El amigo del camarada presidente
Por José Luis Muñoz , 18 abril, 2020
Llama la atención que un tipo aparentemente tan duro como Luis Sepúlveda, del que desgraciadamente nos hemos despedido por culpa de esta terrible pandemia, no utilizara más su propia experiencia personal para nutrir su obra narrativa, porque su vida fue de película, de novela en su caso. Puede que le pesara mucho su peripecia vital como para literaturizarla. Los que han sufrido en su piel la tortura y han sentido en el cuello el aliento de la muerte tratan de minimizar sus experiencias extremas. Recuerdo a una amiga argentina que un día, ante una taza de café, después de muchos años de silencio, me habló de cómo la Triple A había despedazado con una bomba a su marido y un siniestro Falcon se había llevado, para no devolverlo, a su compañero y amante cuando enviudó. Lo que hicieron con ella lo omitió. Nunca hablan. No pueden. Les causa demasiado dolor hacerlo.
Aunque fue mundialmente conocido Luis Sepúlveda por su exitosa novela Un viejo que leía novelas de amor, que fue llevada al cine, al luchador y guerrillero se le encontraba más en El fin de la historia, en su alter ego Juan Belmonte. Allí hablaba de su experiencia guerrillera, de su pertenencia al Grupo de Amigos del Presidente que estuvo resistiendo con Salvador Allende hasta el último momento en el Palacio de la Moneda a los golpistas, del torturador chileno Miguel Krassnoff , nieto del jefe cosaco Piotr Krasnov a quien León Trotsky perdonó la vida sin saber que el hijo del amnistiado engendraría un monstruo en las entrañas de su mujer.
Luis Sepúlveda fue un luchador social, y lo hizo tanto con la pluma como con la metralleta. Yo siempre escribía, pero cuando era necesario coger el arma la cogí. Fue torturado en Chile, pero sobrevivió a la dictadura de Augusto Pinochet; se embarcó en la aventura boliviana, en la sandinista, en todos los conflictos sangrientos, a favor de los desfavorecidos y parias de la tierra, que en esos años durísimos cebaron de sangre humana los campos de Latinoamérica con un sinfín de golpes militares promovidos por Estados Unidos.
Conocí a Luis Sepúlveda, y a su mujer la poeta Carmen Yáñez, inseparable de él, en la Semana Negra de Gijón, la ciudad costera asturiana en donde fijó su residencia y en donde yacerá para siempre. Me veo tomando una cerveza con él detrás de la Carpa de los Encuentros del festival asturiano decano de todos los eventos relacionados con la novela negra, en el muelle El Musel, una tarde de sol, poco antes de una intervención mía y que él saliera de la suya. Tenía unas manos enormes con las que apretaba a conciencia al estrechar. Todo él era grande e imponente, fruto quizá de su sangre mapuche. No le pregunté entonces si era aquel joven con traje y corbata que empuñaba una metralleta en esa foto icónica de Salvador Allende saliendo con casco del Palacio de la Moneda para acabar sus días poco después de un disparo en la cabeza en su despacho, pero hoy la he vuelto a mirar, he ampliado la foto de ese guardaespaldas presidencial y no tengo dudas de que era él.
De Luis Sepúlveda envidiaba mucho su morrión del ejército rojo, de pelo oscuro, con el escudo de la URSS de la hoz y el martillo sobre fondo rojo que campaba en él, ese mismo morrión que compré en Praga y perdí como consecuencia de un altercado con un taxista hooligan.
Se ha ido Luis Eduardo Aute, se han ido, con pocas horas de diferencia, Luis Sepúlveda y Rubén Fonseca, y se irán más por culpa de este castigo que la naturaleza nos está infligiendo. Sigue la muerte campando a sus anchas y lo único que pedimos es que no nos lleve todavía. ¡Cuánto dolor!
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