El clásico, el baquiano
Por Eduardo Zeind Palafox , 26 mayo, 2014
Devaneamos en nuestra biblioteca oscura, solitaria, misteriosa, sin saber qué libro tomar; algunos, los más altos, los clásicos, pertinaces, nos ofrecen aventuras de griegos, de militares romanos, o de caballeros andantes desatinados que por amor movieron y ganaron palizas y reinos; otros, los más bajos, los modernos, líricos, sangrientos, grotescos, nos convidan con su realismo, con su manejo de la verdad sin embozamientos morales; por último, los que están en medio, los de poesía o teatro, los de quehacer humano, que es decir raquíticos, cantan y gimen para llamar nuestra atención, y lo hacen con sus lindos títulos, que son en sí mismos poesía.
No sabemos qué leer, y ante tan desvaído discernimiento optamos por los clásicos, “que ya no pueden defraudarnos”, a palabra de Borges, por los libros que han fundado países o mitologías, que son países que viven en nuestra mente. Recordamos que tenemos un amigo argentino y otro alemán. ¿Leeremos a Goethe o leeremos a Sarmiento? Elegimos a Sarmiento porque es más nuestro amigo, porque se parece más a nosotros, hijos de las asperezas quevedianas y de los risueños ademanes de Cervantes. Abrimos su gran libro, el `Facundo´, al azar, y nos encontramos con la sección que habla sobre el “baqueano”, que es hipercorrección de “baquiano”.
Dice Sarmiento con prosa elegante y latinoamericana, romántica, que el “baquiano” es un “gaucho grave”, “reservado”, el mejor “topógrafo” que podríamos encontrar. La palabra “topógrafo” recuérdanos la palabra “topografía”, que nos recuerda a “utopía”, que es un lugar imaginario. Los escritores aderezan lo que viven con su imaginación, y por eso nació el arte de historiar, de contar historias, arte que no debemos desmentir, puesto que en él yace la substancia de toda cultura. Desmentir los mitos, pensaba el helenista Nietzsche, es destruir la cultura, el culto que una sociedad ofrece a algo, a alguien, ya al agua, ya a la tierra.
Cerramos el libro y recordamos que debemos respirar merced al suspiro que las letras de Sarmiento, que son letras clásicas, nos ha causado. ¿No son los libros clásicos como topógrafos que nos salvan en el andurrial áspero que es la existencia? La catalepsia que las desventuras de la vida nos provoca se palia o cura con la catarsis que vivimos al leer los clásicos. Alardeamos de nuestro progreso, de nuestra ciencia, pero nunca reparamos en lo débiles que somos o en la inutilidad de nuestro conocimiento más allá de las ciudades. ¿De qué astronomía disponemos sin tener telescopio? ¿Qué química sabemos sin el consejo del microscopio? ¿Qué literatura hay en el día sin filología?
Abrimos otra vez el libro de Sarmiento y leemos que el “baquiano”, cuando su cliente está perdido en la pampa, cuando la oscuridad es impenetrable y es menester orientarse, inventarse una “metafísica”, a decir de Ortega, “arranca pastos de varios puntos, huele la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce”. ¡Qué deliquio da leer el `Facundo´! Los clásicos nos enseñan a usar todos nuestros sentidos y hasta a usarlos de modos singulares. ¿Podemos escuchar con los ojos? Sí, y Quevedo lo ha dicho. ¿Podemos observar con la boca? Sí, y Sarmiento, que nos habla del “baquiano”, lo muestra.
Un libro clásico o “baquiano” es autónomo, sabe leer la elocuencia del mundo, sabe oír el “logos”, lo que le dice el viento al río, éste al bosque y éste con el murmuro de sus hojas al enamorado. La elocuencia es la capacidad de explicar, de explicarse, de demostrar con argumentos propios nuestras ideas. El “baquiano” es elocuente, entiende de asuntos taxonómicos, y con sus propios recursos interpreta lo circundante; tiene, dirían los latinos, la “subtilitas applicandi”, la capacidad de aplicar lo que comprende y lo que explica. El “baquiano”, como el soldado romano descripto por Plutarco, sabe la cantidad de enemigos que arrostrará mirando el polvo que levantan los tales; sabe, además, leer el movimiento de avestruces, gamos y guanacos, que delatan la dirección del contrario, y viendo el vuelo de cóndores y cuervos adivina si el enemigo ha abandonado su campamento o si ha muerto en la estrecheza.
Los clásicos se distinguen de los libros modernos, que son meros tenderetes de palabras fabulosamente hilvanadas, porque pusieron nombres a las cosas, porque conceptuaron, objetivaron o acotaron intuiciones vagas, para hablar kantianamente. En el libro de Job, por ejemplo, a la “confianza” se le llama “piedad” y a la “integridad” se le dice “esperanza”; en el `Quijote´, recordemos, las “armas” son “arreos” y el “pelear” es “descanso”. Mientras los libros modernos usan palabras, léxico convenido, los clásicos usan nombres, que son espejos de los objetos, según santo Tomás. Los griegos no distinguían entre “palabras” y “nombres”, y a ambas cosas las llamaban “ónoma”. Tal quiere decir que las cosas eran alguien y no sólo algo; alguien, dioses eran las cosas.
Un libro hecho de dioses es más interesante, seamos honestos, que un libro hecho de cosas. Los libros que están hechos de dioses, de almas, son templos que hablan, lugares con los que podemos dialogar, en tanto que los otros son libros que para hablar necesitan de la interpretación de hermeneutas, filólogos, literatos y críticos, arqueólogos todos amantes del substantivo. El `Facundo´ de Sarmiento, aunque echa mano de una prosa a veces fastidiosa y lábil, es elocuente y soslaya el simbolismo, que según nuestro Leopoldo Alas es “pobreza de inspiración imitativa” y “falta de interés real”. El buen Quijote ve el yelmo “de” Mambrino donde otros ven una simple cosa, una bacía, un vacío; en la pampa del `Facundo´ el gaucho ve relaciones donde otros ven simples vacíos, fenómenos aislados. En el `Martín Fierro´, libro fundador de Argentina, hay los siguientes versos, que ilustran muy bien el ardid que los grandes autores clásicos esgrimen para animar objetos, para darle alma al barro:
“Su esperanza es el coraje,
su guardia es la precaución,
su pingo es la salvación,
y pasa uno en su desvelo,
sin más amparo que el cielo
ni otro amigo que el facón”.
Edvard Zeind Palafox
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