasado del país, sus infiernos, surgen como elemento para definir a los personajes, no tanto como comentario revisionista (otra cosa es que el espectador pueda, a partir de Ida llevar a cabo consideraciones más generales).
Ida, se presenta como un viaje del interior al exterior para, al final, regresar al interior. El estilo por el que opta Pawlikowski, directo y observacional, exento de ornamento alguno en la puesta en escena, permite que entendamos ese desarrollo personal de las dos mujeres. Cada imagen proyecta un sentimiento, una emoción, perfectamente ensamblados por un montaje en apariencia lento pero que en el fondo imprime una narración de gran fluidez, con un ritmo espléndido que juega con los tiempos tanto para desarrollar la historia como para ir narrando el proceso de aprendizaje de ambas mujeres.
Por otro lado, Pawlikowski crea una narración musical en la que Mozart, Bach, Coltrane o La internacional, se dan la mano. La música sirve como contrapunto o extensión de las emociones de los personajes, crea un discurso. En un momento dado, suena el himno comunista para, de repente, ceder a Equinox de Coltrane, mostrando dos mundos que convivían y que corresponden a la memoria del propio director de su juventud en Polonia antes de marcharse del país. Dos mundos contrapuestos cuya naturaleza opera en el desarrollo de los personajes. Sobre todo en la joven Ida, quien tras salir al mundo regresa para transformarse. Y es que Ida, en el fondo, es una obra sobre la transformación personal: por eso al final, por primera vez, el director mueve la cámara: un travelling que acompaña el caminar de la joven por la carretera; un movimiento que por contraste con respecto al quietismo visual del resto de la obra se alza como esencial. Porque transmite que Ida es otra, aunque siga siendo la misma en realidad, es decir, ha evolucionado, se ha transformado. El recuerdo de la máxima de Rivette de que el “travelling es una cuestión moral” asoma en este final, aunque en este caso quizá no deberíamos hablar de moral, o no solo, sino más concretamente de cómo la elección formal deviene esencial en la narración cinematográfica. Y en cierto modo, por supuesto, eso es una forma de moral.
Pawlikowski apuesta en Ida por una puesta en escena minimalista que contraviene el barroquismo imperante en la actualidad, sin que este sea malo per se, mostrando otras posibilidades expresivas, otras formas de mirar y de crear. La plasticidad y la musicalidad de Ida, el cuidado trabajo expresivo de cada encuadre, el trabajo con los rostros de los actores, nos sitúan ante una forma tan moderna de entender el cine como reminiscente de un pasado al que no mira de manera nostálgica ni referencial, sino simplemente absorbiendo de él aquello que, en el presente, puede servir como base para la creación.
II
Denis Villenueve también comenzó a mediados de los noventa su carrera en el terreno documental y del cortometraje en Canadá hasta que en 2009 realiza su primer largometraje, la interesante y en ocasiones excelente Polytechnique, basada en hechos reales y que, junto a Elephant, conforma un magnífico díptico sobre los asesinatos, aunque en dos coordenadas diferentes tanto formal como en intenciones, en institutos. Una película que tiene mucho en contacto con Enemy. A continuación dirige Indencies, adaptación de la famosa obra teatral de Wajdi Mouawad, que aunque irregular y posiblemente condicionada por el peso del trabajo de Mouawad, presentaba excelentes soluciones visuales por parte de un cineasta que busca, que experimenta, que da un salto con respecto a su anterior película. Tras años tarda en dirigir de nuevo y lo hace por partida doble: Enemy y Prisioneros, estrenadas en orden inverso a su realización. Prisioneros es uno de los mejores thrillers de los últimos años, opuesta en muchos sentidos a Enemy, pero con una realización sobria y excelente, de ritmo perfecto, capaz de aunar acción y reflexión tanto en el interior del relato como en la forma en que es este visualizado.
Enemy adapta de manera libre la excelente novela de José Saramago El hombre duplicado. Toma de ella lo que le interesa: la idea, ciertos elementos del desarrollo argumental, y realiza algo totalmente diferente, personal, lo cual es la mejor manera de llevar a cabo una adaptación literaria. De este modo, Enemy nos presenta a Adam (Jake Gyllenhaal), profesor de Historia, que viene de una relación sentimental en apariencia conflictiva o que al menos le ha dejado más de una secuela y que mantiene una nueva con una joven interpretada por Mélanie Laurent. El arranque de Enemy es excepcional: un montaje paralelo y repetitivo nos va definiendo al personaje, su vida, a la vez que escuchamos a Adam explicar a sus alumnos las bases estructurales de control de las dictaduras, algo importante para el posterior desarrollo de Enemy. A partir de este arranque, la película nos introduce en un viaje interior de un personaje que ve su vida y su identidad cuestionada cuando se enfrenta a un doble de sí mismo, a una imagen perfecta que cuestiona la suya misma.
Villenueve lleva a cabo un trabajo forma excepcional que, si bien se resiente en algunos elementos narrativos y en ciertas soluciones argumentales, sobre todo al final de la película, presenta un recapacitado trabajo visual que, como Ida, busca transmitir mediante la forma y los movimientos de cámara –en este caso sí existen y, además, son de gran relevancia- el desarrollo interno del personaje(s). Villenueve transmite asfixia mediante la elaboración de unos encuadres cerrados que absorben a los personajes, gracias a una fotografía de claroscuros que forman unas atmósferas inquietantes, irreales, contrapunteadas estas imágenes por una banda sonora casi mareante que transmite un sentimiento musical distorsionado, como la propia historia que narra Enemy. El juego de Villenueve con la realidad y la irrealidad, no dejando nunca claro, aunque insinuando, que aquello que está sucediendo está en efecto aconteciendo y que no es producto de la imaginación de Adam, ocasiona que nos replanteamos la propia naturaleza del cine, la mentira que, en realidad, es. La negativa a ser claro y dejar abierta la resolución de la trama, aunque insatisfactoria, nos permite preguntarnos no solo sobre aquello que hemos visto, sino la manera en que nos ha sido narrada la historia.
Enemy es un viaje interior pero muy físico, muy narrativo, también muy sensorial. La capacidad del cineasta para introducir imágenes panorámicas de la ciudad y la manera en que fotografía los edificios, imprimen corporeidad a la película. Del mismo modo, esa red de calles abigarradas, esas moles edilicias, parecen ser el trasunto de los sucesos internos (mentales) del personaje. Villenueve crea mediante estas imágenes un contraste inusual, excelente. No se trata de imágenes de transición, sino que la ciudad acaba siendo un personaje más.
Villenueve ha realizado una película abierta, muy diferente a Prisioneros, excelente thriller con una puesta en escena igual de elaborada pero totalmente contrapuesta a la que lleva a cabo en Enemy. Si en aquella el peligro y el horror va de dentro hacia fuera, en esta va de fuera hacia dentro. Para Enemy Villenueve ha tenido muy en cuenta la estética y la atmósfera de los thrillers americanos de los setenta, que traducían a la perfección la paranoia inherente a la sociedad del momento. Ahora, cuando hay otras paranoias, otras formas de cuestionamiento, no es superflua la elección: la frialdad aparente de la puesta en escena sirve para hablar de ciertos problemas de identidad de la actualidad.
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