El frío en Antonio Gamoneda
Por Ignacio González Barbero , 19 febrero, 2014
Por Belén Quejigo.
Tengo aún mucho frío. Así comienza Antonio Gamoneda, el poeta de lo imperceptible, su último poemario escrito con ochenta años, «Canción errónea» (Tusquets, 2012), donde sigue jugando con las mismas formas poéticas que ha trabajado antes pero de manera completamente distinta, siendo capaz de utilizar palabras idénticas a las que siempre ha trabajado (frío, luz, muerte) con un sentido infinitamente más rico.
Pero aún avanzas más.
Ahora ves la pobreza insomne, ves el frío
Blanco y carnal, y, finalmente, sientes
Que pesa mucho, demasiado
Tu corazón.
Y retornas.
(«Canción errónea», 2012)
Si pudiera localizarse alguna trama exacta, la poesía de Gamoneda cruzaría la violencia y los rituales cotidianos sobre la crueldad que contienen los hábitos en un ámbito reducido y familiar. Sus círculos poéticos están bien claros desde el inicio: Luz, Otras luces, Límites, Imposibilidades, Insistencias, Contradicciones, Fiestas Fúnebres, Causas ciegas, Extravíos, Causas lingüísticas, Indiferencia, Negaciones, Olvido, Ira, Agonía, Madera, Poemas con nombre, Pérdidas.
Todas las palabras entrañan una violencia cotidiana. Para Gamoneda, la ley no sería necesaria si los hombres tendieran al bien, pero no es así. Hay que violentar al ser con unas normas impuestas. Es necesaria una crueldad legal para impedir la maldad del hombre (y de dios). Pero no hay una violencia explícita sino, como hemos anunciado, una violencia sutil y pequeña, una violencia que casi no se ve y que es demasiado peligrosa. Su violencia es la de la pulsión de muerte y la entrega definitiva al abismo y a la anarquía sentimental. En se sentido, la poesía de Gamoneda se acerca mucho al cine de Michel Haneke en su negrura y sus retratos de personajes cotidianos, en sus ambientes fríos y crueles.
Aún conservas como un perfume la existencia.
Aún conservas el olor de los suicidas.
(«Descripción de la mentira», 1977)
Antonio Gamoneda, se considera amante del silencio y la sobriedad por encima de todas las formas, acercándose al yo minimalista ansiado por los poetas japoneses que, con un una pequeña cantidad de elementos son capaces de expresar la mayor cantidad de afectos y sensaciones. Son muchos los pequeños haikus que podemos encontrar en la obra de Gamoneda. Casi todos sus versos están desprendidos del todo en forma de fragmentos sensitivos. Así podemos observar que, a medida que avanza su obra, es más mínimo, más sintético y sólo en ese sentido, un poeta menor alejando de los salones poéticos y la aristocracia literaria. Un poeta, como él se ha definido siempre, de provincia.
Eres, como una flor delante del abismo.
Eres la última flor.
(«Cecilia», 2004).
Éste es el precio de la paz. Acuérdate.
(El libro de los venenos, 1995).
Tú eres el día del desprecio.
(«Lápidas», 1986).
La muerte ya le no le parece lejana y distinta como en sus primeros poemarios, donde abunda el amor y la juventud, sino más bien una compañera frente al pelotón de fusilamiento. La desconocida raíz común de la última poesía de Gamoneda es múltiple; la desidia, el cansancio, el olvido, la vejez y las constantes decepciones de la vida, inundan todas sus páginas con una sensación de frío, humedad y anhelo. Contrariamente a la poesía tradicional, el tiempo no pasa rápidamente, ni hay un carpe diem latente en su obra para aprovechar el tiempo presente, el tiempo del capitalismo rápido y eficaz, sino un tiempo agotador que se sucede de manera lenta pero que ama pese a su efervescencia con un amor antiguo.
Amé todas las pérdidas.
(«Libro del frío», 1992)
Y ama, por encima de todas las pérdidas, la pérdida de Dios y de sentido religioso. No hay ni un verso en su poesía que contenga algún rastro de justicia divina como tampoco hay en él amor a la patria sino más bien espanto y vergüenza hacia eso que se llama España.
No toques, Dios, mi corazón impuro.
(«Lápidas», 1986)
Dios se cansó de la tristeza y dejó de existir.
Aquella fue la única tarde de mi vida.
(«Arden las pérdidas», 2003)
No me busques en la justicia. No hay en mi cuerpo iglesias.
(«El libro de los venenos», 1995).
Al mismo tiempo, su poesía no es una poesía de la imagen, de la evocación de imágenes a través de las palabras como comúnmente se considera que debe ser la poesía, la cual creaba imágenes a partir de un determinado ritmo. Gamoneda es un poeta de la sensación: el frío, la pasión de la indiferencia, el olor de la muerte, la fragilidad, y sobre todo LO INTOLERABLE de la vida y del mundo. Lo suyo es una poesía sinestésica, un ojo háptico: oír colores, escuchar sensaciones, ver olores…
Ahora contemplo el mar. No tengo ni miedo ni esperanza.
(«Libro del frío» 1992)
Como ya he dicho, es un poeta de lo imperceptible en un mundo de semivivos y muertos. Al mismo tiempo, es una poesía de la intensidad, de los grados de intensidad y de la luz, de una luz muy específica donde puede verse lo que acontece y aparece según determinados grados de luz (a veces casi abrasadora y otras muy sutil e invisible) que se parece mucho al color, cabría decir a la luz, del alma del autor.
¿Has visto la luz fuera de tus ojos?
(«Canción errónea», 2012).
Pero la luz es sombra de la nada.
(«Descripción de la mentira», 1977)
No, no lo hagas. Restaura cada día
Tu pacto luminoso con la muerte.
(«Canción errónea», 2012).
Gamoneda, como poeta imperceptible, huye de los salones de la burguesía y se refugia en un casa junto a la catedral de León, ciudad a la que llegó huyendo de la guerra, huérfano de padre a los tres años y de donde no ha salido. Allí fue veintiséis años funcionario de un banco donde acumuló, como Kafka, el mismo horror a la burocracia y melancolía.
Hay una hierba cuyo nombre no se sabe; así ha sido mi vida
(«Libro del frío», 1992)
¿Soy yo
vida viviente?
No lo sé.
Tengo mucho frío.
(«Canción errónea», 2012)
En la ciudad de León fue también donde aprendió a leer con el único libro que tenía en casa tal y como relata en sus primeras memorias Un armario lleno de sombra, un libro de poesía escrito por su padre, del mismo nombre, titulado «Otra más alta vida».
Eres tardío como la sustancias destinadas a la dulzura.
No hay semejanza en ti.
(«Descripción de la mentira», 1977)
Su poesía resulta tan hermosa como dañina y es, al estilo en que Buñuel definía a Catherine Deneuve en Belle de jour: bella como la muerte y fría como la virtud. Sí es cierto; hay una especie de abismo en su obra y pese a todo, late una profunda pulsión de vida y juventud, amor por la vida, nostalgia de lo perdido, vacuidad de la continuidad y la belleza de la rutina. Porque pese a todo estamos ahora aquí y hay otro.
¿Es qué va a cesar también la música?
(«Libro del frío», 1992)
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Recomendación: «Esta luz. Poesía reunida« (1947-2004), Madrid, Galaxia Gutenberg, 2004.
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