EL CÍRCULO VICIOSO DE LA CORRUPCIÓN EN ESPAÑA
Por Carlos Almira , 7 febrero, 2014
Los datos son abrumadores y desde hace tiempo, conocidos: desde expresidentes, exministros, exsecretarios de Estado, hasta exalcaldes y exconcejales de cualquiera de los Partidos que ocupan hoy la administración en España, junto a sus asociaciones afines (sindicatos mayoritarios, y patronal), acaban su carrera política recolocados en grandes empresas privadas o “públicas”; o bien como asesores y jefes de servicio de las distintas áreas de la Administración. Entre los políticos de alto nivel (expresidentes, exministros, exsecretarios de Estado), es frecuente el desembarco en multinacionales del sector energético (Endesa, Gas Natural Fenosa, Iberdrola), de las telecomunicaciones (Telefónica), en los grandes Bancos (Santander, Barclays España), estos últimos estrechamente vinculados con el negocio inmobiliario. Entre los cargos políticos de segundo y tercer nivel, es destacable el papel de los Partidos y sus asociaciones afines en España, como auténticas agencias de colocación indirecta, alcanzando la cifra de 145. 000 empleados a mediados de 2013 (la mayor parte de ellos en la propia Administración, pero también en las empresas del IBEX, donde aportan casi 1/3 del total de los trabajadores, o como asesores y personal vario de las distintas cámaras legislativas, incluido el Parlamento Europeo). Todo esto está sobradamente documentado
Constitución española de 1978.
y es conocido desde hace años por la opinión pública, aunque la indignación es mucho más reciente, y sólo arranca desde los comienzos de la crisis. Y es posible que sólo sea la punta del iceberg.
Sin embargo, la interpretación de estos hechos está aún, en mi opinión, bastante verde. La idea dominante en este sentido tiene un carácter básicamente moral: la mayoría de nuestra “clase política” carece de altura y de valores; no tiene una verdadera vocación de servicio público; se nutre con lo peor (la morralla) de la sociedad civil; y sólo está en política motivada por el medro personal. De ahí, según está interpretación moralizante, que los recursos públicos y el propio Estado Español estén hoy por hoy, corrompidos hasta la médula. Es como si una banda de ladrones, de malhechores de toda especie, se hubiese apoderado del Estado por sorpresa.
Sin eludir el aspecto moral de la cuestión, creo que este enfoque no explica lo esencial y distorsiona buena parte de la realidad que, por desgracia, nos ha tocado vivir. Lo que llamamos corrupción (política, económica, judicial, institucional) en España no es, en mi opinión, una anomalía del sistema, algo que le haya sobrevenido por la ínfima categoría moral de buena parte de nuestra “clase política” y sus afines, sino algo inherente al régimen constitucional y parlamentario español, tal y como salió de la supuesta Transición a la Democracia. Desde luego, es algo incompatible con el Estado Público que implica la Democracia, pero no con un régimen parlamentario. Ésta podría ser nuestra primera clave interpretativa relevante: el Estado de Partidos es un sistema de poder privado.
Si esto es así, lo que tenemos en España hoy no es una corrupción moral a gran escala, sino un sistema político cuyos engranajes funcionan en base a un equilibrio permanente, a un flujo de favores y servicios constantes entre los gestores políticos y los distintos grupos con intereses en la economía y la sociedad de nuestro país. Ahora bien, puesto que esta economía y esta sociedad se basan en la acumulación de Capital y en el beneficio empresarial privado, en la privatización continua y creciente de la riqueza social, es lógico que ese flujo se substancie básicamente con recompensas materiales. Los intermediarios del mismo son las propias organizaciones, partidos políticos y afines con poder territorial, de una parte; y las empresas y administraciones (pues en este esquema, ¿qué es el Estado sino una organización privada?) por otra. Y se hacen visibles a través de sus dirigentes respectivos.
Las consecuencias de esto son, como vamos a describir sucintamente, de largo alcance, profundas.
¿Cómo pueden favorecer nuestros gestores políticos los intereses del sector empresarial de turno? En primer lugar, produciendo un marco legal adecuado a ellos: por ejemplo, en política fiscal; en la legislación de las relaciones laborales; o de aquellas parcelas, como seguridad e higiene en el trabajo, medioambiente, etcétera, que inciden más o menos directamente en los costes y los márgenes de beneficio de las empresas. En segundo lugar, mediante los contratos, adjudicaciones y subastas del Estado, desde las obras públicas hasta el suministro de bienes y servicios a las distintas administraciones. En tercer lugar: desarrollando una política internacional de promoción de “nuestras” empresas allende las fronteras (la llamada “Marca España”, en cuya suerte se hayan tan implicadas instituciones clave como la Corona); bien propiciando acuerdos con otros países para las inversiones de las mismas en el extranjero, en las condiciones más ventajosas posibles, y para las inversiones extranjeras en España. Por último, aunque la lista podría alargarse bastante más, favoreciendo la privatización del propio Estado en sus fuentes mismas de financiación, vía Deuda Pública (lo que, de paso, otorga a estos intereses empresariales, canalizados por instituciones transnacionales como el BCE, el FMI, el Banco Mundial, etcétera, una intervención directa en la soberanía nacional, mediante la negociación del Presupuesto, o incluso la reelaboración de la legislación básica del país, incluido el marco constitucional).
