El pájaro decapitado
Por Emilio Calle , 15 mayo, 2014
Dejando a un lado las consideraciones exclusivamente policiales del caso, el asesinato de Isabel Carrasco, presidenta de la Diputación de León, está degenerando (no hay ocasión que se desaproveche para desmerecer a las víctimas) en un auténtico vendaval de despropósitos, que terminará provocando graves fisuras en nuestros ya ajetreados derechos. Apenas habían pasado unas horas desde su violenta muerte, cuando más de uno aprovechó (y no sólo los que se amparan en un supuesto anonimato) para verter en las redes sociales una cantidad insólita de basura. Pese a que esa misma tarde (cuando ni siquiera la autora material ya detenida hubiera confesado) la policía apuntaba que él móvil había sido personal, en Twitter y en Facebook el crimen era celebrado, o se acusaba a ciertos sectores de la sociedad, sobre todo plataformas civiles, de estar propiciando un clima favorable para que la gente se ponga a masacrar políticos a las primeras de cambio. Ni que decir tiene que con la celeridad que caracteriza a nuestro ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz ya ha tomado cartas en el asunto. Según él “la autoradicalización se produce en las redes sociales” (todo un galimatías de frase, mejor ni detenerse en ella), y termina comparándolas con las nidadas del terrorismo yihadista. Todos están escandalizados por lo que apareció en dichas plataformas. Alfonso Alonso, portavoz del PP en el Congreso, incluso acota el territorio al afirmar que “hay alguna red social que se está convirtiendo en un lugar muy poco recomendable”, señalando a Twitter pero sin nombrarla para “no darle cancha a quienes se califican por sí mismos”. Rosa Díez pide regular el uso ofensivo que se pueda hacer en las redes. Los socialistas creen necesarias medidas de censura, al tiempo que dos concejalas de este partido dimiten por comentarios impropios sobre el crimen de León colgados en Facebook. A nadie parece importarle los periódicos, tertulias o programas radiofónicos que no solo han hecho los mismos comentarios.; ellos han llegado mucho más lejos, sobrepasando en algún caso la obscenidad.
Pero de nuevo las culpas caen sobre todos los internautas.
¿A qué viene este juego? ¿Realmente nos quieren hacer creer que no hay ya leyes que persiguen y castigan estos delitos, ya sea apología del terrorismo o incitación a la violencia? ¿Nos consideran tan embobados como para no saber que la policía cuenta con pericia y armas técnicas suficientes para desenmascarar a cualquier perturbado al que le dé por exhibir su desprecio?
Las miras de nuestros políticos (del signo que sean) persiguen una meta muy concreta. El control total sobre los contenidos que puedan o no aparecer en las redes. Quieren que les consultemos antes de preguntar, o de protestar, y entonces, esperar su respuesta.
A mediados del pasado mes de abril, un número indeterminado de niñas (doscientas es la menor de las cifras que se barajan) fue secuestrado por la secta radical islámica “Boko Haram” que exigía una serie de condiciones políticas o las pequeñas serían vendidas como esclavas sexuales, y hasta ese momento todo será suplicio y agonía. ¿La comunidad internacional intervino de inmediato? Pues no. Ni siquiera las autoridades locales parecían interesadas en difundir la noticia. Fueron los propios nigerianos los que utilizaron las redes sociales para expresar su ira contra un gobierno que no hacía nada por resolver este horror. Entre todas las personas que buscaban un auxilio para las pequeñas, un abogado nigeriano, Ibrahim M. Abdullahi lanzó un “tweet” con la etiqueta #BringBackOurGirls. No nació concebido como una campaña, pero fue sumando adeptos hasta que terminó implicando en ella a Michelle Obama, y también al propio presidente de los Estados Unidos que apoyaba una derivación de la misma raíz viral en contra de la violencia contra las mujeres. Cierto es que había pasado más de medio mes desde el secuestro de las niñas (cuya agonía sólo puede medirse en segundos), pero ahora el mundo es consciente de la noticia, y se dan algunos pasos para intentar solucionarlo.
Ahora se pretenden alentar en nuestro país medidas para controlar los contenidos que se publiquen en las redes sociales, escudándose en que un puñado de perturbados no saben hacer otra cosa que propagar el odio (y nada niega que no hagan lo mismo fuera de Internet, así que la red no parece que sea el problema). ¿Bajo qué criterios? Si finalmente se establece un reglamento, ¿tendremos derecho a denunciar que es nuestro propio gobierno el que no hace nada frente a situaciones que podemos considerar infrahumanas, ya sea hijas del odio, del hambre, de la intolerancia o de la miseria? ¿O sólo podremos expresar admiración por nuestros próceres?
Parece que en fechas no muy lejanas nos tocará levantar la mano y esperar para ver si nos conceden el permiso de protestar o compartir nuestras opiniones. Decapitado el pájaro, ya no canta.
¿Libertad de expresión? Sí, claro. Pero siempre que haya sido autorizada.
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