En las ciencias sociales todo acontecimiento, fenómeno o pensamiento, primero ha de ser comprendido («subtilitas intelligendi»), luego explicado («subtilitas explicandi») y por último comparado («subtilitas applicandi»). Comparando, como el Marx estudioso de la economía política lo hizo al contraponer las leyes mercantiles de Inglaterra y de Alemania, emergen las peculiaridades, pues se usa la intuición «intelectiva», que decía García Morente era harto eficaz al abstraer especificidades ocultas, históricas; explicando toda emoción se derrumba, toda subjetividad o «preferencia» se elude, pues el verbo dirime impresiones, si hemos de creer todavía en los psicoanalistas; y comprendiendo se huye de la parcialidad, se objetiva la mera apariencia, se traslada al «tiempo», a la consciencia, lo que sólo era imagen, aparición en el espacio.
En pocas líneas, parece, hemos trazado y engarzado las filosofías de Kant y de García Morente, siendo el último erudito ameno que muy bien, cual agiotista, ponderó las ganancias que la filosofía de Kant regala a quien lo lee. Kant, decía Morente, pergeñó una filosofía ultrarracionalista, tanto, que su racionalismo se trocó en «idealismo». Malo es el «idealismo» desaforado para el intérprete de las sociedades, que están hechas sobre todo de realidades no reducibles a la discursividad, de avatares concretos que pasando los siglos, claro es para el historiador, se convierten en ideales, en «preferencias», que diría nuestro español ilustre.
A vuelo de águila definamos qué es el «idealismo» y cómo obnubila cualquier observación sociológica o etnológica. El «idealismo» consiste en creer que hay una «substancia pensante», un «yo» que además «piensa», una materia que razona, un cuerpo animado que con perplejidad mira el mundo. Tal creencia, extendida hasta los ámbitos de las ciencias sociales o «morales», como dicen los norteamericanos, haría de todo pueblo una masa que sólo se distinguiría de otras masas por sus manifestaciones, por su lenguaje, por su música, por su arte, por sus emanaciones, digamos.
Tales expresiones o superfluidades reducirían a la etnología a simple etnografía o emanatismo, y a la historia a pueril historiografía… y a la sociología a mermada práctica estadística. La topografía, aunque traza las curvas que sobre el cielo dibuja la montaña, el monte, el Etna, no dilucida qué signifiquen tales turgencias para las gentes que viven circundándolas, alabándolas, casi idolatrándolas.
Kant nos alecciona diciéndonos que el «tiempo» siempre es anterior al «espacio», simple frasis que bien vista deja caer sobre nuestro magín aludes de pensamientos. ¡Es más realista iniciar nuestras pesquisas en las ideas que en las rocas! ¿Recordáis, lector, la «emphyteusis», fenómeno de la romanidad como muchos otros que sólo puede dilucidarse a través de la tradición?
Tenemos que las tradiciones, acatando a Kant, prefiguran las acciones, así como los mitos pretextan a los ritos. La lógica del investigador social, así, buscará la «continuidad» histórica y además sus «conexiones» y «anexiones», preguntándose dónde y cómo el pasado se enlaza con el presente y cómo ambos tiempos «diseñan» (los ideales son conjuntos de conceptos y condiciones) las formas del devenir (recuérdese que la palabra «diseño», de la inglesa «design», viene de «designio», que es expectativa y espera).
Hay «conexiones» y «anexiones» que forjan, para usar un térmico de la abogacía, «coaliciones», de «coalitio», uniones orgánicas, tales como las hechas por la economía o por la especialización profesional, que según Weber o el mismo Morente han enarbolado una nueva concepción de lo que es «familia». Hay otras que sólo son «lapsus», interrupciones o «crisis» que lo dejan todo intacto, desde los imaginarios hasta las estructuras económicas. El «tiempo», condición de la consciencia, aduna datos extractados de la realidad y datos de la fantasía, creándose así un nuevo mundo, «poíesis».
