El ego
Por Miguel Ángel Gara , 5 marzo, 2014
Ese ego Putin, ese ego!
A Marzo lo trae el viento de un febrero que se llevó consigo muñidores de palabras y orfebres de luz (y de oscuridad: parece que se acaba de morir L.M Panero). Hay quien sostiene que el mal y el bien son las dos caras de la misma moneda, también en el sentido estético, aunque últimamente parece que al lanzar el euro siempre sale cruz. Me pregunto qué hubiera sido de la música de nuestro llorado Paco de Lucía sin sus probables cabreos o sin la revoltosa melancolía del viento de levante o sin la tristeza de los que se fueron para siempre de esa urna de amplitudes que es la bahía de Algeciras.
El sonido, al parecer es un fenómeno pero no una cualidad física. Es decir, según los que saben del tema, el sonido en puridad no existe, como evidentemente tampoco el ruido. Lo que ocurre es que interpretamos la sopa de ondas que llega por el aire a nuestros oídos y convertimos la experiencia en caos o en armonía sin que a día de hoy se conozca con precisión las razones de esa íntima decisión cerebral.
En todo caso se puede decir que lo que existe es esa armonía. Sea en forma de guitarra, de cuadro o de bamboleo de mujer, detectada tanto en los gorjeos de los pájaros como en la prestancia pétrea de un conjunto monumental. La armonía, o mejor aún, la belleza que presta su horma a las cosas antes de que el hombre se las cargue (o las mejore, a veces). El filósofo Bergson decía que sentimos la belleza cuando somos bellos, la grandeza cuando somos grandes etcétera. Pero esa idea, la Analogía, que se impuso casi en forma de pensamiento único desde el romanticismo, ha hecho del Yo la medida de todas las cosas. Darle excesiva importancia a lo individual no es más que enaltecer al Ego como principio y final de lo visible y lo invisible. Esa concepción excesiva de la libertad que trajo indudablemente frutos tan sabrosos como Rimbaud o Emily Dickinson pero también vanidades estragantes como Tatcher o Sartre o directamente monstruos como Hitler, Kissinger o Napoleón. En el fondo, el problema de esa correspondencia entre las pulsiones interiores de un hombre o mujer que creen ser mejor que los demás y/o tener más derechos (véase la libertad sobre la justicia, el “yo lo valgo” y otras mamandurrias neoliberales) no es culpa de ellos sino de sus conciudadanos que asumimos sin peros ni preguntas esa supuesta superioridad.
El talento o mejor dicho, el hombre o mujer de talento, no son la eminencia de la naturaleza libre ni la representación de lo sublime sino el modelo para una colectividad de seres humanos que les ha producido y que les ha amparado. No hubiera existido Leonardo sin Florencia ni Picasso sin la luz de los malagueños y de los parisinos.
Somos la consecuencia de nuestros actos individuales, sí, pero también el conjunto y el compendio de los millones de personas que nos precedieron y de la sociedad que influye en presente en nuestra vida: muertos y vivos, familiares, amigos o simplemente lejanos actores, ídolos musicales, futbolistas, escritores o soñadores que aún creen en las utopías. No sólo pertenecemos al todo; somos también el todo. Pero nuestra conciencia, por muy aparatosa que se muestre su brillantez o su liderazgo, no es más que una parte minúscula. En ese sentido, cuando consigamos que los mandatarios llámense Putin, Rajoy o Merkel que se amamantaron del sanguinario siglo pasado entiendan que no tienen nada de especial, tal vez haya un poco más de esperanza.
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