Economía y moral
Por Carlos Almira , 5 marzo, 2017
Supongamos que fotografío una ciudad desde un avión, por ejemplo Hiroshima desde el Enola Gay, el avión desde el que se arrojó la bomba atómica sobre ella, en el verano de 1945. Al sobrevolar la ciudad otra vez, a la misma altura y en el mismo punto donde tomé la fotografía, veré dos imágenes idénticas: una, la que he fotografiado, está impresa ya sobre mi mesa de piloto; y otra, la de la ciudad real, Hiroshima, aparece en mi ventanilla, allá abajo. Y sin embargo mis ojos me engañan: porque si yo rompo la fotografía, no muere nadie. Pero si “rompo” (si hago pedazos) la imagen que veo desde mi ventanilla de piloto, lanzando la bomba, morirán miles de personas. Aunque las imágenes son, aparentemente, las mismas, mis ojos me engañan. Y también mi saber técnico.
Ahora bien: para el hombre considerado aparte de su mundo y de su experiencia real, vivida con los demás hombres; para el piloto que cumple una orden, por ejemplo, en la cabina de su bombardero; como para el técnico del Banco o de la Administración Pública correspondiente, que hace lo propio en su despacho: por ejemplo, emitir un informe sobre la denegación o no de un subsidio a una familia con todos sus miembros parados; para uno como para el otro, todo eso está fuera de consideración, y pertenece a la esfera de lo puramente sentimental: ya se trate de una ciudad real o de su fotografía, ya de una familia sin recursos, frente a sus nombres y sus datos, que aparecen en la pantalla del ordenador.
A los efectos de sus meros sentidos, como a los efectos de su saber puramente técnico, un saber que excluye toda empatía humana y toda verdadera Ética, en ambos casos, se trata sólo de objetos exteriores, de datos objetivos, observables y hasta cuantificables. De “cosas” abstractas, no vividas. De realidades, “hechos”, sobre los que se ha de actuar, en un sentido o en otro, algo que después se “podrá justificar” de alguna forma. Ni el piloto del avión se paseará por la ciudad antes de tomar su decisión; ni el técnico correspondiente vivirá, siquiera unas horas, con la familia a la que se va a dejar sin recursos, antes de tomar la suya.
Sin embargo, en un caso como en el otro, ¿no tendrían que aguzarse algo más que los ojos, que los datos de los que se disponen, para poder optar entre lo bueno y lo malo, entre lo mejor y lo peor?
Los que nos mandan, sus técnicos, ¿son conscientes de esto, son conscientes de esta “pequeña diferencia”? Los economistas, los técnicos del FMI, del Banco Mundial, de la OMC, de la UE, ¿son conscientes de esta “pequeña” diferencia? ¿Podemos confiar nuestro futuro en sus manos?
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