El estudio de las Humanidades
Por Eduardo Zeind Palafox , 24 julio, 2014
Antaño el joven quería ser como el viejo, el zafio como el sabio, el cobarde como el soldado y el descreído llevar una vida ascética que limpiase su facinerosa vida. Hoy, en cambio, todo se ha invertido; hoy todo, como pensaba el sabio Nietzsche, tiene cariz de disvalor, de trastrueque truculento, de perogrullada.
Los antiguos, los helenistas siempre lo tienen en mente, no tenían ciencia, sino sabiduría. La sabiduría es más alta que la ciencia por el simple hecho de que aquélla abarca el conocimiento del alma, cosa que puede definirse, mas no pintarse, a decir de nuestro más alto dramaturgo. El alma, “o lo que así llamamos”, y atengámonos a los pensamientos de Da Vinci, es cosa móvil. Un alma móvil o soñadora, una lengua ardiente o sincera y un corazón adaptable a las peripecias del mundo, eran atributos deseables por el hombre antiguo. Dichas virtudes eran aprendidas en el teatro, en la tragedia, en la comedia, en el drama, activo y máximo género, según Aristóteles, sitio donde sabemos quiénes somos, a palabras de Goethe.
Al hombre se lo educaba para llegar a lo más alto, a la templanza, santuario de los contrapesos. ¿Qué es templanza? Es libertad, resumiendo. Y la libertad sólo es posible si tenemos juicio, ganas de pesar justamente los valores. Podemos enristrar proposiciones “a priori”, de las que no dependen de la experiencia; podemos emprender serios estudios matemáticos y metafísicos para ahondar en el hontanar de la psicología y de la física, pero lo que no podemos hacer es adquirir la habilidad del buen juicio, del saber evaluar todo tipo de terreno, homogéneo o heterogéneo, ínsula vulgar o reino de “grande”.
El estudio de las Humanidades, tema que nos concierne hoy, sirve para no arredrarnos frente a problemáticas de substancia homogénea, humana. Las Humanidades le atañen a la Ética, esto es, a la ciencia de las finalidades humanas, mientras que la Ciencia sólo maneja saberes técnicos, medios. Otrora los hombres sapientes, ora políticos o ecónomos, ora militares o sacerdotes, solazaban sus soledades y curaban sus murrias leyendo a los autores clásicos; hoy, malamente, ya no hay gusto por los sabios, por los escritores que estudiaron el alma, ese como movimiento que todos llevamos dentro y que nos azuza la voluntad, que se guía con la razón y con la imaginación.
¿Qué puede imaginar para su pueblo un político, por ejemplo, que ve en Cervantes una mera colección de arcaísmos? ¿Qué de bueno puede aportar a su familia un obrero que ve en el dinero el mayor bien y en Quevedo una simple guía para perplejos? Políticos y obreros prohíjan a doña Ignorancia arguyendo que las tareas prácticas, del día, cotidianas, importan más que los sueños, que las teorías. ¡Sueña el rey que es rey y sueña la pulga que ara porque anda sobre los lomos de la bestia!
Quien sólo piensa en hacer, en actuar, en sobresalir en el teatro, poco piensa en la moral y mal sabe su papel; y quien ignora qué sea la moral es incapaz de imponerse un sistema de premios y castigos y de determinar si el aplauso que le hiere la sensibilidad es de loa o de burla. ¿Cómo reprender al mozo que roba pretextándose con la rúbrica “hambre”? ¿Cuánta “hambre” hay que sobrellevar antes de robar? El “hambre espiritual”, la de la consciencia, que quiere adornarse y embellecerse para mejorar sus relaciones con otras almas acaso más altas, más cercanas a la bondad, a Dios, es anterior al “hambre estomacal”.
El “hambre estomacal” es una “experiencia”, una sensación, y el “hambre espiritual” es un sentimiento, una emoción. Estamos, lector, tocando los terrenos de la “Ética” de Spinoza y también los de la filosofía de Schopenhauer, quien decía que el mundo es una mera figuración primitiva, un fenómeno que cambia todos los días. Pero, ¿cambia el mundo más rápido que nuestras representaciones o son nuestras representaciones o figuraciones más rápidas que el mundo? El hombre que cultiva las Humanidades, que se entretiene en las noches con los libros de Horacio o de Plutarco, tiene figuraciones ricas, tanto como las del Quijote, que se desvelaba fácilmente y sin remilgos gracias a que imaginaba a su Dulcinea de muchos modos.
