El pulso catalán
Por José Luis Muñoz , 29 enero, 2014
Como castellanoparlante que habito en Cataluña desde hace 59 años, salvo un breve lapso de tiempo en Andalucía, como escritor que siempre ha utilizado la lengua cervantina sin ningún tipo de problema en el Principado, como catalán del barrio de Gracia barcelonés, testigo de mis primeros pasos, quintaesencia de la ciudad que es Barcelona que fue extendiéndose y absorbiendo las pequeñas poblaciones limítrofes sin variar sustancialmente su fisonomía, como habitante de una hermosa tierra de adopción que es el Valle de Arán, en donde en la actualidad resido en lo que puede ser considerado como un retiro espiritual y emocional, no deja de sorprenderme la actual deriva de los acontecimientos en este pulso, que dura ya muchos años, entre Cataluña y España, combate un poco forzado por intereses espurios de ambas entidades, quizá una mera cortina de humo para tapar otros problemas sociales mucho más graves y tener entretenido al personal.
Algunas naciones, para justificar su existencia, se asientan en la épica. La épica, en no pocas ocasiones, es una interpretación fantasiosa de la historia, su distorsión. El estatus que tenía Cataluña en 1714, el año infausto para el territorio que aspira ahora a una independencia de España, se perdió única y exclusivamente porque el Principado optó por apoyar al pretendiente archiduque Carlos de Austria en vez de a Felipe de Borbón. Un conflicto dinástico a la muerte, sin sucesión, de Carlos II el Hechizado, no una heroica guerra de la independencia del pueblo catalán como algunos nacionalistas quisieran. Un asunto en clave interna española, no catalana, como quieren hacer creer unos astutos patriotas que tergiversan la historia a su conveniencia, con injerencia extranjera (borbones franceses, austrias, tropas británicas) que acabó en derrota del pueblo catalán, en cuyas filas también había partidarios del vituperado borbón, y en un recorte de fueros. Nada que ver con el levantamiento dels Segadors, en 1640, una revuelta en clave social capitaneada finalmente por Pau Clarís que llegó a proclamar la efímera independencia de Cataluña durante una semana, hasta que las tropas del borbón Felipe IV la arrasaron. Hasta ahí las desavenencias históricas, los conflictos sangrientos entre las dos entidades territoriales que pesan en el imaginario catalán como una afrenta.
Toda esta breve reflexión viene a cuenta de ese pulso que libran dos políticos, Mas y Rajoy, ideológicamente tan próximos— los dos pertenecen a una rancia derecha, más rancia, lo siento, Rajoy que Mas, pero tan dañino uno como el otro para la ciudadanía que sufre recortes sociales insoportables—, del empecinamiento del primero, contra viento y marea, por independizar Cataluña de España sirviéndose de un sentimiento muy arraigado en la sociedad catalana, traicionando el seny que fue la divisa de su moderado partido (catalanista, pero nunca independentista como en este momento), y de la determinación del segundo por impedir—Mientras yo sea presidente no habrá esa consulta, Rajoy dixit—, no ya esa quimérica independencia —¿quién demonios puede declararse independiente en este mundo globalizado y unipolar?—, sino algo tan democrático como una consulta en forma de referendo, que a ningún demócrata debiera asustar, pero que a Rajoy asusta quizá por su escaso pedigrí en esa materia.
Las cosas se ven de muy distinta manera desde Cataluña que desde el resto de España. Para Cataluña la quimérica independencia es poner fin a una relación matrimonial que lleva muchos años deteriorándose por el maltrato psicológico del marido (España), cuya última bofetada fue laminar un Estatuto de Autonomía validado por el Parlament de Catalunya y refrendado por la ciudadanía, algo en lo que estuvieron de acuerdo derecha e izquierda española (a ningún ciudadano de Cataluña se le olvidan las gracias que, al respecto, tuvo un irrespetuoso Alfonso Guerra). Cuando un matrimonio no funciona, y el matrimonio España/Cataluña está en esa tesitura, planea sobre la cabeza de la mujer, la parte más débil de esa relación, el divorcio para emprender una nueva vida. Desde España no se mira ese afán de Cataluña por independizarse como un asunto de desavenencia matrimonial sino como una dolorosa amputación quirúrgica de uno de sus miembros, de una pierna, que haría cojear a todo el estado. Y los dos, Cataluña y España, tienen sin duda razón a su manera.
