El Ocho de Marzo
Por Carlos Almira , 6 marzo, 2021
El ocho de marzo se ha convertido en un objeto de controversia. Más allá de la separación maniquea que implica siempre lo políticamente correcto, creo que lo que subyace aquí es una lucha cultural, es decir, un conflicto entre opciones de vida e interpretación que aspiran a la hegemonía en el imaginario colectivo. Esto es, una lucha política.
Se me ocurre que un grupo que aspira a imponer su visión de las cosas, sus valores e incluso su experiencia como la única verdad indiscutible, deberá al menos, aspirar a lo siguiente: primero, descalificar como ilegítimas o equivocadas, todas las interpretaciones y todos los sistemas de valores que no coincidan plenamente con los suyos; segundo, apropiarse de la realidad, de los hechos objetivos, sobre los que se articula su discurso de Verdad, como un coto propio y cerrado frente al resto de interpretaciones, competidoras o no; tercero, movilizar a la mayor parte posible de la sociedad, incluidos aquellos que no comparten en principio su entusiasmo por la “lucha” cultural, los tibios, los indecisos, los indiferentes, en favor de la misma, merced a la simplificación, la victimización, la descalificación, la lucha en suma de los eslóganes; por último, y en la medida en que esté en su mano, ocupar la mayor parte del espacio público posible, incluida la agenda de los medios de comunicación, y poner al servicio de su relato el del aparato del Estado.
En la Celebración del Día de la Mujer, como en otras épocas en la del Día del Trabajo, subyace hoy a mi juicio, una lucha por la hegemonía cultural. Lo esencial de la disputa gira en torno a la apropiación de los hechos. ¿Quién puede hablar hoy y posicionarse sobre la discriminación que han sufrido históricamente y padecen aún en la actualidad, las mujeres por el sólo hecho de serlo? (algo por cierto, “ser mujer”, que no puede pretenderse fuente de virtud, como en otras épocas se pretendía el ser español o el ser obrero, ya que no es escogido). Si yo, hombre, en la cincuentena de la edad, profesor de Instituto, padre (e hijo) de familia, digo que me repugna la discriminación de la mujer, y que la rechazo como un hecho injusto e indefendible, ¿no estoy invadiendo un campo que no me pertenece, en esta lucha cultural? Porque, sin haberlo tampoco elegido, al mismo tiempo que sostengo lo anterior, digo que me siento orgulloso de haber nacido y ser hombre, soy feliz con mi familia, intento ser un buen padre y un buen marido, me casé por la Iglesia, me gustan las procesiones de Semana Santa, y creo en Dios.
Pero eso, se me dirá, es una incongruencia o, peor aún, una hipocresía: porque todas esas instituciones, la humanidad masculina, la familia patriarcal, la Iglesia Católica, han sido y son precisamente una fuente de opresión para las mujeres. Cierto. Sin embargo, no hay que olvidar algo: primero, que en la Historia no se deben confundir nunca los hechos (lo concreto) con su relato, liberador o dominador; segundo, que lo concreto es casi siempre, si no siempre, infinitamente más complejo que lo general que se cuenta. Cuántos ejemplos no hay en la Historia de relatos liberadores que, andando el tiempo, han servido de paraguas a los sistemas de dominación más abyectos, desde la Santa Inquisición al Gulag. Cuando yo digo que me gusta ser hombre, aunque no lo haya elegido, estoy diciendo de forma implícita también que me gustaría, si fuera el caso, haber sido mujer; que lo que me gusta de ser hombre o si lo fuera, me gustaría de ser mujer, es inclusivo, una forma determinada de vivir y ser persona, de realizarme en la medida de lo humano; cuando digo que me gusta mi familia, es la pura verdad; “mi” mujer, mis hijos, mis hermanos, mis padres, y todo el resto, que son personas concretas y, por lo tanto, insondables, con las que vivo y a las que quiero; y cuando digo que me gusta la Semana Santa y que creo en Dios, reivindico toda mi vida hasta aquí, desde mi infancia, cuyas vigas más importantes, por cierto, yo tampoco he elegido.
¿Sería mejor rechazar todo esto porque, en un sentido general e histórico, ciertamente ha formado parte de la discriminación intolerable de las mujeres? ¿Y entonar el mea culpa? ¿Y quedarme desnudo, renegando de mi condición de hombre, de mi familia, de mis creencias religiosas para, al modo de un papel en blanco, servir entre millones de otros papeles en blanco, para que se pueda reescribir la Historia del Mundo?
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