El mundo es sosegado para quien mucho imagina y caos para el haragán mental. Los hombres que sólo piensan en las Ciencias, en los inanimados medios para domeñar a la naturaleza, siempre están hastiados y buscando la diversión pueril, la francachela, la correría. ¿Por qué? Porque el mundo, tal como lo imaginan, es pobre y está poblado de cacharros, de máquinas, de triquiñuelas de acero, de plástico, etcétera.
En los ámbitos de la Ciencia hay simples “hombres”, organismos biológicos, y en las Humanidades hay “personas”. “Persona” se desprende del verbo “personare”, que significa “creación de sonidos”. Dicha creación es el “habla”, que es expresión del alma. La “persona” habla y luego actúa, se ensimisma y se lanza al mundo a construir sus ideales; el “hombre”, “homo”, ser homogéneo, ser igual a todos los otros “hombres”… el pobre hombre, víctima siempre de añagazas, sólo reacciona, se adapta, endereza sus medios a fines que no son suyos, a los del Estado, digamos.
Nietzsche veía en el moderno amor por el Estado un regreso al paganismo, y sobre todo una tontería. La tontería, para Nietzsche, era el vacuo remordimiento, la moralina, la hipocresía del débil que simula ser fuerte pregonando virtudes en las que ve medios y no fines.
Hoy, que “ya no espera la virtud premio, ni castigo el vicio”, citando los agudos versos de nuestro Hernando de Acuña, hacen falta profesores doctos, universales, estoicos, de sensibilidad cosmopolita. Un gran profesor fue, pienso, Leopoldo Alas, o al menos lo es para mí. Alas, en un artículo dedicado a un ex profesor suyo, Alfredo Adolfo Camus, parla de los padres espirituales que todos tenemos, de los abuelos del alma que trazan el siempre linajudo gusto del cultor de las Humanidades.
Camus, dice Alas, era profesor de Literatura griega y latina; Camus era de los profesores que se desviaban del tema central de la asignatura que le confiaba la universidad; él, el bueno de Camus, “tenía que hablar de otras cosas que le parecían más interesantes, verbigracia, de las tragedias de Shakespeare en su relación con las “Doce Tablas”, del “Reisebilder” de Heine, de “El mágico prodigioso”, de Calderón, y de la “scortum” abominable, y de Poppea y Actea sentimentales y pudibundas en la perdición refinada”. El mediocre verá en tales volteretas un vicio, una desobediencia, anatema contra el Estado, nuevo dios de los bergantes, adláteres estultos del jaez del medio técnico, de lo que se usa y se tira.
La vida es un teatro donde no hay distinción entre público y actores, al modo de Artaud; en tal vida hay valores altos, teológicos, y bajos, sólo políticos y económicos. Los hombres “baxos”, como decían nuestros tatarabuelos, los hombres despreciables, hablan de fechas, de lugares, de acciones, mientras que los altos hablan de tiempo, de espacio y de movimiento. Al inepto le angustia el Estado español, el italiano o el japonés; al humanista el Estado de la psique, de la inteligencia, de los librepensadores.
El inicio de la segunda parte del “Quijote” contiene la historia de un loco que se hace pasar por cuerdo y que casi huye del manicomio a fuer de buenas razones, de silogismos, de prudencia, loco descubierto en sus mentiras merced a otro loco que freudianamente supo sacarle la locura hablándole, retándolo, injuriándole el espíritu, comunicándose, sosteniéndole que mal hacía Sevilla dándole la libertad y que él, Júpiter Tonante, por tal desgraciaría la ciudad negándole la lluvia; y el otro, aún loco, con un pie en la calle le dijo a quien ya le dejaba ir: “No tenga vuestra merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere menester”.
¿Qué primores éticos hay en este cuasi diálogo? Hay una comunicación entre gentes humanistas, locos, erasmistas, cervantistas, que bien conocían la mitología antigua, utilísima para remediar quebrantamientos de escrúpulos; hay el discurso de los sabios, que jamás hay que desdeñar, como afirma nuestro Eclesiástico, cap. VIII, versículo 8. Verá el lector atento aquí y en la vida, si la tiene y si es “persona”, que los locos no sólo intercambian sus exégesis mitológicas, sino también sus morales, sus nociones sobre lo que es castigo y premio, bondad y maldad, comercio que señala su viveza, siempre más deseable que la vida por sí misma, vida de frívolo hombre mudo, hacedor, constructor, pero no meditador ni discutidor.
Profesor Edvard Zeind Palafox
http://donpalafox.blogspot.mx/
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