El jefe (no)infiltrado
Por Jordi Junca , 1 marzo, 2015
Se acabó, aquí hay gato encerrado. Ya lo venía sospechando en aquellas noches esperpénticas, que caían en lunes si mal no recuerdo, cuando Chicote se las traía para enderezar unos barcos que estaban por naufragar. Ahí ya me pareció percibir algunos giros predecibles, cierta dosis de drama repartida a conciencia, incluso llegué a identificar algunos patrones. La cosa iba más o menos así: primero aquello no había por donde cogerlo, después se acababa identificando el problema y al final (casi) siempre todo quedaba resuelto. Lo cierto es que cuando vi El Jefe Infiltrado sentí una sensación familiar, la impresión de haber pagado una entrada para ver algo totalmente distinto. Yo venía buscando morbo del bueno, situaciones embarazosas dentro del marco de la realidad, y en lugar de eso lo que me encontré es un guión. Al parecer la Sexta lo había vuelto a hacer.
Martes noche, conecto la televisión después de cenar en compañía del Atlético. Reconozco que llegué tarde, pues para entonces el jefe del primer “capítulo” ya se reunía con los empleados a los que había “engañado”, y ahora los premiaba en la mayoría de los casos. No quise juzgar, al menos de momento, al fin y al cabo desconocía sus méritos o deméritos. Así que vamos a ver, me dije, y me quedé sentado ahí donde estaba, disfrutando de aquella incertidumbre. ¿A qué se debían tantos regalos, viajes, cheques y alabanzas? Pues bien, ahora íbamos a averiguarlo.
La primera sorpresa vino cuando dijeron que la empresa en la que se iba a centrar la trama iba a ser Lizarran, una taberna que dio sus primeros pasos en una población catalana que frecuento. Descubrí que sus garras se habían afilado hasta llegar a las Américas e incluso a Asia, todo un imperio digno del mismísimo Alejandro Magno. Entonces apareció en pantalla Elvira, la directora general de este monstruo de los pintxos. El caso es que los dueños de la empresa habían decidido que ahora iba a convertirse en Paula, una chica de estética obrera y que nada tendría que ver con el glamour y savoir-faire de Elvira. Solo así podría conocer de primera mano cómo funciona a efectos prácticos todo lo ideado desde los despachos.
Paula empezará por la cocina, y desde un principio reconoce a sus nuevas compañeras que de cocinar poco. Lo primero que me llamó la atención es que ninguna de aquellas cocineras se extrañara de que la empresa contratara a alguien sin ningún bagaje en el puesto, pero en fin, supongo que pensaron que quiénes serían ellas para meterse en los asuntos de recursos humanos. Después se ponen manos a la obra, y desde un principio uno intuye que Paula no aguantará la presión. Gritos, malas maneras, increpaciones. No hay piedad para la nueva. Y como era de esperar, al final la jefa infiltrada huye de aquel infierno. La encargada de cocina la sigue apenas unos segundos después, y entonces se sientan tranquilamente apoyadas sobre la sucia persiana de un comercio. He olvidado la mayor parte de la conversación, lo admito, pero sí recuerdo perfectamente que ésta acabó yendo por unos derroteros sospechosos. De repente, la encargada rompía a llorar. Decía que era un trabajo duro, más si cabe cuando tu familia vivía en los Estados Unidos. No podía ir a verlos, decía, no tenía los recursos suficientes. ¿Y quién, si no la directora general, podría hacer algo al respecto? ¿Casualidades de la vida? Puede.
Ahora nos trasladamos a un nuevo local de Lizarran, ubicado en Madrid. Paula va a probar suerte como camarera, aunque nadie apostaría demasiado por ella visto lo visto en la cocina. Bueno, pues aparece el encargado, un tipo alto y corpulento, con una mirada y un posado igual de agresivos. Entre los dos se disponen a abrir el local, empezando por colocar las mesas y las sombrillas de la terraza. Ya ahí saltan las primeras chispas. Él lo quiere todo perfecto y de inmediato. Ella, la supuesta nueva empleada, adopta una actitud respondona. No sé, es como si se hubieran puesto de acuerdo en comportarse exactamente al revés de lo que correspondería. Y así, durante el transcurso de la tarde, uno se da cuenta de que el encargado es aquel tipo que necesita estar cabreado para establecer su autoridad. Paula, por su parte, es aquella empleada que no sabe quedarse en su sitio. Combinación muy explosiva y que, por cierto, da excelentes resultados. Al fin y al cabo, toda historia necesita un villano.
He aquí la imagen del villano
Así llegamos al siguiente restaurante, que se encuentra también en Madrid pero en un lugar más recóndito y tranquilo. Tal vez por esa localización menos exigente, la mayoría de los trabajadores de cara al público están de prácticas. Destacan entre ellos dos jóvenes inmigrantes que tuvieron un pasado movido y que ahora pretendían rehacer su vida. Jédar, un chico de origen árabe, es quien mejor acoge a Paula, con una amabilidad que tal vez tenga que ver con el flirteo. Sin conocerse de nada, ambos salen a la calle en medio de una jornada y se explican sus vidas sin reservas. Y, en un momento dado, el tipo le explica a su nueva compañera que su madre se encuentra gravemente enferma pero que no tienen recursos para sanarla. Precisamente Paula, que en realidad es Elvira, sí tiene el dinero suficiente para costear la operación. Pero en fin, eso Jédar no lo sabe. O sí. No sé.
El rostro de Jédar mientras habla con su nueva compañera
Y así, como colofón final, Paula se incorpora a un último local. Éste se ubica en la calle Preciados, donde la exigencia es máxima y la concurrencia de extranjeros bastante notable. Allí nos encontraremos con una camarera muy dicharachera y un encargado ejemplar. Como siempre, Paula (o Elvira) anda algo perdida, pero en este restaurante su vida será mucho más fácil. Él, aunque algo cansino, es un tipo que está en todo y que controla la situación, sin malas palabras y cero reproches. Un líder que desempeña su cargo de forma natural sin tener que reafirmarse. Alguien podría pensar que es el antagonista de aquél otro encargado, pero quizás eso sean palabras mayores. En lo que se refiere a la camarera, su alegría contagia a los clientes y también a la nueva empleada, a quien intenta ayudar y animar en todo momento. Por supuesto, ésta no pierde la oportunidad para contarle a la recién llegada que no pudo irse de luna de miel porque se tuvo que quedar trabajando. En definitiva, amor y felicidad para todos, aunque con matices que quizás pudieran interesarle a toda una directora general. Eso, suponiendo que ella pudiera escucharlo.
Pero entonces llega el día de descubrir el pastel. Uno por uno, los diferentes empleados van pasando por el despacho de Elvira (o Paula) y comprenden lo que ha ocurrido. Además de los elogios, a la encargada de cocina la obsequia con un viaje a Estados Unidos para ver a su familia. A Jédar le entrega el dinero suficiente para que su madre pueda superar la enfermedad. Al líder del local de Preciados lo asciende a formador de Lizarran, por su simpatía y su capacidad para hacer llegar el mensaje. A la camarera del mismo lugar, le pagarán las clases de inglés que tanto necesita, además de esa luna de miel que tanto merecía. En cuanto al caudillo en potencia, el tipo se mantiene en su posición y se reafirma como el jefe del lugar. Bueno, no hay mal que por bien no venga; como decíamos, toda buena historia debe contar con un buen villano. Y en este caso, cuando sale por la puerta, todo el mundo sabe que lo han vencido.
El jefe infiltrado, próximamente en los mejores cines.
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