El Núremberg de Alberto Durero
Por José Luis Muñoz , 5 noviembre, 2015
El desayuno en el Holiday Inn es correcto y lo tomo a las 8 y media de la mañana mientras miro cómo los tranvías, paradigma del transporte civilizado, recorren la calle silenciosos. La máquina de café es confusa y me sirvo, sin quererlo, un vaso de leche caliente al que le añado café y se desborda. Hay tiernos cruasanes pequeños, pero no hay tostadora para un pan que deja mucho que desear. Los quesos, franceses, mejor de lo que esperaba. Fallan los huevos de los que sólo hay duros. Los huéspedes son variopintos, desde hindús a húngaros, pasando por españoles, hombres de negocios, matrimonios bien avenidos y amantes. Un solitario.
El día es espléndido y no voy a tener una sola nube en un cielo azul que es inusual para esta época del año. Soy un afortunado en mis últimos días de viaje que parecen querer compensar los lluviosos del inicio. La luz del día me permite admirar fachadas historiadas con pinturas murales que se han conservado desde siglos, caserones abuhardillados y un sinfín de esculturas, no siempre religiosas, que observan a los viandantes desde las esquinas de las casas. Restaurantes y bares se anuncian con artísticos rótulos de metal troquelado que penden de sus puertas. Núremberg me seduce entonces y uno se olvida del nazismo que anidó profundamente en el seno del católico pueblo bávaro y de los mítines del enloquecido Hitler que resonaron por estas plazas por las que paseo ahora e hicieron perder la cordura al pueblo más racionalista de Europa. Tantos pensadores ilustres, tantos músicos y poetas, y se dejan seducir por un bárbaro destructor.
No hay mucha gente por la calle este domingo 1 de noviembre y ni un solo joven; la resaca de la noche de difuntos debe de tener que ver con ello. La luz del sol me permite disfrutar de la portada extraordinaria de la iglesia luterana de San Lorenzo, enmarcada por sus dos altísimas torres y presidida, en la columna que divide en dos la puerta principal, por la Virgen y el Niño, y de las esculturas de piedra que pueblan su arco, entre las que distingo a Adán y Eva escoltados entre profetas y protegidos por redes de las malignas palomas que no veo en la ciudad. Sobre la Virgen, una serie de tímpanos con relatos sacros y un reducido Cristo crucificado. El interior de la iglesia me lo veda un portero de discoteca que está allí para impedir que entren turistas y conturben con sus cámaras el sacro oficio que tiene lugar a hora tan temprana, y puedo dar fe de que el servicio de orden en las iglesias es sumamente eficaz: a una mujer casi la placaron cuando sacó su cámara de fotos sin saber que había una ceremonia religiosa.
En el puente, frente al Heilg Geist Spital, me sorprende, de nuevo, el coro de todas las campanas de la ciudad que tocan a rebato y despiertan a sus habitantes. Ese sonido eclesiástico me traslada al pasado, a la Heidelberg medieval cuyos vestigios están por todas partes. Me fijo, entonces, que en el plácido Peignitz, cuya corriente es inapreciable, pululan, además de patos, unas minúsculas gaviotas que levantan de cuando en cuando el vuelo y no son mayores que las palomas. Su pequeñez es un misterio.
La Königstrasse desemboca en la plaza del mercado, hoy, domingo, vacía. Ese inmenso espacio empedrado en forma de cuadrilátero, lo flanquea, en uno de sus laterales, el delicado edifico gótico de la Frauenkirche, la iglesia de Nuestra Señora. Su fachada recargada gótica renacentista y en forma de escalera, su pórtico geminado presidido, también, por la Virgen y el Niño, las esculturas de los apóstoles y profetas que siguen la ojiva de su arco principal y el reloj dorado (siempre el tiempo en esas ciudades y su fugacidad) que la preside, impactan por su belleza armónica. La iglesia parece la pieza de un orfebre que la ha cincelado con esmero y sin olvidar un mínimo detalle. Tras el pórtico de piedra rosácea, del mismo color que el resto de la construcción, y antes de entrar en el recinto, un segundo pórtico de madera policromada sobre fondo azul recibe al visitante con el frontispicio de la adoración de los Magos. Su ábside, alumbrado por alargados vitrales decorados y escoltados por esculturas, está presidido por un tríptico sobre panes de oro de la crucifixión de Jesucristo que cuelga tras el altar.
