El fútbol en la era liberal
Por Carlos Almira , 30 mayo, 2015
La reelección al frente de la FIFA de un presunto corrupto (y de una parte de su equipo, que le acompañará, supongo, en este nuevo mandato), ha sorprendido e indignado a muchos. ¿Cómo es posible que personas que, presuntamente, han facilitado la nominación de candidaturas para la celebración del mundial de fútbol en países como Rusia o Qatar, a cambio de obtener un beneficio privado, y que están siendo investigadas por la justicia, hayan sido reelegidas en sus cargos? Creo, sin embargo, que en el fondo de esta indignación hay algo de ingenuidad, si no de hipocresía.
La FIFA, como la mayoría de los Estados y las Organizaciones actuales en el mundo, la ONU, el FMI, la UE, y un largo etcétera, pese a las apariencias y los discursos, son instituciones al servicio de intereses privados. ¿No es lógico, entonces, que una parte de sus dirigentes y administradores se lucren aprovechándose de la información, las relaciones, la posición de influencia que les otorgan sus cargos?
¿Qué es la corrupción? En la era y en el orden liberal (que no democrático), lo esencial ocurre fuera de la esfera de lo público: en el mercado, en las relaciones personales, en la carrera y la ambición, el éxito y el fracaso de los individuos. La sociedad está compuesta por individuos solitarios, cuya felicidad o desgracia, cuya realización o frustración, se juegan cada día, a cada momento, en las relaciones privadas; desde la más íntima esfera de la familia o los iguales, hasta la esfera más distante del trabajo. A esta lógica pre-política debe adaptarse la suerte de un país, del mundo entero.
La FIFA, por ejemplo, no tiene como finalidad fomentar el fútbol como un bien social: por ejemplo, para favorecer la integración de los niños de la calle del Brasil; o la salud de las personas mayores; o el diálogo entre los pueblos y la cultura de la paz (la substitución de la guerra por la noble competición deportiva), sino en servir a intereses particulares y privados de empresas y Estados. En eso consiste gestionar una organización: un candidato es elegido para un cargo en cualquiera de estas instituciones de la era liberal, e inmediatamente está en contacto con una infinidad de grupos de interés, para quienes se convierte en interlocutor institucional al servicio de unos u otros fines privados. Estos fines nunca son, por principio, el interés de la colectividad.
¡Gol!
La corrupción no consiste entonces en que un Estado, un Partido Político, una Organización Internacional, ¡la mismísima ONU!, que se nutre y administra bienes materiales e intangibles públicos, esté al servicio de objetivos privados, sino en que sus gestores o administradores desvíen a sus cuentas bancarias determinados ingresos no justificados; o aprovechen para su disfrute personal, regalos; y que, en fin, en premio a su gestión, acaben trabajando para las propias empresas o los Estados y Organismos a los que tan fielmente han servido, con los recursos de todos, a costa de la colectividad olvidada.
Todo esto, sin embargo, encaja en la ideología y la práctica, contraria a lo público y a la democracia, del liberalismo. ¿Cómo seleccionar, en esta lógica de lo privado, la candidatura del país que celebrará el próximo mundial de fútbol, o las próximas olimpiadas, entre una terna de opciones técnicamente similares, sin tener en cuenta estos intereses particulares y a los grupos de presión que los representan? ¿O cómo decidir desde el Ministerio o el Ayuntamiento de turno, cuál es la empresa que debe construir una carretera o servir el catering en los cuarteles o las escuelas durante el próximo año? Por supuesto, hay un procedimiento legal; está la Ley (el orden liberal es un sistema de dominación definible en lo que Max Weber llamaba formal-racional); pero alguien deberá aplicar, interpretar, torcer si hace falta, la Ley. ¿Qué es, si no, la gestión de lo público en el orden liberal? Ahora bien: la forma obvia, natural, en este orden, en que tales intereses han de hacerse valer ante sus interlocutores, los gestores de la colectividad olvidada, es la participación de éstos en los beneficios derivados de la propia decisión, que está en sus manos adoptar. Es decir: la corrupción.
Por supuesto, en los regímenes comunistas, felizmente superados, la corrupción alcanzaba también a la médula del Estado y la sociedad civil, pero en un orden inviable de cosas. El “socialismo real” no se hundió porque fuese un modelo totalitario, profundamente corrupto e inmoral, sino porque pretendía asentarse de espaldas a las acciones, deseos y motivaciones reales de las personas, del individuo de carne y hueso. Por eso el sistema esclavista romano sí era viable, dentro de determinadas condiciones históricas, mientras que la “dictadura del proletariado”, afortunadamente, nunca lo fue.
¿Es viable la democracia frente al orden liberal? ¿Cuánto duraría en su cargo un gestor en cualquiera de estas organizaciones, que antepusiese el interés colectivo a la racionalidad y el interés de estas organizaciones privadas? ¿Cuánto tardaría la maquinaria de la calumnia en tacharlo de populista, ambicioso, maquinador de secretas e inconfesables aspiraciones totalitarias? Si el equipo de gobierno de un ayuntamiento intentase conocer de primera mano, realmente, las necesidades y los deseos de los vecinos de tal o cual barrio de su ciudad, para orientar la gestión de los recursos públicos en función de ellos, en vez de descolgar el teléfono para hablar con fulanito o menganito, con el empresario de turno, ¿no sería inmediatamente tachado de ingenuo, de gestor inexperto, de rojo promotor de los soviets, de amenaza para la democracia y para la civilización occidental?
El recién reelegido presidente de la FIFA, como la señora Cristine Lagarde en el FMI y tantos otros, sirve fielmente al orden liberal, lo mejor que puede: moviliza todo su poder, recursos, información e influencia, al servicio del juego privado, que está en el corazón del sistema.
No es el socialismo sino la movilización ciudadana hacia lo público: que el jubilado, el estudiante, el parado, el pequeño empresario, de pronto se interesen porque haya una biblioteca en su barrio, y traten de desviar al poder local de turno, absorto en sus gestiones de mercado, hacia este interés, sencillo y concreto, de la colectividad olvidada; en una palabra, es la democracia y no los soviets, lo que amenaza al orden liberal.
Cuando una parte de la izquierda y del centro político, en España y en otros países, empiece a comprender esto, esta amenaza comenzará a ser una esperanza y una alternativa real.
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