El poeta enamorado
Por José Luis Muñoz , 4 mayo, 2015
Hacía treinta y cinco años que no le veía. Así es que retrocedo treinta y cinco años por el tiempo y acudo a su despacho con un manuscrito bajo el brazo, porque el poeta estaba centrado, además de en su actividad lírica, que siempre mantuvo, en funciones de editor por entonces. Y hoy, al verle casualmente, he rememorado mi entrada en ese despacho del Ensanche barcelonés, la de un tipo joven, con el pelo largo atado en coleta, ahora que vuelve a estar tan de moda, muy negro el cabello y sin ninguna cana, tejanos como los que llevo ahora y quizá una chaqueta para dar un poco de empaque de seriedad a ese encuentro autor/editor. El despacho es pequeño, está escasamente iluminado y reina un tremendo caos a tono con su ocupante que se mueve por él como elefante en cacharrería, tirándolo todo a su paso. Se levanta para buscar por algún lugar el manuscrito que le he enviado por correo y ha leído personalmente, y, me doy cuenta por sus comentarios posteriores, con atención; tira, por el camino, libros que estaban en equilibrio en su desordenada mesa; se le cae al suelo el bolígrafo con el que iba a escribir unas notas, y, cuando se sienta de nuevo, sin caerse de su sillón, reparo que lleva la bufanda liada al cuello, a pesar de ser julio en Barcelona, y más adelante descubro un abrigo colgado de un perchero y su sombrero, porque al poeta nadie lo ha visto con otra indumentaria que no sea ésta y con ella será enterrado. Recuerdo su mirada tímida por encima de sus gafas encajadas en una nariz carnosa, las mismas que ahora lleva, y sus buenas palabras acerca del libro, a pesar de decirme que no está interesado en publicarlo, y esa discreta melena, a tono con la escasez de su cabello, que me recuerda a un personaje dickensiano. Me dice, como cortesía, que estará encantado en leer todo lo que escriba para una posible incardinación editorial, y esa expresión, extraña en su momento, fue la que figuró, a partir de entonces, en todas las cartas manuscritas, quizá porque no sabía escribir a máquina o no le gustaba dictar a su secretaria, que me remitía cuando yo le enviaba una nueva novela: Lamento la imposible incardinación editorial de su apreciado libro al que no le resto méritos, porque tenía una forma de escribir prosa muy pomposa. Ahora simplemente te dicen que no encajas, y punto. En treinta y cinco años no se produjo nunca esa deseada incardinación y yo, a los cinco de negativas, imagino que dejé de enviarle mis novelas que se fueron publicando en otras editoriales.
Así es que hoy, treinta y cinco años después de esa escena de despacho, lo he vuelto a ver, y le he reconocido, porque sigue exactamente igual que entonces, con su traje impecable a medida, su bufanda liada al cuello, su enorme abrigo oscuro de corte clásico y su sombrero, a pesar de que estamos en mayo, y el mismo ademán de sabio despistado cuando entra en compañía de una mujer en el cine en el que coincidimos. Él, a pesar de que me ha mirado, imagino que por los aparatosos vendajes que lucen mis antebrazos heridos, no me ha reconocido, aunque yo sigo vistiendo de forma informal, con tejano y una camiseta de manga corta que me resulta más cómoda a la hora de desplazarme en bicicleta por la ciudad de Barcelona, pero no puede reconocerme, aunque quisiera, y ni yo mismo me reconocería, porque así como él está exactamente igual, congelado en el tiempo, quizá porque siempre fuera viejo o se comportara como tal, y hasta conserva el mismo pelo de entonces, escaso, pero negro, yo, por el contrario, era entonces joven y ahora no lo soy en absoluto y eso se nota en mi pelo blanco y en mi barba del mismo color y, sobre todo, en mi rostro del que se ha ido borrando con los años todo vestigio de ilusión para instalarse el rictus del escepticismo. Dicen que los años nos hacen mejores. No se crean esa sandez.
Ahora el poeta dejó el mundo de la edición y ya sólo es poeta, pero parece una especie de niño desvalido y torpe, aunque entrañablemente torpe siempre lo fue, y ahí tengo esa imagen tirando libros, papeles y bolígrafos al suelo en el despacho de la editorial, sin controlar sus manos, que no difiere mucho del que ahora entra en el cine algo perdido, no sabe dónde comprar la entrada y arrambla con toda clase de programas y folletos que hay en un mostrador con una ilusión infantil de coleccionismo. Es un sitio muy simpático, ya verás. Tienen focaccia, le dice a su compañera, refiriéndose al cine que debe de haber descubierto hace muy poco tiempo, en una voz inusualmente alta. El poeta reencontrado treinta y cinco años después, y que escribe libros precisos que la crítica unánimemente elogia y yo no he leído, le decía después a su compañera que le buscara el lavabo del cine, incapaz de encontrarlo él por sus medios, ya que parece no poseer el don de la orientación, y le habla en voz muy alta, seguramente fruto de la sordera, así es que todos los espectadores del cine, que esperamos la proyección de la película, le oímos pero sólo yo le reconoce.
