El aliento de Bernhard
Por José Luis Muñoz , 26 marzo, 2015
Hace treinta años cayó en mis manos el primer libro de Thomas Bernhard, El sótano, y en ese mismo año creo que me leí todo lo que encontraba de ese peculiar escritor austriaco nacido en Holanda, hasta el punto de elevarlo a la categoría de mis escritores de cabecera, esos que uno recomienda a ciegas a cualquier persona que ame la literatura. No sé si se trataba de una coincidencia, lo de empezar a leer al escritor austriaco con un libro titulado El sótano, porque esa obsesión, a veces enfermiza, en ocasiones hasta criminal, por esos lugares subterráneos, misteriosos y oscuros de las viviendas forman parte de la cultura austriaca, como recogía un incómodo cineasta austriaco, Ulrich Seidi en el documental En los sótanos, sobre los inconfesables usos que los austriacos hacen de esos espacios, en donde uno esconde lo que no quiere mostrar.
No es Thomas Bernhard un autor cómodo, que produzca un grado de felicidad leerlo sino todo lo contrario. No existen en sus textos puntos y aparte sino que una frase se engarza con otra, y esta con otra, en una especie de turbulencia en la que el autor vuelve una y otra vez, de forma obsesiva y redundante, al tema inicial que gira siempre en torno al dolor, la estupidez humana y la carencia de sentimientos que me produce un impacto, al leerlo, parecido al de Samuel Beckett, un autor próximo en la forma y en el fondo al austriaco. Puede considerarse a Thomas Bernhard como un autor árido, porque te golpea con sus letras lapidarias y descarnadas en las que huye deliberadamente de los adjetivos para obtener una mayor sequedad narrativa, hasta el punto que sus libros parecen haber nacido para ser leídos entre las desnudas paredes vacías de algún frío convento enclavado en un páramo. Sin duda la literatura de este escritor enorme que, sin embargo, escribía textos, por lo general, breves, no hubiera tenido ese aire tremendo de dolor, no habría sido una queja, un grito, si hubiera tenido una vida feliz y no hubiera pasado por vicisitudes económicas, así es que su literatura es una excrecencia de sus vivencias personales, el tapón que estalla en una botella llena de gases sulfurosos. Hijo natural, pobre, criado en el campo y zarandeado brutalmente por un rosario de enfermedades desde su niñez, hubo de buscar un escape, el de la literatura, para dar rienda suelta a su sufrimiento. Así que sumergirse en un libro de Thomas Bernhard lleva como penitencia inherente hacerte partícipe de su desgracia y salir conmocionado de sus páginas.
Quería vivir, y todo lo demás no significaba nada. Vivir y vivir mi vida, como quisiera y tanto tiempo como quisiera. Entre dos caminos posibles, me había decidido esa noche, en el instante decisivo, por el camino de la vida. Si hubiera cedido un solo instante en esa voluntad mía, no hubiera vivido ni una hora. De mí dependía seguir respirando o no. El camino de la muerte hubiera sido fácil. El camino de la vida tiene igualmente la ventaja de la libre determinación. No lo perdí todo, seguí teniéndolo todo. El párrafo pertenece a una novela que escribió en 1978 y que acude a mí en circunstancias extrañas.
Ha querido la fortuna que me reencuentre, muchos años después de haberlo descubierto, con un texto del autor de El sótano escrito para rememorar su etapa como enfermo pulmonar en el sanatorio Grafenhoft en el que pasó dos años de su vida, entre 1949 y 1951. Es una novela corta que se titula El aliento, publicada en Anagrama en 1985, cuando el escritor todavía vivía, y, he de decirlo también, atrozmente traducida. La empecé a leer un día y me arrastró al día siguiente, mientras un autobús me llevaba a mi particular sanatorio de montaña del que la nieve había huido. Pasaban los árboles por la ventanilla, con los primeros destellos de la primavera en ellos, y su prosa me llevaba al helado invierno, al hielo de la desnudez de las paredes de un hospital. Recoge el libro, autobiográficos, como casi todos los que escribió, la experiencia de un joven Thomas Bernhardt, entre la vida y la muerte, recluido en la habitación de los moribundos de la que casi nadie sale con vida, y habla con crudeza de la indiferencia hacia la muerte que se va llevando a sus ancianos compañeros de sala, de cómo las enfermeras, aparentemente insensibles, tapan a los muertos con las sábanas sudarios, se los llevan a la sala de disecciones y arreglan esa misma cama para el siguiente moribundo. El escritor austriaco tenía solo 18 años cuando sufrió esa terrorífica experiencia.
Calificamos de morir la fase final del proceso de ir muriendo durante toda nuestra vida. Al fin y al cabo, nos negamos a saldar nuestra cuenta cuando queremos esquivar el morir. Cuando contemplamos la cuenta que un día nos presentan, pensamos en el suicidio y al mismo tiempo buscamos refugio en pensamientos totalmente innobles y bajos. Olvidamos que lo que a nosotros se refiere es un juego de azar, y terminamos por ello amargados. Solo nos queda abierta al final la falta de esperanza. El resultado es la habitación de morir, en la que se muere, definitivamente.
A la habitación del morir se fue definitivamente a los 58 años de edad dejando una importante obra narrativa, poética y teatral, y concitando a su alrededor un sentimiento de admiración y odio, a partes iguales, entre los austriacos, pueblo, el suyo propio, contra el que disparaba inmisericordes dardos a través de sus escritos, desde El aliento mismo, quizá por haber sufrido en sus carnes una educación nacionalsocialista.
Al pueblo, sin embargo, le gustan esos desfiles más que nada, y se apresura en ir en tropel a esos desfiles, siempre se ha sentido atraído, en todas las épocas, por lo militar y por la brutalidad militar, y la perversidad en esa esfera es en los países alpinos, donde la estupidez se ha hecho pasar siempre por diversión, incluso por arte, una perversidad máxima.
El escritor austriaco era un nihilista convencido: Lo que pensamos ha sido ya pensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos es oscuro. En su última voluntad Thomas Bernhard hizo gala del desprecio visceral que sentía hacia el nacionalismo austriaco y ordenó que su obra inédita no fuera publicada en el país en donde creció. Su último aliento, como su vida, fue sulfuroso, lapidario, como su obra. Un escritor imprescindible. No se lo pierdan, aunque lo sufran.
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