La poesía siempre está estibada sobre una cosmovisión, o concepción del mundo, o sarta de conceptos sobre el mundo. Podemos conocer la «sensibilidad» de un pueblo escrutando sus obras de arte, y también sus «intuiciones» o sistemas estéticos, a decir de Kant, revisando sus «conceptos callejeros». Las palabras, los colores y los sonidos que abundan en el arte de un pueblo delatan la estructura de su retina, de su oído y de su mente; los conceptos, por su parte, expresan los valores que éste preconiza.
Un pueblo de artistas regularmente da «continuidad» a su vida, a su «vividura», echando mano de un término de Américo Castro. ¿Por qué? Porque los artistas siempre sacan del pasado los temas de su arte, es decir, van hasta lo primitivo en busca de «intuiciones» primitivas, «naturales», directas. Los pueblos que menos gustan del arte, en parangón, saltan de época en época, creyendo siempre que es menester rehacerlo todo, reiniciarlo todo día a día. Tal forma de vivir es filosófica, «vividura» al modo de Penélope, que destejía por la noche lo tejido en el día. Hemos venido citando poesía de Langston Hughes, y hoy también lo haremos. Citemos una llamada «Acceptance»:
«God in his infinite wisdom
Did not make me very wise–
So when my actions are stupid
they hardly take God by surprise».
El poema hácenos pensar en las sociedades que «progresan» o se mueven de lo heterogéneo a lo homogéneo (idea contraria a Spencer), del «yo» a Dios, por ejemplo, o de la necesidad al ideal; pero también en las que hacen lo contrario, en las que van de Dios, de lo Uno, al artificio, que es multiplicidad, o de la filosofía a la acción política. La poesía de un pueblo, junta, gozada en su totalidad, es una como crestomatía, una selección de lo mejor que tiene, síntesis de su drama vital. Frente a tal crestomatía o drama uno se siente más observado que observador, más objeto que sujeto.
El arte nos sumerge en la sensibilidad ajena; el arte, aceptémoslo, es como un substrato o puridad que nos da acceso directo a los códigos semióticos del prójimo, del invadido. Sí, hemos hablado de invasión. «Invadir», a diferencia de «visitar», es allanar, conceptuar y no dialogar, mudar lo que es conjunto de condiciones en conceptos y hacer con los conceptos un sistema de análisis. Lévi-Strauss, en su texto «La obra del `American Bureau of Ethnology´ y sus lecciones», mejora nuestra intelección, diciendo: «Para hacer la antropología más tolerable a sus víctimas, a veces se ha propuesto invertir los papeles. Dejándonos «etnografiar» –si me atrevo a decirlo– por aquellos mismos de quienes, hasta la fecha, sólo hemos sido los etnógrafos, alternativamente unos y otros tendrían el mejor papel».
El antropólogo se hace odioso porque pide que todo se lo traduzcan, que todo se lo expliquen, se lo desbrocen, se lo faciliten (nominaliza las antinomias, bifurca lo sólido, sublima lo baladí), esto es, se lo acomoden a su «intuición». No aceptamos la «infinita sabiduría» de los dioses extraños, ni la del pueblo que invadimos, ni la teleología que guía su proceder, por lo que afanamos equiparar lo que no es equiparable, o meter en nuestra consciencia, que es «tiempo», otro tiempo, el vecino, vencido.
Deseamos, citando al Quijote, «subir a las nubes sin alas», ascender al presente sin aparejarnos en el pasado y hasta llegar al futuro sin escalar la realidad presente, teorizando, saltando con la fuerza que nos da nuestra lógica, que todavía es hegeliana, marxista, o sea, una que pretende modelar la realidad, el «barro mortal», con el cincel dialéctico, siempre «inepto» ante racionalidades no dicotómicas, no binarias, no duales. Los etnólogos, razonarán algunos aborígenes, en su infinita estupidez piensan que son más sabios que las tribus que tienen por «atrasadas», por lo que no deberán sorprender sus fotografías e interpretaciones, siempre más fenomenológicas, psicológicas, construidas cual artefactos, que físicas, siendo lo físico, el «materialismo histórico» y no el «idealismo» el espacio de la espiritualidad, verídica raíz ésta de todo culto, ya de la tierra, ya de los dioses.
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