El castillo de Bojnice
Por José Luis Muñoz , 2 noviembre, 2015
De nuevo de punta a punta de este país tan alargado como bello. Hoy el camino es bastante más interesante que el destino. Y el camino me lleva de parajes paradisiacos de suaves montañas con los colores del otoño en todo su esplendor, a ciudades industriales, grandes, destartaladas, que todas ellas son fábrica. De los hayedos, paso a las refinerías de petróleo, las centrales térmicas alimentadas con masas de troncos y carbón. De los pueblos rurales enclavados en prados de un verde imposible entre bosques, a ciudades con bloques de hormigón, que parecen la única herencia visible de su pasado comunista.
Dejo los Cárpatos a mi espalda, y su espectacular parque nacional de Tatra para otra ocasión. Entro en una autopista unos pocos kilómetros y salgo de ella para conducir por una carretera en obras continuas. Las demoras son incontables. El tráfico de camiones, incesante. En una de esas colas por circulación alternativa regulada por semáforo, un conductor joven se desvanece en su coche que queda varado en medio de la carretera hasta que llega la policía a hacerse cargo de él.
El comunismo pasó por este país, y por la vecina Chequia, sin dejar ninguna impronta salvo su rechazo; impuso sus normas rígidas, pero no cambió la mentalidad de sus gentes y, en cuanto cayó el castillo de naipes, todo volvió a ser como antes. Los países que formaron el antiguo Telón de Acero son los más reaccionarios ahora, vivero de ultraderechistas xenófobos como Viktor Orban, el presidente de Hungría. Eslovenia envía tropas y tanques a la frontera con Croacia para detener la marcha de los refugiados. Ya lo eran antes. Al antisemitismo ancestral de toda la zona se une la islamofobia derivada del dominio otomano de la región.
Sospecho que hay elecciones en Eslovaquia. Un panel publicitario muestra la foto de un joven líder político eslovaco pidiendo el voto con la cruz patriarcal de doble travesaño y en letras enormes la leyenda Stop Inmigratión que resulta paródico en un país en donde no he visto un solo emigrante si exceptúo al español del castillo de Spissky. La ultraderecha que siempre utiliza las cruces cristianas como símbolos de su ideología conservadora ignorando que Cristo era un izquierdista y ahora sería anticapitalista. Centroeuropa, salvo Alemania, sigue siendo la reserva blanca que se resiste al mestizaje.
La población de Bojnice está a muy pocos kilómetros de una ciudad grande e industrial, y fea, añadiría. El castillo se ve a lo lejos, destaca con su imponente estructura de almenas y torreones con tejados cónicos muy del gusto francés. Llego justo cuando empieza la última visita guiada y tras dar muchas vueltas para aparcar el coche porque no hay indicaciones de ningún tipo.
Empezado a construir en el 1100, la fortaleza ha sufrido un sinfín de reformas hasta adquirir el aspecto de castillo de cuento de hadas de la factoría Disney de la actualidad. El castillo es inmenso y se accede a sus cuatro plantas por la escalera de caracol de amplios escalones de abanico de uno de sus torreones cilíndricos. Bojnice me recuerda a alguno de los castillos de Luis II de Baviera, aunque en su emplazamiento, muy próximo a la población, difiera. Además es más exquisita la decoración de los castillos del Rey Loco.
Confieso que me cansan los castillos, que no son mi fuerte salvo los del Loire, por su belleza, o los de Baviera por la excentricidad de su monarca mecenas de las artes. Pasear por sus estancias, sino hay buenos cuadros, me parece un esfuerzo inútil. Hay una cierta severidad en todas las salas que voy viendo cuando la guía y el grupo me dejan a solas para hacer algunas fotografías. Algunos artesonados de los techos son notables en las salas más regias. Los dormitorios son deprimentes, con sus camas con cobertores de color carmín oscuro, muebles rústicos de madera y la escasa luz que se filtra por los ventanales. En cada estancia hay una enorme estufa de porcelana. Por los ventanales emplomados se puede disfrutar del paisaje de los jardines que hay alrededor del castillo, así es que por uno de ellos veo a una novia que arrastra la cola blanca de su vestido blanco de organdí por un cuidado prado ajardinado de las proximidades, de la mano de su novio y el fotógrafo que inmortalizará su día de felicidad. Pero la decoración general del edificio no es armónica. Relojes, espadas, pieles de jabalí, cornamentas de ciervo, muebles de marquetería, se distribuyen por las habitaciones sin mucho concierto. No puede faltar la sala china, con piezas enormes de la dinastía Ming, muebles milimétricamente decorados, altorrelieves y papel de seda en las paredes; ni tampoco la de música, la de las señoritas, con su piano y cuadros ligeramente sensuales y evocadores de la poesía en sus paredes.