La Burgstrasse trepa por el otro lado de la vaguada, mucho más pendiente, y pasa lateralmente por la fachada del imponente ayuntamiento, un antiguo palacio neoclásico enorme que ocupa toda una manzana y en uno de cuyos bajos ha establecido sus reales un restaurante de lujo. La iglesia de San Sebaldus es tan impresionante como la Lorenzkirche, gótica y con dos altísimos campanarios picudos y el color de la piedra también es ligeramente rosáceo. Las paredes exteriores están profusamente decoradas con altorrelieves y medallones, y cerca de la puerta principal, moderna, reconstruida tras los desastres de la guerra que asoló toda la iglesia y la redujo prácticamente a escombros, un enorme Cristo crucificado. En una puerta lateral de perfecto arco ojival, el frontispicio está dividido en dos partes iguales, y en la inferior se representa en una secuencia el descendimiento de Jesucristo y su entierro, y en la superior, la Anunciación de María.
El interior de la iglesia es espectacular y sus tres naves diáfanas, con una parte de la principal que data del románico. La girola de la iglesia no está cerrada por muros, así es que el columnario que la delimita dejan pasar el aire y con él una mayor sensación de libertad. Las columnas que demarcan el altar mayor son fasciculadas. Las nervaduras del techo de la nave central están remachadas por dovelas historiadas. Hay esculturas de la Virgen y de los santos de piedra y madera policromada por todo el interior y destaca, en uno de los laterales, el fresco alargado, pintado sobre tabla, de la huida del paraíso de Adán y Eva, él, yacente y apesadumbrado, en color carne, y ella de una blancura grisácea imposible. Tras el altar central, sobre el que sobrevuela una talla de Cristo crucificado, reposan los restos de San Sebaldo en un sarcófago de plata en forma de casa con entramado de oro, protegido por una bóveda alargada de piedra negra con tres arcos laterales y dos frontales en cuyas columnas hacen guardia los profetas.
Hay numerosos retablos góticos por todo el templo, como uno dedicado a San Pedro, escultórico en su parte central, y pictórico en sus laterales, en uno de cuyos cuadros se representa la crucifixión boca abajo que quiso tener el fundador de la Iglesia de Roma.
San Sebaldo fue reducida a escombros durante la Segunda Guerra Mundial y reconstruida minuciosamente con esos escombros recuperados más algunas columnas y arcos que tuvieron que recrear con piedra del mismo color, de modo que no se notan en absoluto los añadidos. La Iglesia, como toda Alemania, renació del ave Fénix en que quedó convertida, y de este modo el edificio religioso se ha convertido en un monumento de la paz contra los desastres y la sinrazón de la guerra.
Saliendo descubro un tercer pórtico que me llama la atención por las figuras representadas en su arco gótico. Están el apóstol Santiago y Adán y Eva con unas desproporcionadas hojas de parra, pero lo sorprendente es que el artista repite hasta seis veces la imagen de una Virgen María hierática y sonriente en otras tantas posiciones distintas, la última durmiendo de pie, con la cabeza ladeada y apoyada en su mano. Me falta al lado un experto en Historia del Arte que me interprete esa secuencia escultórica mariana.
Enfrente de la iglesia de San Sebaldo, en la misma plaza, descubro otra de las joyas de la ciudad, el historiado balcón gótico renacentista, con rica ornamentación de altorrelieves, que pende de la fachada del Stadtmuseum Fembohaus, de cinco caras, completamente cerrado y sustentado por una gruesa columna a tierra firme de modo que más que de un balcón podríamos hablar de un púlpito sin predicador.
Subo hacia el castillo por una pendiente considerable. Ya hay más gente por la calle, grupos de turistas que han desembarcado de algunos de los barcos de la compañía Viking que vi días atrás en Bratislava y han llegado navegando hasta la segunda ciudad de Baviera. Hasta en las esquinas de modernos edificios de oficinas veo imágenes antiguas policromadas de la Virgen coronada y El Niño. Baviera respira catolicismo en sus poros aunque las principales iglesias que he visto sean todas de culto luterano. La ciudad conserva con mimo todo lo antiguo y pegó con paciencia de chino el puzle resultante de los destrozos de la Segunda Guerra Mundial como si los bombardeos no se hubieran producido jamás. Dejo atrás una posada de 1498, según su historiado rótulo metálico que sobrevuela su puerta, el Goldeness Bosthorn, y sigo subiendo la Burgestrasse que me va a llevar hasta la puerta del castillo de Núremberg no sin admirar esculturas de bronce verde que desafían la gravedad en las cimas de las casas nobles, algunas en escalera, de la ciudad.
