EL PORNO EN LOS TIEMPOS DE LA POSMODERNIDAD
Por Galo Abrain Navarro , 13 noviembre, 2018
Hay viejos indecentes masturbándose compulsivamente detrás de cada pantalla. Algunos lo hacen con rubias, otros morenas, transexuales, tipos peludos, rubios, conejitos, adolescentes asiáticas, caballos y antes de tiempo todo estalla en una pasmosa explosión de burbujeante y espumosa horchata blanca. Un profesor preguntó una vez en clase si sabíamos cuál era el producto más consumido en internet, el acelerante de la red a la que nos tiramos a tumba abierta a diario.
Muchos hablaron de deporte, alguno de series y películas, un pobre palurdo tuvo la inocencia de decir la información y la cultura…Yo no lo dude un segundo, alcé la mano y con voz tosca esputé -“¡El porno!”, “Coño! Pues sí, bien dicho muchacho. El porno, el porno mueve más dinero y poder que muchos gobiernos del mundo”.
El tipo, el profesor en cuestión, barbudo, bajito y barrigudo, parecía consumir con gusto la enfermedad. Pero él no hizo juicios de valor, solo presentó la realidad.
Y no es de extrañar que así sea esta realidad. Más allá de la indudable adicción que la pornografía invoca, somos seres abotargados de sexo clandestino en nuestras cabezas. Rascando un poco albergamos la esperanza de ir descubriendo cada vez más, y más, y más el próximo bocado de dulce carne joven o arrugada que nos lubrique la entrepierna. Un glorioso caballo de Troya que empujamos hasta nuestra cotidianidad con vehemente inocencia, sin preocuparnos demasiado por la incendiaria peste que le recorre las venas.
Sin darnos cuenta, Troya arde, y ya solo podemos excitarnos con un sexo artificial que nos quema la realidad. La tubería se ha roto, el váter se partió con el cabezazo de un borrachuzo zampa coños y los orines empapan hasta los tuétanos de nuestra joven y frágil memoria. No hay honor, solo obsesión por una ardiente iluminación que ya no sabe de sombras, de seducción, de sabrosos guiños y culos a medio descubrir. Erosionamos nuestros deseos. Lijamos pasiones hasta olisquear nuestros propios infiernos haciendo de nosotros nuestro propio enemigo.
La sociedad está cada vez más hipersexualizada en la oscura calentura de la intimidad, y al mismo tiempo cada vez más censurada en el exterior. Un pezón femenino en una playa argentina es una injuria al pudor de un Dios que con forma de paloma se fornicó a una mujer casada. El origen del mundo de Courbet es serrín en la garganta de Facebook, por eso le echa disolvente y la guarda en el cajón de lo prohibido. Una película en la que hay tetas al viento, por no hablar ya de un pene peludo, está solo reservada para aquellos con más de 18 años, el mínimo para beber, fumar, conducir y, un par de años antes en Estados-Unidos, para dejarte pegar un tiro en el hígado. Pero ver como se desangran doscientos negros en Black Hawk derribado solo requiere de más de 12 años. Es profunda y cruel esta paradoja. Sobre excitados por dentro, castrados por fuera.
Ginsberg decía en su poema Aullido “Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo.” Yo he visto las mejores mentes de mi generación desnutridas por un sexo falso y superficial, por una histeria compulsiva en busca del siguiente hito de frívola perversión. Pitos y conejos que creen meses después de nacer que todo está permitido, que todo es real tras una pantalla, que no habrá “noes” ni “esto no me gusta” en sus vidas. Veo violadores en potencia que se creen con derecho a su excitación porque han aprendido que todo lo que les gusta está al alcance de su mano. Cánticos de pudor les empapan las orejas, mientras impulsos de carne y odio les lamen las entrañas.
Nunca una sociedad había tenido tan fácil acceso a la desnudez y al fabuloso sexo pervertido, y al mismo tiempo se había visto tan subyugada a ocultar sus pasiones por miedo al que dirán. Es posible que jamás hayamos tenido las cartas tan a mano para escarbar en nuestra ignominiosa depravación y sea por ello por lo que nos vemos forzados a ocultarla. O, tal vez, estemos invocando nuevas generaciones esquizofrénicas que sienten el poder de la decisión en una infinita biblioteca de pornografía, y la amarga realidad de la vida en la que el juego requiere de dos o más personas y por suerte no todo está al alcance de un clic, ni depende únicamente de la voluntad de una sola y bella degradación.
La paranoia nos preñará las vísceras. Cuando nos miremos al espejo y veamos al perverso engendro muscular de asquerosas aficiones sexuales de las que en público tenemos que renegar, nos enzarzaremos en una lucha contra el único ser que solo se puede vencer con la muerte, nosotros mismos. Y nos odiaremos. Nos odiaremos como solo se puede odiar aquel que se siente enfangado en el estiércol que él mismo se ha tirado encima. Negando la sexualidad que consumimos, sin poder dejar de hacerlo.
Sexo expositivo, fabulativo, maniqueo, de distancias recortadas y seducciones amputadas sin espacio para el erotismo. George Bataille decía que la clave para la continuidad de la vida era la erótica, sin la cual todo se desharía en la más animal reproducción, y en el amargo trabajo alienante. Veía en la exuberancia erótica un sinónimo del miedo humano, el miedo a descubrir ese poderoso Eros que da vida al Yo.
Autoexplotados sexualmente, autoexplotados laboralmente, viviendo vidas líquidas, con amores líquidos que se deshacen como sangre entre las manos, manchando la piel y dejando un intenso olor a odio que terminará con una tormenta de mierda en nuestro actual enjambre digital.
El porno en los tiempos de la posmodernidad no es terrible por que sea sexo, sino porque ahí no hay sexo. El sexo es seducción, arrebato, sombra, olor, pedos vaginales, huevos peludos, estrías, manchas… es experiencia, es calma, es comunicación, es profundizar y alejarse para tomar una imagen mental del sagrado erotismo que se está profanando, con terribles consecuencias futuras.
Podría exprimir la sutileza, la magia de la curva, de la brillante narración de la sabrosa violencia enterrada, pero la posmodernidad se afila con la piedra pómez del neoliberalismo. Ese al que lo automático y trivial le excita, en su eterno eslogan de “búsqueda y consumo”. Y esta es solo una pieza de un puzle creado con un único fin, acabar con la humanidad de nuestra raza.
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