El muro, los muros
Por José Luis Muñoz , 18 mayo, 2014
El Muro fue sin duda uno de los trabajos más exitosos de Pink Floyd —aunque yo prefiera otros menos grandilocuentes como More, por ejemplo, o La Vallé, que ilustraron musicalmente las películas que el realizador Barbet Schroeder rodó en Ibiza y en Nueva Guinea—; se estrenó en 1979 como una ópera rock de ese grupo puntero británico formado por Syd Barret, Roger Waters, Richard Wrigth, David Gilmour y Nick Mason. Curiosamente la obra, compuesta casi en su totalidad por Roger Waters a raíz de un incidente nimio y totalmente vulgar—escupió a un asistente a uno de los conciertos que la banda dio en Montreal, Canadá, que no hacía más que boicotear el concierto, y el muro de su título se refería al que separaba al artista de sus espectadores oyentes—se elevó a categoría universal interpretándose como el muro que separa a unos seres de otros. Muchas veces el arte, para su fortuna, escapa de sus creadores y son sus receptores los que sabiamente lo interpretan. El Muro, además, selló la discrepancias del grupo, así es que fue un muro entre ellos mismos, y determinó, imagino que por un problema de egos, la marcha de uno de sus integrantes, Richard Wright, que precedió a la del propio Waters dejando el liderazgo de la banda a Gilmour. De un simple escupitajo a un anónimo asistente en un concierto de Montreal nació una de las más exitosas canciones protesta de la humanidad, recogida años más tarde por la película homónima de Alan Parker. El Muro fue la banda sonora que acompañó a los mazazos que derribaron el muro de Berlín, el símbolo ignominioso de separación del Telón de Acero que todo el mundo celebró con alborozo.
Cayó ese muro y Berlín es, más o menos, una ciudad unificada, como antes cayeron, como si se tratase de un castillo de naipes, uno por uno, todos los regímenes comunistas de los países dominados por la URSS y finalmente se desmembró ella misma en unos años de vorágine que todavía no han sido analizados con rigor histórico y cuyas consecuencias estamos pagando en Europa a un precio muy alto—la desintegración posterior de Yugoslavia; la actual crisis prebélica de Ucrania; la desaparición del estado de bienestar en los países de la UE, etc.—, pero crecieron infinidad de muros en las sociedades avanzadas. Israel levantó un muro de la vergüenza que ahoga a la población palestina en una serie de bantustanes incomunicados entre sí y sin viabilidad política ni económica; Estados Unidos ha sellado su frontera con México con un muro de 595 kilómetros que empieza en San Diego/Tijuana, lo que supone que los emigrantes ilegales crucen por Arizona y muchos de ellos perezcan en su desierto en el intento (se habla de 10.000 muertes); y en Europa tenemos la fosa natural del Mediterráneo en cuyo fondo descansan miles de norteafricanos y subsaharianos ahogados.
El hombre, desde los inicios de la historia, delimitó con muros sus territorios en un afán por marcar su territorio de propiedad. Luego esos muros, más sofisticados, más altos, le dieron una garantía de supervivencia frente a los asaltos de los bárbaros, los extranjeros, y ahí están los que ha edificado el imperio romano, la Gran Muralla China o los muros que cercaban las ciudades estado medievales como vestigios históricos de ese pasado defensivo que intentaba evitar lo inevitable, el mestizaje, el intercambio cultural que, finalmente, de forma pacífica, mediante el comercio, o violenta, mediante las invasiones, se acababa produciendo. Los muros persisten, a veces de forma invisible, en nuestras ciudades: son muros económicos que establecen peajes por vivienda y servicios no asumibles para según qué clases sociales.
Los muros artificiales que levantaron los estadounidenses y los israelís, que seguramente celebraron la caída de muro de Berlín, y ese muro natural que constituye el Mediterráneo en el que recientemente, por una mala praxis policial que se está investigando, se han ahogado al menos 15 subsaharianos a un paso de tocar la playa de la ciudad española de Ceuta, no hacen otra cosa que generar dolor y muerte y actúan como filtro darwiniano de la especie, como sucedía en los barcos negreros que partían de África hacia América: sólo los más dotados y resistentes conseguirán su objetivo. Treinta mil subsaharianos se hacinan en condiciones miserables en Marruecos con la esperanza de pisar una tierra prometida que no lo es, en donde van a malvivir y serán rechazados, pero infinitamente mejor que el infierno del que huyen, países desestabilizados, en guerras permanentes, con hambrunas naturales periódicas, y qué duda cabe de que saltarán, que lo harán aunque la mayoría de ellos fracase o pierda la vida en el intento. De parecida forma cientos de miles de ilegales saltan la línea divisoria y son interceptados en la frontera USA y devueltos a origen, aunque la cifra haya caído en picado durante los últimos años a causa de la crisis.
Sería de necios pasarse al otro extremo y abrir fronteras en Estados Unidos y en Europa a esa masa de desheredados que no pueden absorber, pero el primer mundo tiene una responsabilidad moral directa sobre lo que está pasando en los países de origen, mecanismos suficientes y recursos para corregir la miseria económica y la violencia atroz de la que huye toda esa gente, pero no interesa instaurar regímenes democráticos y limpios que entorpecerían sus negocios. Las ONG bienintencionadas y los organismos internacionales dilapidan sus recursos en países en donde reina la corrupción y las ayudas acaban en manos de sátrapas, que existen porque convienen al primer mundo, a sus intereses geoestratégicos por las materias primas que esquilman sin que las ganancias que con ellas se generan vayan a los bolsillos de la población sino a las cuentas suizas de los dictadores de turno, y no hay voluntad por parte de nadie de acabar con ello, así es que África será granero para China, pero hambruna para los africanos que cultiven esas tierras; África hará ricos a los que se han adueñado de sus riquezas plantando las banderas de compañías internacionales en su territorio mientras se habla de piratas somalíes; África continuará siendo basurero nuclear en estados fallidos, que interesa lo sigan siendo, como en Estados Unidos siempre habrá sudamericanos y centroamericanos, acuciados por las desigualdades extremas que aún persisten en sus países, que salten el muro en California, Nuevo México o Texas, o crucen el letal desierto de Arizona, y por eso habrá muros y gente que salte los muros, o los derribe, y muertos, miles de muertos anónimos que no importan a nadie salvo cuando son objeto de noticia.
Nuestros esclavos, porque eso terminan siendo, esclavos unos y otros, esclavos los que pasan esa difícil frontera México/USA, esclavos los que sobreviven al traicionero Mediterráneo del Estrecho de Gibraltar, ya no vienen en barcos negreros hacinados como sardinas en lata en las sentinas sino en botes neumáticos o camionetas cuyos pasajes pagan a mafias que les imponen ese peaje de entrada en el paraíso sin garantía alguna de lograrlo. Y, como hace siglos, siguen muriendo en el trayecto. Negocio redondo. Ellos ponen los muertos. Nosotros recibimos las ganancias.
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