La Sala de Oro es de las más suntuosas y tiene en sus paredes los mejores cuadros. El techo es un trabajado artesonado dorado. Los cuadros, grandes, son de Václav Brozik y retratan secuencias de la vida aristocrática con personajes de rostros atractivos. También son notables los retratos de infantes impecablemente vestidos, luciendo pelucas y con arrebol en las mejillas. Pero quien me llama agradablemente la atención es una bella mujer de cabello negro con traje de terciopelo azul oscuro y botonadura dorada de uno de los retratos que cuelgan de las paredes de la sala. Lo opuesto a la fealdad de los retratados del castillo de Bratislava.
La capilla es gótica y de suelo ajedrezado y alguien decidió convertirla en una especie de Capilla Sixtina decorándola de arriba abajo, desde las paredes hasta el techo, con pinturas murales no muy afortunadas si se las observa con detalle, aunque el conjunto resulte.
En la planta baja hay un enorme aposento que se debía utilizar como sala de festejos y bailes, decorada con retratos de antepasados del castillo y escenas cinegéticas. Quizá también tuvieran lugar allí las reuniones de cazadores alardeando de las piezas cobradas.
En la cripta están los sarcófagos de mármol rosado en donde reposan los restos del último propietario del castillo, el conde Ján Frantisek Palfi, y de sus antepasados. Su sepultura es un desmesurado sarcófago de mármol rosa sin apenas elementos ornamentales. Y más abajo, accediendo por una puerta que se abre al jardín que rodea el conjunto, una gruta con escasos atractivos.
A las cuatro el hambre aprieta y bajo en coche a la ciudad. Encontrar un aparcamiento libre de pago, cuesta. Una mujer que habla perfectamente castellano, me indica una plaza en donde podré dejar el coche sin problemas, junto a una iglesia y la oficina de correos en donde trabaja. El novio español le habrá enseñado el idioma.
Anochece cuando busco un restaurante. No me apetece ir de uno en otro, para elegir el más adecuado, así es que entro en el primero, por comodidad y hambre. Pido una ensalada griega que lleva feta, aceitunas negras y lechuga; salmón a la plancha con salsa de crema de leche acompañado de verdura al dente; y creme brulé con frutos del bosque, que será lo mejor de la comida. El local es agradable y la decoración tiene motivos cinematográficos. En un plasma proyectan una película eslovaca en blanco y negro rodada en los montes de Tatra.
Mientras paladeo una cerveza turbia, me fijo en la familia que come delante de mi mesa, que está muy próxima a la entrada del restaurante. La madre es muy elegante, presumida y bella; el padre es vulgar. Las hijas, grandotas, han heredado la vulgaridad del padre.
Pago la cuenta con la tarjeta y salgo. No puedo hacer una foto nocturna al castillo porque no lo iluminan. Encontrar mi alojamiento es complicado. El GPS no lo localiza porque está en una calle que se convierte luego en camino forestal asfaltado, bien apartado del núcleo urbano. Finalmente ruedo por una carretera que sube por los alrededores del castillo y encuentro un enorme edifico que parece de la época comunista. Un tipo que está podando árboles me abre la puerta del edificio, cerrada con llave, y se sienta tras el mostrador de recepción. Hace una llamada a la dueña. Hace comprobaciones de mi identidad y me alarga la llave de la habitación 11. Creo que soy el único huésped de un hotel que no está muy rodado y quizá esté inaugurando. Una mujer me llama al teléfono de la habitación y me pregunta a qué hora quiero desayunar. Le digo que a las 8. Mañana quiero llegar a Núremberg, a ser posible con la luz del sol.
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