El idioma de la transculturación
Por Eduardo Zeind Palafox , 10 abril, 2014
La tradición es tierra que debemos pisar para avanzar. Nuestro idioma, que lleva en sí tradiciones, debe ser la escalera que el pensamiento use para elevarse, para salir de la ontología, para conocer la epistemología, que produce objetos fantásticos que obnubilan nuestra capacidad de observación. Mediante el idioma pensamos; mas el idioma, para pensar, para sobrevivir, echa mano de nosotros, de nuestra cabeza y de nuestra lengua. Es posible enseñar español o inglés a un niño, pero no enseñarlo a pensar, enseñó Wittgenstein. La diferencia que hay entre pensar y ser el atributo de un pensamiento es nimia, casi imperceptible. El pensamiento, que cree que piensa y que articula palabras y proposiciones, no es más que el remanente de un sistema superior, llamado cultura. El niño que tiene como lengua materna el inglés y que con esfuerzos extremados accede a la cosmovisión castellana, sufre una conmoción: algo en él se mueve o cambia de lugar como en una ciudad imaginada por Galdós, en la que los edificios y calles, cada mañana, se movían, confundiendo así a sus habitantes, que nunca sabían dónde estaban ni adónde tenían que ir con todo y que tenían apuntadas las direcciones de sus destinos.
Un idioma es un conjunto de edificios, para usar la imaginería del insigne novelista del XIX, mientras que el pensar es el caminar entre los mentados. Se puede enseñar la estructura de Madrid, pero no se puede enseñar a andar por Madrid, a aventurarse. ¿Qué hace quien no quiere aventurarse, es decir, quien no quiere pensar? Acatar las instrucciones del mapa de Madrid. Pero el mapa, ya memorizado, matizando el pensar, simula ser pensamiento. La memoria, decía Borges, comúnmente supera a la imaginación. Nuestro Calderón de la Barca vio que todo matiz “al cielo desafía”; vio, atiéndase, que una palabra hecha hipérbole o historia es capaz de hacer temblar al mundo. Pero formulemos ya la pregunta que justifica este corto artículo: ¿qué es aprender un idioma? Es transculturación. ¿Hay idiomas que dominan a otros idiomas o países que dominan a otros países? ¿Es el inglés, harto comercial y cosmopolita, según Emerson, superior al español? Creo que los idiomas sirven para interpretar el mundo, creo que hay idiomas que describen mejor que otros, por ejemplo, los objetos, mientras que otros son mejores para describir emociones.
Un idioma como “ente en sí”, como sistema, como ente muerto, no existe, pensaba Saussure. Existen, digamos, interpretaciones de los idiomas, que son las que los vivifican. El problema mayor de los lingüistas es que ignoran qué sea el mundo, que es tema de todo idioma. La metafísica, que es teología filosofada, propone mediante la voz de Kant imaginar que hay un principio de todas las cosas, pues sin el tal todas las causas serían ininteligibles, así como sus efectos. Existe, sí, la “materia primigenia”, signada por la palabra “mater”. ¿De dónde vino la “materia”, nuestra “madre”? Los pontífices romanos decían que de Dios, que fue quien hizo los “ejércitos” romanos, la ciudad, la “polis”. Tal exégesis, luego, fue afirmada por los jurisconsultos, forjadores del “ius honorarium” que imperó sobre la “civitas”, sobre la ciudad. ¿Cómo, preguntaba la plebe, le vino el derecho de gobernar a los patrones? Y los patrones, ya hebreos o cristianos, respondían con salmos, con el 133, por decir algo, que en la Biblia de Jerusalén canta así: “Como ungüento fino en la cabeza, que va bajando por la barba”. Sólo sabiendo el arameo, el griego, el latín, el hebreo, le era posible a la plebe interpretar las Escrituras, esto es, comprender el mundo artificial, la civilización que la circundaba. ¿Aprendió la plebe tales lenguas? La historia enseña que la plebe construyó su propio mundo, su lengua, una romántica Babel que sigue en pie.
