El 15 M, cinco años después.
Por Carlos Almira , 14 mayo, 2016
Mañana domingo el fenómeno 15 M (si se puede llamar así) cumple cinco años de edad. Recuerdo que, dos o tres días antes de aquella primera manifestación, se nos acercaron dos jóvenes para darnos publicidad sobre la convocatoria. Era la primera información que yo tenía sobre una manifestación, atípica entonces, que no convocaba ningún partido ni sindicato, sino directamente un movimiento ciudadano. Fui, un poco por curiosidad, con mi hijo Carlos, que entonces tenía once años, y cual no fue mi sorpresa cuando, en vez de los cuatro gatos que esperaba ver delante de los Juzgados, me encontré con varios cientos de personas que, acaso, había acudido también como yo, por curiosidad.
¿Por curiosidad? Ahora lo dudo. En todo caso, hoy pienso que la curiosidad se refería al resultado de la convocatoria, a su peculiaridad organizativa, pero no al fondo de la cuestión, a su necesidad. Cuando tanta gente que no se conoce coincide en algo así, es porque hay algo en el fondo que, alcanzado un cierto nivel, una determinada magnitud, se puede llamar, siquiera aventuradamente, un proceso histórico de cambio. Cinco años después, uno podría extrañarse o adoptar una visión restrospectiva desencantada: sencillamente porque el cambio nunca es la utopía, lo que uno esperaba o deseaba, sino otra cosa hasta cierto punto, imprevisible (a veces, algo horrible, como ha ocurrido en los países donde, también por entonces, se produjo la llamada «Primavera árabe»). A veces el sueño del cambio degenera en pesadilla. Sin embargo, esto no invalida la reflexión que acabo de hacer: cuando mucha gente coincide en un movimiento ciudadano, en medio de su vida ordinaria, es porque hay algo objetivo (más allá del mero deseo particular de cada uno), una suerte de fuerza, que la hace coincidir. Acaso esto sea la Historia. La Historia que se nos hace de pronto, visible e incierta.
No pretendo aquí, naturalmente, diagnosticar con detalle en qué ha consistido esta fuerza de ruptura, desencadenada en plena crisis financiera neoliberal. Por otra parte, como ya analizara en su día Gramsci en Italia (para intentar explicarse el fenómeno, entonces inédito, del fascismo), una crisis, por objetiva que sea, no puede traducirse en un cambio histórico ordenado si una parte de las élites no rompe con el estatus quo y se suma, desde arriba, al cambio. Es decir, si no se produce una crisis de legitimidad del modelo.
A propósito del 15 M quisiera hacer dos reflexiones en este sentido: ¿en qué ha cambiado objetivamente el mundo, para que la gente salga a las calles y las plazas, como sonámbula y, a la vez, despierta, dando un salto mortal desde su vida cotidiana a la ciudadanía, de la Naturaleza a la Historia? Y en segundo lugar, ¿qué han hecho y qué se puede esperar de ellas aún, en España y en otros países, las élites, en el sentido que apuntaba Gramsci?
A la primera pregunta se puede responder groseramente, pero quizás no descaminadamente, de la siguiente manera: conforme pasan los años, el valor, no sólo económico sino también psicológico, «moral», de nuestra vida (y por lo tanto, del trabajo, la autoestima, etcétera, que cada uno de nosotros podemos esperar de los demás y de nosotros mismos), debe tender necesariamente, a cero. ¿Por qué? Aunque yo estudiara seis carreras técnicas y hablase y escribiese tantos idiomas como el Papa, el valor de todas esas habilidades medido contra el valor del mundo entero (en una economía globalizada), no puede ser sino algo ínfimo que tiende a cero. El valor del mundo, medido en términos de conocimiento, tecnología, capital, información, etcétera, es una magnitud inalcanzable, aun para un Leonardo de Vinci, un Newton o un Einstein. Nuestra vida, en este sentido, ya no tiene ningún valor (en otro, el más importante, sin embargo, es la fuente de todo valor y todo sentido). Pero en un mundo cada vez más globalizado, y donde el poder de decisión no sólo económico, sino político (en el Capitalismo, Estado y Empresa privada son las dos caras de la misma moneda) está cada vez más concentrado, todo ser humano, por extraordinario que sea, es algo tan prescindible como una nubecilla estival.
Ahora bien: lo anterior, siendo algo perfectamente objetivo, un fruto amargo de la Economía Global, no puede pasar desapercibido a la gente (en primer lugar, a los jóvenes que quieren encontrar su lugar en el mundo, pero no sólo a ellos). ¿Por qué? Porque cada uno de nosotros empieza a darse cuenta de que lo es todo para sí mismo y, a la vez, no es nada para los demás. Cobra así de pronto, sin proponérselo, conciencia de su participación en la Historia, que se le presenta como un mazazo, como una historia de cambio o de destrucción personal. Tendríamos que alcanzar la sabiduría de un Diógenes de Sínope para escupir a Alejandro el Grande en la cara. Esto es, la capacidad de romper voluntariamente con la Polis, con el mundo entero que es hoy la Polis, que ya Aristóteles reservaba a las bestias y a los dioses, para permanecer en el estadio de naturaleza que era nuestra vida cotidiana.
Supongamos que esto arroja alguna luz sobre la fuerza objetiva que ha empujado a la gente, fuera de su vida ordinaria, primero a las plazas, y luego a apoyar a partidos políticos nuevos, en España y en otros países (eso que las élites han intentado apresar, para conjurarlo al modo de hechiceros de la tribu, bajo la ambigua etiqueta de «populismos»). ¿Qué cabe esperar de estas élites nuestras?
Yo pienso que, al menos en España, de un tiempo a esta parte hay una crisis de legitimidad, si bien aún muy limitada y circunscrita. Sobre todo, hay una parte del Poder Judicial y Mediático, que está actuando con una cierta autonomía con respecto al resto de las élites. En cambio, otras élites del sistema (como los dirigentes de los partidos políticos tradicionales, a los que pienso que les casa mejor este calificativo que el de «casta»), no se han sumado aún a este proceso de deslegitimación, ni parece previsible que lo hagan en un plazo breve. Pienso que, si el cambio histórico no es fruto de una moda ni algo subjetivo, tarde o temprano estas élites políticas, pagarán su apego al modelo actual, bien en las urnas (como pasó en Grecia), bien en el seno de sus propias organizaciones (en cuyo caso la crisis de legitimidad global se trasvasará a sus propios partidos, produciendo una sana regeneración y una renovación de sus élites internas).
Pero también cabe otra posibilidad: que los poderes tradicionales, político-económicos, acaben por imponerse a nivel global, en cuyo caso eso no modificará el cambio objetivo, sino que sólo lo encauzará, en el sentido de instaurar un mundo en el que, fuera de un uno o un dos por ciento de su población, el resto de la humanidad no valga más que una mota de polvo o una cagada de pájaro. Esto es, el mundo de la Economía Global, que es incompatible a largo plazo con la dignidad humana y con cualquier fórmula de democracia.
Trabajar y callar, y darle gracias a Dios porque alguien se digne a explotarnos de vez en cuando, aunque sea con contratos por horas, equiparando nuestra vida a la de las mariposas.
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