El escenario de estos próximos meses, los que quedan de aquí a ese 14 de noviembre en el que se ha de celebrar el referendo, cuyo resultado es muy incierto (las encuestas señalan que un 58% de los ciudadanos de Cataluña estaría a favor de la independencia, frente a un 25% que no la quieren, pero según se aproxime la fecha veremos como parte de ese 58% de independentistas emocionales apelan al seny que caracteriza al pueblo catalán y pasarán a engrosar las filas de los que no quieren complicar la situación del territorio con una aventura incierta que empeorará el nivel económico de los habitantes del territorio), será un campo de batalla en el que ambos contendientes irán elevando el tono de sus críticas, afilando las cuchillas y sumando sacos terreros a su respectiva barricada.
Somos muchos en Cataluña los que sospechamos que el desvarío independentista de Artur Mas, el envolverse con la senyera estelada, el creerse Gandhi, Moisés y Lincoln al mismo tiempo, el mesías de los últimos carteles electorales que debe guiar al pueblo elegido por el desierto para fundar la nación catalana, no tiene otro objetivo que la distracción de los verdaderos problemas que tiene el Principado, del vaciado de sus arcas cuya responsabilidad no es únicamente de Madrid y el déficit fiscal, que lo hay, sino fruto también de una pésima gestión interna; de la rampante corrupción que afecta a buena parte de los dirigentes de CIU (el 3% de Pasqual Maragall que cálculos más realistas elevan a un 4%), o al descrédito de una de las familias fundacionales del catalanismo, los intocables Pujol, algunos de cuyos miembros ya están o serán imputados, lo que dice bastante poco de un patriarca que no supo educar a sus hijos en la rectitud moral o, quizá peor, los alentó (la conversación de su cónyuge con alguno de sus hijos evasores de capitales ahí está) en su reprochable conducta. Pero en eso, en la crítica a los propios gobernantes, la tibieza de la sociedad catalana es exasperante, como si hiciera suya una de las máximas de Henry Kissinger, nefasto político norteamericano galardonado con el premio Nobel de la paz y culpable de tantos golpes sangrientos contra la democracia, de que estos, los corruptos, los patrióticos evasores de capitales, los hooligans que hay entre los mossos d’esquadra que revientan ojos de manifestantes o machacan hasta la muerte a un detenido, son nuestros hijos de puta, y puede más el nuestros que el hijos de puta.
Ha ido ya tan hacia adelante Artur Mas en su deriva independentista, que no cuenta con ningún apoyo en la Unión Europea ni en toda la aldea global salvo, creo, el estupendo político Picardo que gobierna el Peñón de Gibraltar, que ya no puede parar el proceso porque la ola que ha generado con campañas institucionales a favor del derecho a decidir—con el que estoy al cien por cien de acuerdo aunque ya adelanto, desde aquí, el sentido de mi voto contrario a la independencia, pero que nos pregunten, que eso siempre es positivo—, como esa multitudinaria cadena humana del último 11 de Septiembre, le arrasará como un tsunami. El 14 de noviembre el gobierno central intentara impedir—no sé cómo, por cierto, porque no creo que se atreva a dar el paso de suspender la autonomía como el ala derecha de su partido le demanda—, el referendo al que tiene derecho el pueblo de Cataluña sencillamente para saber qué piensa y en donde está, porque si lo permite, y ahí su miedo, corre el riesgo de constatar que un alto porcentaje de catalanes no quiere seguir perteneciendo a España. Si no se puede proceder a esa consulta democrática y ciudadana, que tanto asusta el resto de España, Artur Mas convocará elecciones anticipadas que ERC ganará, sin duda, a costa de CIU, y con ERC presidiendo la Generalitat es muy posible ver a Oriol Junqueras asomándose al balcón del Palacio de la Generalitat proclamando el Estat Catalá que nadie va a reconocer.
Una distopía hacia la que nos arrastran gratuitamente unos gobernantes con su estrategia de confrontación—¿Cuántos muertos está dispuesto a poner sobre la mesa el pueblo catalán?, me preguntó un exguerrillero argentino. Ninguno, pensé para mis adentros—tan ajena al carácter pactista del pueblo catalán. Un escenario tan complicado como apasionante que complica, aún más, al partido del gobierno que tiene demasiados frentes abiertos, el último entre los suyos con esa escisión de desafectados y las críticas de su presidente José María Aznar, y que recibirá un serio aviso, si se cumplen los pronósticos, en esas elecciones europeas que con toda seguridad perderán si se reduce la abstención y el pueblo acude a las urnas.
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