El poeta que siempre tiene frío, sentado a mi espalda, comenta a su pareja algo en lo que le doy la razón y él repara, que ese cine curioso en el que nos ha citado el azar treinta y cinco años después de ese primer y único encuentro voluntario en la editorial, le recuerda París, los cines modestos del Boulevard Saint Michel, de cuando ese boulevard albergaba cines de arte y ensayo a los que los españoles en exilio cultural acudíamos sedientos de cine y de los que salíamos para ir a la librería del Ruedo Ibérico. Y vemos la película con una atmósfera parecida a la clandestinidad de esos años franceses que nos salvaron de morir intelectualmente en la larga noche del franquismo. Y gracias al comentario del poeta inmutable sobre el parecido de aquella sala con aquellas otras, vi esa extraña película rusa que proyectaban, Es difícil ser un dios, con la misma curiosidad que veía en esos cines las películas de un cineasta tan olvidado ahora como Carmelo Bene, con esa fascinación por lo nuevo que estoy recuperando de mi adolescencia en un último intento de recobrar algún tipo de ilusión. Y, mientras veo unas imágenes, tan terribles como bellas, en la pantalla, hijas de El Bosco y Dante, barro, esputos, heces, sangre, leche y tripas, el material del que está construido ese extraño film telúrico que me mantiene atrapado a la pantalla, volaba treinta y cinco años atrás a una discoteca de La Escala, que aún existe, alrededor de una piscina, junto al mar, y a un baile muy especial con una chica misteriosa de ojos oscuros que me llevó a ella y que terminó en la playa, danzando bajo la luna, en un ambiente muy parecido al de otra película que vi, ésta más tarde, La marge, del polaco Walerian Borowczyk. Así es que durante los casis ciento ochenta minutos de proyección del film ruso en blanco y negro, soberbio e inclasificable, y gracias al poeta que tiene frío que está sentado en la fila de detrás, cuyo perfil característico veo por el halo del proyector si me vuelvo, me desdoblo en espectador del presente viendo Qué difícil es ser un dios; en espectador del pasado sentado en una butaca incómoda, como la del cine barcelonés, del Boulevard Saint Michel dos años antes de que las calles de París se incendiaran en mayo por la revolución de los adoquines, sintiendo el olor especial que hacían esas viejas salas franceses llenas de españoles en mi primer y solitario viaje a Francia y aturdido por las imágenes de Nuestra Señora de los Turcos; y otro yo, el tercero, estaba entre los brazos de una misteriosa chica morena en una playa de La Escala, bajo la luz de la luna, saboreando gruesos labios que sabían a sal marina y ahondándome en un cuerpo tibio al ritmo de las olas sin que cruzáramos una sola palabra porque éramos extraños, acabábamos de conocernos.
Y ya, cuando salimos del cine, cuando se enciende la luz y el poeta se pone la bufanda al cuello, entra en su abrigo de invierno y se calza en la cabeza, adornada con discreta melena, su característico sombrero, que tarda en encontrar porque lo ha dejado inadvertidamente en la fila anterior y no se acuerda, Lo he perdido. Me lo buscas, oigo que le dice luego a la mujer que le acompaña, que actúa un poco como madre, que seguramente es una abnegada compañera que pone un poco de orden en el caos de su compañero que no debe de haber mejorado con los años sino todo lo contrario, empeorado, le dice con esa voz algo traviesa y meliflua, la misma que tenía, como si las frases se le escaparan en forma de silbido entre los dientes.
Tengo que decirte una cosa. Estos, del 2005 al 2015, son los mejores años de mi vida. Y aquí hace una pausa teatral, para enmendar la frase. Aunque para ti quizá sean los peores. Y se ríe, a continuación, de su travesura. Es una broma. ¿Es una broma toda la frase o es una broma la última parte de la frase? Y quizá está el poeta diciendo una gran verdad a esa mujer sensata que organiza su vida y anuda la corbata a su cuello cada mañana, que sus mejores años se correspondan con los peores de ella, no necesariamente porque ese período, del 2005 al 2015, haya sido especialmente malo para ella sino porque los anteriores, cuando era mucho más joven y seguramente se relacionaba con otro hombre, se ilusionaba por la vida y lo que ésta habría de depararle: acabar con el poeta despistado y friolero. Y quizá el poeta, y en esto elucubro, porque no sé nada de su vida personal ni voy a indagar en ella, haya llevado una vida sentimental desgraciada con mujeres que lo han maltratado, se han burlado de su torpeza endémica, o han despreciado su lirismo, hasta llegar al 2005, ese año de gracia que él reivindica.
El poeta y su compañera salen del cine, precediéndome, sin darse cuenta de que ese tipo de pelo canoso y barba que le sigue de cerca, malherido, era el adolescente ilusionado que treinta y cinco años atrás había entrado en su despacho con un manuscrito escrito a máquina de escribir y rústicamente grapado bajo el brazo, dispuesto a comerse el mundo, un joven que soñaba con ser escritor. Y yo me entero, al azar, que el poeta despistado y friolero es un tipo absolutamente feliz y enamorado al cabo de la vida que encaja su brazo bajo el de ella cuando salen a la calle, como cualquier pareja. Y siento envidia y me gustaría también poder decir que mis últimos diez años han sido los mejores de mi vida, como esa película en blanco y negro de William Wyller que vi hace muchos años y perdura fresca en mi memoria.
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