El Brexit y la Europa de los Pueblos.
Por Carlos Almira , 24 junio, 2016
La decisión, adoptada ayer por referéndum, por los británicos de abandonar la Unión Europea, puede ser vivida como una catástrofe por las élites políticas y económicas, no ya de Bruselas sino del mundo entero. Y con razón. Hasta ayer, la Democracia Representativa, el Estado de Partidos, de un lado, y las reglas del juego impuestas por estas élites en todo el mundo, del otro, podían marchar de la mano sin demasiados sobresaltos. La globalización económica, tecnológica, de la información, se nos decía (y se nos dice aún), volvería cada vez más obsoletas las estructuras tradicionales del Estado Moderno, «nacional», y en especial, la soberanía de los distintos países, a la hora de tomar las decisiones más importantes para nuestra vida.
Es más: en el proyecto neoliberal alentado desde los años 1990, la consolidación de estructuras supranacionales tenía entre otros, el objetivo de barrer de la Historia estas «reliquias» del pasado, no sólo por obsoletas sino fundamentalmente, por peligrosas y contraproducentes. No hay que olvidar que la Democracia precisa siempre de un territorio concreto, donde la ciudadanía pueda realizar su voluntad como sujeto político. Este espacio, que fue en la antigua Grecia la Polis, y en la Edad Media algunas ciudades mercantiles, escapadas al poder del señor feudal y aún no sujetas al poder del Rey, en el mundo moderno, después de la revolución Norteamericana y Francesa, fue el Estado Nación, constituyente. La Democracia pues, tal y como la conocemos históricamente, ha estado siempre vinculada a un espacio físico, simbólico, claramente delimitado, que el poder económico y político desbordó hace tiempo. Nunca ha existido un Imperio Democrático.
Acaso había y hay, en el fondo, una contradicción insalvable entre la soberanía estatal (como espacio político popular, o nacional), por una parte, y las decisiones que, siempre a favor de estas élites políticas y económicas, exige la economía global, como espacio político de las élites económicas mundiales, por otra. En buena medida, este programa de substitución progresiva del sujeto soberano, en favor de una oligarquía política y financiera global, se venía cumpliendo con una precisión de relojería al menos desde los años 1990. Hasta ahora.
Por otra parte, también es verdad que el rechazo a esta oligarquización, a esta destrucción de la base territorial e ideal de la democracia posible, ha dado y seguirá dando alas a las opciones más xenófobas, a la extrema derecha, que en toda Europa, sigue y seguirá esgrimiendo sus argumentos nacionalistas, islamófobos, xenófobos, equiparando soberanía y nación en el sentido más falaz y peligroso, y antidemocrático, de la palabra. No se olvide que el auge del fascismo y el nazismo en el período de entreguerras se debió, también, a un fracaso de los mecanismos parlamentarios tradicionales, profundamente corrompidos por estas élites que, hasta entonces, habían servido al poder social para reproducir su sistema de dominación, con elecciones y partidos políticos o sin ellos.
También es cierto que el mecanismo del referéndum, a diferencia del Estado de Partidos, es un instrumento inmanejable por el poder económico y político oligárquico. Cuando un Partido gana unas elecciones, no accede al poder sino sólo a la administración del gobierno. El gobierno, en un estado parlamentario, no tiene el poder sino sólo algunos resortes y mecanismos de la administración. Desde 1945 en la Europa capitalista, el poder, que reside no en las instituciones del Estado sino en la sociedad real, en las relaciones concretas, sociales (que son la verdadera política), siempre ha sabido servirse de aquéllas para sus fines. Sin embargo, el referéndum, al dar a una parte potencialmente descontenta de la población la posibilidad de manifestarse, de expresarse contra los intereses del poder social real, se convierte en un instrumento peligroso, arriesgado, y que muchos tacharán de antidemocrático y populista, aduciendo a veces ejemplos históricos auténticos (como el bonapartismo, o los referéndums convocados muchas veces por las Dictaduras).