El castillo está amurallado y se accede por una entrada bajo arco que cruza su muro. Lo primero que veo es la imponente torre de defensa a la que subo tras la penitencia de un sinfín de escalones para tener una vista aérea de la ciudad en un día tan inusualmente soleado. La ciudad medieval se extiende a mis pies con un entramado de calles retorcidas y escalonadas que confluyen, como los afluentes a un río, en la plaza del mercado, el corazón de la ciudad.
Me desdigo de lo que dice días pasados acerca de los castillos. El de Núremberg está plagado de historia y su contenido es tan excelente como el continente. Hay en su interior una iglesia románica minimalista, la Capilla Imperial, de dos niveles, decorada con algunas esculturas de madera policromadas de reyes barbados y damas de mejillas arreboladas. Hay trípticos y dípticos bellamente pintados que colorean la austeridad del románico.
En la sala contigua a la capilla encuentro representados a los reyes de la Baviera medieval, en altorrelieves y con atuendos militares, y aparecen también en cuatro tablas pintadas, idealizados. El artesonado de la siguiente sala está decorado con motivos heráldicos. En las esquinas, enormes estufas de porcelana verde para hacer frente al frío del invierno que toco, para comprobar que están frías.
En las plantas superiores de la fortaleza militar están las armaduras de cuerpo completo, distintos modelos de cascos, yelmos, cotas de malla y un surtido de armas infernales para sajar, machacar y descuartizar al oponente. Para manejar los descomunales mandobles, del tamaño de un ser humano, había que tener una fuerza titánica. El tiempo corre hacia delante, como indican mecanismos de relojes expuestos, y la técnica sustituye a la fuerza bruta: escopetas de todo tipo, espingardas y cañones de bolsillo.
La de Núremberg es una de las murallas mejor conservadas de Europa, así es que, cuando salgo del castillo, me doy una vuelta por ella hasta que me canso de esa paz que reina extramuros, de ciudad residencial de casas de pequeña elevación, y regreso a la más bulliciosa de intramuros.
El Kaiser Stallung, próximo al castillo, es un gigantesco caserón abuhardillado que sirve de albergue de la ciudad. Data de 1494. La casa museo de Alberto Durero, el hijo más ilustre de la ciudad, abre sus puertas a la calle de su nombre. Allí vivió, y murió, el pintor y grabador a una edad muy temprana. De aspecto melancólico, su belleza física y la elegancia y refinamiento de sus rasgos queda reflejada en los autorretratos y grabados en los que se tomó como modelo en un ejercicio de narcisismo inherente a todo artista. Aparece siempre con cuidada barba y bigote y cabellera larga y ondulada, siguiendo cánones renacentistas italianos. Durero estuvo casado, pero no tuvo descendencia, lo que era extraño para aquella época, y el caserón en donde vivió, de piedra rosácea los dos primeros pisos, y con entramado de vigas de madera típico de la zona, el tercero, es uno de los mayores de la antigua Núremberg. Resulta paradójico, pero la ciudad natal del pintor, que vivió holgadamente gracias al grabado más que a sus cuadros, no tiene una sola obra original suya: todos están en el Prado. Hay, eso sí, fidedignas copias de algunos de sus cuadros más famosos. La belleza del díptico de Adán y Eva conturba. Son desnudos en movimiento y las figuras de ambos responden a cánones renacentistas: cuerpos estilizados lejos de los desbordamientos barrocos, miembros largos, rostros bellos. Detrás de cada cuadro hay una historia y me gustaría inventar la de esos dos modelos que posaron desnudos para el pintor alemán. Alberto Durero reflejaba su belleza en sus obras. Hay una copia de una Virgen sencillamente preciosa sosteniendo a un Niño sencillamente horroroso. El entusiasmo hedónico con que plasmó los rasgos bellos de esa mujer desapareció en cuanto hubo de pintar al infante. Paseo por las estancias del pintor, haciendo crujir la madera del suelo, husmeo en sus intimidades, en su reducida y oscura cocina de la que todavía cuelgan los peroles que lo alimentaron y en donde el pintor hizo habilitar un retrete en los últimos años de su vida, cuando estaba ya muy débil. ¿Un retrete en la cocina? Hasta en aquella época estaba prohibido, pero las autoridades de Núremberg hicieron la vista gorda con su hijo predilecto. Los cristales de las ventanas están emplomados, son oscuros, así es que entra en el interior una luz velada. Los muebles que llenan las estancias son rústicos y macizos, de maderas muy oscuras, pero hay un arcón negro con altorrelieves que representan a un rey y una reina. El decorado es perfecto para filmar un biopic del pintor. ¿Brad Pitt? ¿Johnny Depp? La belleza del artista de Núremberg tenía algo de femenina.
