El factor humano
Por José Luis Muñoz , 27 marzo, 2015
Confieso que me cuento entre esos millones de personas que están en estos momentos conmocionadas desde que ese vuelo de Germanwings que salió de Barcelona el pasado martes nunca llegó a su destino, la bella ciudad de Düsseldorf, en donde estuve, precisamente, hace un par de años, a orillas del Rin, agradable y acogedora, llena de estudiantes, como los jóvenes alemanes en régimen de intercambio que regresaban a su hogar después de haber pasado una temporada en Cataluña y nunca llegaron a él.
Mientras los familiares de las víctimas tardarán meses en pasar el duelo, quizá años, puede que nunca, en España la población pasa por una especie de catarsis colectiva, obligada por la resonancia del hecho y por la monotemática información de todas las cadenas televisivas centradas desde el minuto cero en el luctuoso suceso y, muchas de ellas, incluidas las públicas, las que pagamos usted y yo, rozando el amarillismo en programas especiales, hablando de los que salvaron la vida porque no cogieron, que siempre ocurre lo mismo, ese fatídico avión; o de los que lo cogieron, a pesar de todo, y murieron; si sufrieron los pasajeros lo indecible antes de estrellarse al ver que era irreversible la colisión, imaginando los últimos momentos de angustia de los que iban a morir, etc., aunque no creo que los familiares y amigos de las víctimas hayan tenido tiempo ni ganas de verlos.
Algo no cuadraba en el siniestro desde el primer momento. Ese descenso brusco de altura y el que el avión no fuera a ningún aeropuerto para realizar un aterrizaje de emergencia, en la hipótesis de algún fallo mecánico, porque en los Alpes no hay aeropuertos, y el silencio a los requerimientos de las torres de control de los aeropuertos cercanos. La sospecha de que ese siniestro ha sido criminal, intencionado, lo acaba de confirmar el fiscal de Marsella Brice Robin, encargado del caso, en un tiempo récord, al escuchar las grabaciones de la caja negra del avión que nos han ofrecido un relato espeluznante de toda la secuencia de diez minutos.
Nunca me ha gustado volar, a pesar de que las estadísticas nos indiquen que es el medio de transporte más seguro, menos desde que estuve a punto de desaparecer en una fenomenal turbulencia que atrapó mi avión en el trayecto Éfeso a Estambul, tres cuartos de hora terroríficos que no olvido mientras viva, como tampoco me tranquiliza ir en barco, y en alguno, por Extremo Oriente, he estado a un paso de zozobrar por ir sobrecargado de pasajeros. Soy animal de tierra, y en cuanto la pierdo de vista bajo mis pies me siento inseguro, de la misma manera que estoy muy tranquilo caminando y escasamente tranquilo cuando nado en aguas profundas. No somos aves, ni somos peces, y sin embargo hemos inventado artilugios sofisticados para surcar mares y aires con los que se acortan los viajes que antaño duraban meses o años y ahora se hacen apresuradamente, por el factor tiempo.
Durante estos días ha sido muy ilustrativo, y a veces escalofriante, escuchar a especialistas en transporte aéreo que acudían a las tertulias de las cadenas de televisión a hacer especulaciones sobre ese misterioso vuelo. Lo que ha dicho alguno de ellos me ha parecido sencillamente terrorífico: los modernos aviones están tan automatizados que cuesta mucho, cuando hay un fallo en ellos, electrónico, mecánico o informático, hacerse con su control. Un fallo de ese tipo puede indicar a los pilotos que van a una velocidad cuando van a otra, lo que le sucedió al vuelo que despegó de Brasil y nunca llegó al aeropuerto de Orly, o que vuelan a mucha altura cuando están a punto de estrellarse. Los pilotos y los copilotos están, fundamentalmente, para despegar y aterrizar, y durante el vuelo, ponen el piloto automático. Buena parte de los últimos siniestros aéreos han tenido lugar durante la navegación, la etapa teóricamente más segura del vuelo. Se quejan, por lo tanto, los expertos en navegación aérea de que se están bajando mucho los estándares de formación de los que deben conducirnos en esas aeronaves por el espacio.
A raíz del 11S el avión se ve, además, como una amenaza. Ese diabólico atentado yihadista contra el World Trade Center de Nueva York lo transformó en gigantesca bomba, y, para impedir que eso volviera a suceder, que terroristas invadieran la cabina de los pilotos y se hicieran con los mandos, se ideó un nuevo y sofisticado sistema por el que se bloquea la puerta por dentro y desde fuera es literalmente imposible acceder al interior. Paradójicamente esa medida de seguridad, ideada para evitar el secuestro de aeronaves y que posteriormente sean convertidas en bombas letales, ha sido la condición sine qua non para que el vuelo de Barcelona Dusseldorf se haya estrellado contra los Alpes, porque el enemigo estaba en casa, no era un terrorista que profesara una religión que santificara la inmolación ni un fanático revolucionario, era un apacible muchacho alemán de 27 años que decidió, en un instante, el que invirtió su compañero piloto en salir de la cabina para ir al servicio, encerrarse a cal y canto e ir al encuentro de la muerte.
Los avances técnicos no nos dan una seguridad absoluta, porque la robotización, por muy sofisticada que sea, falla, o nos traiciona—Hal 9000 de 2001, odisea en el espacio—, y el factor humano, tampoco. Seguramente nunca sabremos lo que impelió al joven copiloto Andreas Lubitz a tomar esa drástica decisión ni si pensó que, con su acción criminal y enloquecida, segaba 149 vidas humanas más y multiplicaba exponencialmente el dolor entre sus familiares y amigos. Seguramente quien toma una decisión así ni se lo plantea, porque ya no va a existir ni va a tener que dar cuenta de ello. El mundo se acaba para él.
Los seres humanos somos impredecibles; en un segundo podemos comportarnos como héroes, y al momento siguiente ser unos cobardes. En un instante fatídico, alguien que aparenta normalidad absoluta—en la foto que reproduce la prensa vemos a un joven risueño que posa ante el Golden Gate de San Francisco— toma una decisión irreversible y de ciudadano intachable se convierte en asesino en serie.
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