Un idioma, cuando está bien trabado, trazado, facilita las ciencias, que son asesinas de dioses paganos, según decir de Levinas. Por culpa de la ciencia, del machacón preguntar, muere el dios de la piedra, del árbol, del astro; por la ciencia, indica Levinas, todo se “desastra”, todo se sale del orden astral, mitológico, indígena, digamos. ¿Qué hace el indígena que ve morir a sus dioses, es decir, su idioma, su historia, su casta? Se obliga a aprender el idioma ajeno, extranjero, que le dará nuevas creencias. Quien enseña al indígena un nuevo idioma no lo enseña a pensar, sino a repetir fórmulas, ideologías. Cuando aprendemos otro idioma, medítese, somos parte de la “periferia” de éste, pues no conocemos su “centro”, su tradición, el pensamiento o “Espíritu” que lo formó. Dussel, en su libro `La filosofía de la liberación´, del que hemos tomado los términos “periferia” y “centro”, explica que América es “transmoderna” y que es relegada por los Hegel, que “secuestraron” el pensamiento griego, que se tiene por pensamiento primordial, filosófico (“prima philosophia”). Saquemos en limpio algunas consecuencias.
El “centro” de un idioma, su “Espíritu”, contiene una gramática, una física; tal gramática, aseguran quienes poseen el “imperio” o derecho al ordenamiento, justifica que Inglaterra, por ejemplo, sea la “Ciudad de Dios” y que las otras sean meras ciudades terrenales, copias de la “Ciudad de Dios”. Inglaterra, que desarrolló millares de objetos, de técnicas, ¿qué hizo con el mundo? Lo pobló de cosas que sólo pueden ser entendidas con palabras inglesas. Los narradores latinoamericanos, que ven cómo tales cosas saturan su continente, tienen que ajustar sus idiomas para poder comunicar a sus prójimos los fenómenos que perciben. He aquí qué es la “transculturación”. ¿Qué es? Es traducir, para sobrevivir, paisajes ajenos con una gramática ajena, mas no forzosamente con un idioma ajeno. Quien aprende otro idioma, uno dominante, experimenta la magia, el poder que da una llave que abre ojos y oídos. Arguedas, ejemplo famoso de lo que nos atañe, rescató la cultura que le dio su segunda naturaleza, la quechua, traduciéndola al español. Ángel Rama, en su obra `Transculturación narrativa de América Latina´, de él escribe: “Por su experiencia vital en la niñez, por su trabajo de folclorista y etnólogo en los años adultos, Arguedas estuvo íntimamente vinculado a las comunidades ágrafas, donde la palabra, como privilegiado instrumento de elaboración cultural, se emplea con la reverencia y laconismo de un valor superior, reconociéndosele capacidad encantatoria, poder sobrenatural, alcance sacralizador”. Ilustremos.
“Transculturación” es transición “transida”, término éste que no siempre equivale a “violenta”. El Quijote, cuando se vio caído, derrotado, para arreglar su desventaja pronunció, “transido”, algunas palabras mágicas que había leído en sus libros de caballerías, palabras de un idioma nuevo, el caballeresco, que dicen: “¿Dónde estás, señora mía, que no te duele mi mal?”; Lévi-Strauss, en su texto `Tristes Tropiques´, cuenta que los indios “nambikwara”, del Brasil, luego de verlo escribir y leer garabatearon en un papel una incoherencia y le pidieron, “transidos”, que “leyera” la incoherencia, pues creían que sólo trazando líneas y curvas podían urdir un mensaje; Monsiváis, cuenta Jean Franco en su libro `Decadencia y caída de la ciudad letrada´, para poder describir su México salvaje tenía que echar mano, “transido”, del sermón, del sarcasmo, del estilo de la tira cómica, del salmo y hasta del argumento etnográfico; y finalmente, Cansinos Assens nos enseña que “transidos” pensadores de la nota de Rabelais, Cervantes, Shakespeare, el Arcipreste, Chaucer, Spencer, Victor Hugo, Zola, fueron posibles gracias a los arrabales, que exigen inventar un idioma nuevo, un habla nueva, palabras y gramáticas nuevas. ¿Qué es, entonces, aprender un idioma? Es aprender un paisaje, asimilar el “Espíritu” que lo habita y “transferirse” a él sin mapas, sin guías.
E. Z. P.
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