Hay, sin embargo, una falacia de fondo que ha permitido y permite aún justificar el manejo del Estado de Partidos por y en favor siempre de estas élites, que nunca se presentan a las elecciones. Esta falacia consiste en suponer que, como en una Democracia Representativa el Gobierno es el resultado de la voluntad popular, expresada en las urnas, éste está legitimado siempre, hasta que se produzca una nueva consulta, para tomar las decisiones políticas (que, puesto que el poder social no cambia con las elecciones, siempre son del mismo tipo, favorables a las élites), que considere oportunas. La falacia consiste en suponer que, como los votos dan en una Democracia la legitimidad para decidir a un Partido y al Gobierno que éste apoya, estas decisiones son siempre, per se, legítimas. Eso sería como decir que, puesto que el Código Civil da a los padres la patria potestad sobre los hijos, todas las decisiones que los padres toman con respecto a ellos también son siempre legítimas. De esta manera, el contrato social que subyace, siquiera formalmente, en toda democracia, se convierte en un cheque en blanco, en una fuente ilimitada de legitimación, que siempre juega a favor de quienes de verdad mandan y deciden, en el día a día, en la marcha de la sociedad.
Ahora bien. Cuando el resultado de este día a día perjudica objetivamente a la mayoría de la población, poner en manos de ésta la posibilidad de expresarse en un referéndum, sobre decisiones tan arriesgadas como el Brexit, es como poner una pistola en manos de un niño. Así deben razonar los que mandan, para quienes el pueblo es siempre un niño (como lo era para los viejos Reyes de Francia), lleno de buena fe, pero ignorante y a merced de los demagogos de turno, salvo cuando sirve sumisamente a sus intereses.
¿Y si resulta que la democracia, que exige una base territorial y simbólica de soberanía, es incompatible con la Economía/Política global? ¿Qué haría yo, si pudiese y si formase parte de esas élites mundiales, en este caso?
En primer lugar, acentuaría el recurso a la manipulación y la propaganda: procuraría confundir a la opinión pública, convenciéndola de: a) que, en verdad, está mejor de lo que está; b) que los que se quejan y tratan de movilizarla para sus oscuros fines, son todos iguales, populistas, radicales, antisistema (el famoso lugar común de que los extremos se tocan); y c) que el apego a los nacionalismos, los estados, las soberanías, y un largo etcétera, no sólo carece de futuro, sino que puede amenazar, destruir, la solidaridad entre los pueblos, el progreso y el futuro de la humanidad, como toda fuerza que intenta ir contra el sentido de la Historia.
Ahora bien. Si resultara que, a pesar de todo esto, la globalización de la Economía provocase de facto una creciente pauperización de las masas, una proletarización de la clase media, tan objetiva que no pudiese ya negarse ni con la propaganda más machacona, refinada, entonces quedaría el recurso de sumarse a uno de los extremos: de culpar al extranjero de todos los males; fomentar la xenofobia, el racismo, y el nacionalismo agresivo; de exacerbar la guerra contra el otro, el odio, el terrorismo global, el miedo; en una palabra, un nuevo fascismo, de recambio.
¿Y para qué? Primero, para abortar cualquier posibilidad de insurrección pacífica, de huelga, de desobediencia civil y ciudadana, popular, de «verdadera» democracia, de desmantelamiento de la Economía Global en favor de la Economía Real de la mayoría, desde el ejercicio real del poder ciudadano, en la calle como en las instituciones. De esta manera, y en segundo lugar, se conseguiría el apoyo de amplios sectores populares que, con estos señuelos (y con la posibilidad abierta de desahogar periódicamente su frustración mediante cierta violencia callejera, más o menos controlada, como ocurre después de muchos partidos de fútbol), un apoyo precioso para los intereses de los de siempre. En suma, la alianza de la chusma y el gran capital.
Da miedo pensarlo (y el que escribe esto, espera no verlo cumplido). Como decía Walter Benjamín, toda revuelta democrática popular fracasada es una oportunidad histórica para alguna forma de fascismo. La corrupción de los Partidos Políticos daría la campanada de salida. Y sonaría la hora de los Le Pen y tantos otros, a quienes aún se conjura como populistas (¿por cuánto tiempo?). Por eso acaso hoy sea más urgente que nunca, movilizarse todos y todos por la democracia, y estar con los de abajo. Siempre con los de abajo.
Esta Europa está muerta. ¡Viva una nueva Europa de los pueblos!
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