Es la hora de tomarse una jarra de cerveza en la plaza Alberto Durero, y de observar a los turistas y locales que hacen lo mismo que yo o beben vino caliente. La cerveza entra sin acompañamiento y se demora en la mesa. Los alemanes y los foráneos aprovechan para tomar el sol vivificante de este otoño inusualmente cálido mientras en España diluvia.
Sigo mi paseo errático por la ciudad, sin mapas y con instinto, porque callejeando sin rumbo es cómo mejor se conocen. Desciendo por una serie de calles hacia la plaza del Mercado. Siempre, si miro hacia arriba, tengo alguna sorpresa agradable. Un ángel dorado, con ropa de estar por casa y las piernas cruzadas, está sentado en el alfeizar de una ventana de una casa en actitud pensativa y con los ojos entornados. El sello de un cisne adorna un inmueble de 1563. Paso por un restaurante, cerrado, de cocina española. No será el único.
El sol se refleja en el reloj dorado de la menuda iglesia gótica de la Frauenkirche cuando vuelvo a pasar por la plaza del mercado. En esta segunda visito encuentro detalles inadvertidos en la primera. La iglesia es de piedra rojiza y en su fachada destacan las figuritas policromadas de unos músicos, que debían moverse al dar las horas cuando el mecanismo funcionaba. Paso al interior. Ante un grupo de fieles reducido, canta un coro en su ábside decorado con un tríptico pintado sobre tabla con fondo de pan de oro. Me siento en un banco a escucharlos. Y a admirar las pinturas y esculturas de la iglesia. Hay grupos corales en prácticamente todas las iglesias de Alemania. El alemán es un pueblo que vive con pasión la música.
Hago una foto a dos chicas al salir, una rubia y una morena, que caminan hablando animadamente entre ellas por la plaza, y no me doy cuenta, hasta después, ampliando la fotografía como en Las babas del diablo de Julio Cortázar que Michelangelo Antonioni adaptó en Blow up, que he captado, sin querer, un beso apasionado entre mujeres, una rubia y una morena, en el escalón de una de las puertas cerradas de la iglesia. Cristo es amor. Amaos los unos a los otros.
Es la hora de comer, aunque sean las cuatro de la tarde. Un chico hace malabares y otro rasguea la guitarra y canta como Bod Dylan cerca del puente del río. Busco una terraza junto al Pegnitz, próxima adonde comí el día anterior la tarta de queso y el café con leche, el bar de los camareros glamurosos, las chicas guapas y la música house. Me siento junto al río, en la estrecha terraza del Café Bar Celona. No quiero riesgos con la cocina local. Tortilla española, chorizos fritos y una sopa de tomate que apenas caben en mi minúscula mesa cuando traen la jarra de cerveza. Correcta imitación de cocina hispana en ese local de tapas lleno a rebosar y que demuestra que la cocina mediterránea está cultivando el paladar germánico. Me he prometido no comer ninguna salchicha con chucrut, esa col agria con la que la acompañan. Con el postre, una strudel, pido una copa de Riesling.
Aún tengo una hora de sol que aprovecho para pasear por la ribera del río, por sus islotes llenos de tiendas y barecitos acogedoras, cruzando sus puentes, explorando nuevos territorios que me llevan por una pasarela colgante, en donde el río hace un pequeño salto para seguir corriendo con lentitud extrema, a un enorme parque que sigue su curso y por donde la gente hace deporte corriendo o en bicicleta.
De regreso cruzo el Peignitz por un puente de madera cubierto, el Maxbrücke, y paso de largo por una casa de torturas. Quiero que ni ésa ni la de Hitler y sus hordas sean las imágenes que prevalezcan de la ciudad sino la de Alberto Durero y su sentido de la proporción y belleza.
Los árboles y las casas de colores pastel se reflejan en el agua componiendo un cuadro impresionista que algún que otro pato rasga con su surco al desplazarse. Las ondas manipulan las pinceladas del agua, las casas invertidas reflejadas en ella. El Peignitz, a su paso por la ciudad, es una pintura que nadie firma. Hay que saber mirar la belleza, no dejar escapar ese instante de luz prodigiosa que embellece todo lo que toca, convierte en oro paredes de piedra.
Regreso al Holiday Inn y dejo a mis espaldas el bullicio humano que reina en Núremberg intramuros. Me refugio en ese hotel moderno que no tiene wifi y me permite leer en la cómoda cama con tres almohadones hasta que me entra el sueño. Positivar lo negativo, siempre. El viaje acaba y el viaje sigue.
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