Naturalmente, la maraña de intereses comunes, compartidos por el sistema político y el sistema empresarial, abarcaría muchas más facetas a distintos niveles: desde la política de recalificación del suelo en el ámbito municipal y autonómico, hasta las concesiones de todo tipo realizadas a favor de Cajas de Ahorro, Clubes de Fútbol, Asociaciones afines, etcétera. Por supuesto, los gestores políticos no limitan su actividad a favorecer estos intereses privados, (no es necesario identificar, como hacía el marxismo clásico, al gobierno con el consejo de administración de la burguesía); ello por una razón muy sencilla: el acceso al poder político en el Estado de Partidos se hace, in extremis, por la vía de las urnas, lo que implica ganarse y conservar el favor de una parte de la opinión pública, que permita conservar y si es posible, aumentar las propias bases de poder territorial. Sin embargo, los gestores políticos evitarán, sea cual sea su signo y color, en la medida de lo posible lesionar estos intereses básicos al sistema, que no son sino la expresión de una determinada distribución del poder social. Nuestros gestores se dedicarán pues también, hasta cierto punto, a proteger y fomentar determinados intereses sociales, (vía gasto social), pero sólo en la medida en que esto no perturbe su función básica como administradores privados de la soberanía.
Una función básica de los Partidos Políticos y sus organizaciones afines en el Estado de Partidos es construir, favorecer el consenso público imprescindible para la perpetuación de un tal estado de cosas. Por otra parte, desde hace ya mucho tiempo la opción de un Estado Público (esto es, de un Estado con vocación democrática) es algo que cae ya fuera de las posibilidades normales y cotidianas de las clases políticas nacionales.
Estas son, muy resumidas, algunas de las consecuencias de lo que llevamos dicho:
-Los Partidos Políticos, como sus organizaciones afines, no pueden, en estas condiciones, tener un funcionamiento (organigrama y estructura) democrático, por las mismas razones por las que no pueden tenerlo las empresas privadas. ¿Qué sería de un Estado como el que hemos descrito si su clase política se reclutase democráticamente dentro de sus organizaciones respectivas? ¿Qué sería, en el actual orden de cosas, de cualquier empresa, privada o “pública”, cuya política de compras, ventas, personal, distribución de resultados, etcétera, quedase en manos de una asamblea abierta y libre? Por supuesto: la legitimación de la empresa privada es la eficacia, que se mide por el beneficio; la legitimación de los Partidos y Organizaciones afines, es también la eficacia, que se mide en este caso por la aprobación social (opinión pública, elecciones, etcétera). Para conservar y fomentar esa aprobación, las organizaciones políticas y afines deben aparentar un funcionamiento democrático, tanto en sus discusiones y decisiones internas como en la selección de sus cargos a través de congresos u otros procedimientos asamblearios. Pero la lógica profunda del funcionamiento de los Partidos y sus afines no puede violentar su función básica última, que hemos descrito. Es decir, es incompatible (con primarias o sin ellas) con una democracia plena.
-El Estado de Partidos tampoco puede organizarse y funcionar contra esta lógica: así por ejemplo, la división de poderes, esencial para la Democracia, deberá ser incompleta e imperfecta; la independencia del Poder Judicial estará mediatizada en un tal estado de cosas, al menos en los tramos superiores de la Carrera Judicial, por esta misma lógica que hace del Estado, vía Partidos y afines, un gestor “público” del poder social. Naturalmente, siempre podrá haber jueces (más jueces que fiscales, y más jueces de los peldaños inferiores e intermedios que de la cúspide del llamado poder judicial) que antepongan el Derecho (por esencia, público) al interés (por esencia, privado). Pero esto no alterará el sistema tal y como existe.
-¿Y los ciudadanos? En esta situación, fuera de coyunturas de crisis especialmente agudas, su función será asentir y votar cada cuatro años. Los ciudadanos somos la materia prima del poder social. Una suerte de comparsas. Cualquier actuación que rebase estos márgenes sistémicos, amenazará el actual orden de cosas y será presentada a la opinión pública como un peligro para la “democracia” con la que se identifica el propio Estado de Partidos.
En estas condiciones, si en lo que llevamos dicho hay algo de verdad, la corrupción debe entenderse al menos, en dos niveles distintos: en el plano penal, esto es, el que define el cohecho, la prevaricación, la estafa, etcétera, en los que pueden incurrir determinados grupos e individuos; y en el plano institucional, donde consiste sencillamente en anteponer, en todo momento y sistemáticamente, en especial cuando colisionen, los intereses privados al interés público general. La corrupción como delito será perseguida, y ello contribuirá a legitimar aún más si cabe el orden de cosas donde la corrupción como privatización del Estado es el orden natural de las cosas.
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