El dedo perdido en el aire
Por José Luis Muñoz , 15 abril, 2016
El gesto inaprensible por la palabra. Ella fue ajena a él, claro, un movimiento reflejo como la salivación ante un manjar. Pero a mí no se me escapan los detalles. Buscaba, con la complicidad de mi dedo, rozar su cadera juvenil, una broma de antaño, de cuando éramos felices, o éramos, y ella hoy reaccionó con rechazo, hizo un quiebro brusco de cintura y mi dedo terminó en el aire como esas manos que uno aventura y nadie estrecha. De cómo un gesto pequeño viene a decir tanto. Así es que de pronto, con este gesto, me convierto en un extraño para ella que piensa que siempre lo fui, y ella, en ese momento entra en la categoría indefinible de los que en un momento fueron mucho y ahora no son nada. El maldito y pequeño gesto que me ha abierto los ojos ocho años después de mi huida, el maldito y pequeño gesto que sin duda merezco.
Nacemos y morimos un montón de veces hasta que morimos en el recuerdo de quien, en algún momento, fue importante, y ahí se acaba todo. Morí hoy en ese pequeño gesto de rechazo del que no fue plenamente consciente quien lo hizo. Así es que abrí la puerta de Tara y bajé a coger el tren con el temor de haber perdido el último de la noche; así es que el niño que hace 57 años tenía un nombre tan largo aceleró el paso, con ese temor, el de perder otro tren; el tipo que esa mañana había sustituido la nieve en las cumbres por el asfalto de la ciudad, el aire límpido por el siempre húmedo de Barcelona, la soledad entre pocos por la de entre multitudes.
Tomé el penúltimo tren de la noche y seguí leyendo la última novela de Alfons Cervera, que, como todas las suyas, habla de la memoria, de la desdibujada del pasado, y de la devastadora sensación de derrota de los perdedores. Cuando uno conoce al autor lo lee con su voz. Escribe Alfons sobre sí mismo y los que le rodearon quizá para no olvidarlos, tenerlos allí, prisioneros entre las páginas del libro. Hay textos que me gustan; hay textos que me llegan. Prefiero estos últimos. Pasaban las estaciones, con sus pitidos que las anunciaban, y pasaba yo esas pocas páginas, no llegan a 150, de ese diálogo de Alfons con el padre muerto que no lo pudo tener en vida porque siempre callaba mientras horneaba el pan en Los Yesares.
Bajé en Sarriá y mis piernas me condujeron hacia la Diagonal, esa calle que fue frontera. Una pareja sacaba a pasear a una cabra, su animal de compañía, y un cubano atronaba el ambiente con una desgarradora canción de amor no correspondido que salía de su auto convertido en bafle mientras lloraba.
Cuando pasé la plaza Artós, que siempre cruzo camino de casa, me acordé de mi amigo Jordi Solsona, al que llamábamos Cazalla (a saber cómo me llamaban a mí) y de una noche triste que pasé en su casa cuarenta y ocho años antes de morirse. Estaba viviendo yo una etapa de vagabundeo e iba de una casa de amigo a otra buscando acomodo en los sofás para evitar los bancos de los jardines. Era la suya una casa señorial venida a menos. No funcionaban las persianas, porque las tiras llevaban rotas una eternidad, y no parecía haber voluntad de arreglarlas y que entrara algo de luz en las habitaciones. Quizá odiaran la luz, o la temían. Era una familia sumida en una tristeza espesa desde que la madre huyó a Francia con un amante y su hijo, no sé si tenía hermanos, no volvió a saber más de ella. El padre era un fantasma al que nadie veía, un comerciante arruinado que sumaba su desventura económica a la sentimental. Esa madre, simplemente, se dedicó a vivir su vida, sin ser consciente del dolor que causaba, y habrá muerto en París un montón de años antes de que lo hiciera su hijo. Creo que entre cerveza y cerveza vi su foto: guapa, elegante. Siempre que cruzo esa plaza Artós me acuerdo de esa noche y de este libertario y ese maoísta que trataban de articular un discurso revolucionario cuya coherencia se llevaba la espuma de sus cervezas hasta que se hizo de día y él me ofreció un camastro en una de las desvencijadas habitaciones con persiana bajada. Uno de esas noches clavadas en la memoria que uno no sabe por qué no se borran. Una historia que renace una y otra vez cuando paso a cincuenta metros de esa casa señorial venida a menos.
El libertario sobrevivió al maoísta, pero hoy guarda ese pequeño gesto, el del dedo perdido en el aire sin lograr su objetivo de carne, como un puñetazo en la boca del estómago. Duda si llamar a alguien, pero hay sensaciones intransferibles, que solo son para uno y que, si se cuentan a otro, simplemente se desvanecen.
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