El radiotelescopio Kepler busca vida ahí fuera
Por Rafael García del Valle , 21 abril, 2014
Se ha descubierto el primer planeta que realmente se parece a la Tierra. Se llama Kepler-186-f, y dista quinientos años luz de nuestro sistema solar. Tiene una composición rocosa y, cosa importante, se encuentra a la distancia perfecta de su sol para que la temperatura media en la superficie permita que haya agua líquida.
Pero la gran novedad es que su tamaño es como el de nuestro planeta, apenas 1,1 veces su diámetro, lo que permite pensar en una densidad justa para que los procesos internos hayan generado una atmósfera adecuada para la vida.
Hasta ahora, los planetas descubiertos en zonas habitables eran, al menos, un 40% más grandes que el nuestro. A partir de esos tamaños, las atmósferas suelen ser muy densas y están cargadas de helio e hidrógeno.
No obstante, aún resulta imposible determinar con precisión la composición de su atmósfera para saber si realmente puede tener agua y ser habitable. Es por ello que, según Thomas Barclay, uno de los astrónomos que firman el estudio publicado en la revista Science, no se le puede considerar un gemelo de la Tierra, sino más bien un primo.
El descubrimiento de planetas ajenos al Sistema Solar lleva un ritmo frenético en los últimos años, y ello se debe a la eficacia del telescopio Kepler, de la NASA, que analiza la luz de las estrellas y detecta leves oscurecimientos temporales en las mismas, lo cual es un aviso de que algo ha pasado por delante.
Entonces, los científicos estudian el espectro electromagnético en busca de señales que les permitan declarar la existencia de un planeta. Y, puesto que cada elemento químico tiene una impronta electromagnética concreta, es posible determinar de qué está compuesto el mundo recién descubierto.
El hallazgo de Kepler 186-f aumenta en gran manera las esperanzas de que exista vida ahí fuera. Como reflexiona el astrofísico Dimitar Sasselov, del Centro Harvard-Smithsonian, la pregunta sobre la vida, si estamos aquí de chiripa o por el contrario tenemos vecinos en la galaxia, es una cuestión existencial, no sólo científica.
En los últimos años, los datos proporcionados por la misión Kepler han cambiado la manera de entender el universo en lo que a posibilidades de vida se refiere. Así, en un estudio publicado en junio de 2012, se concluía que los planetas pequeños como la Tierra se pudieron formar en entornos mucho más amplios de los que hasta entonces se pensaba.
Uno de los argumentos tradicionales de la física para defender que la vida en la Tierra es única se basa en que las estrellas capaces de producir la cantidad suficiente de metales para que se crearan los primeros planetas tardaron su tiempo en formarse, de modo que el Sol sería de las primeras estrellas con los requisitos necesarios y, por tanto, la vida terrestre habría surgido cuando apenas el universo permitía que ello fuera posible. Así, seríamos de los primeros, si no los únicos.
Pero ahora se sabe que la existencia de planetas rocosos es ajena a las características de la estrella que los acoge en su sistema. Si hasta hace poco se consideraba que ésta debía ser rica en metales, parece ser que tal requisito sólo es necesario para la formación de planetas gigantes, así que las condiciones propicias se han multiplicado considerablemente.
Y no sólo en el espacio, sino en el tiempo: se estima que estrellas con una metalicidad que sea la cuarta parte la del Sol son aptas para que se formen planetas rocosos, y esto nos remonta a las primeras supernovas de la “historia universal”, explosiones que hicieron que los metales comenzaran a tener una presencia mínima pero suficiente como para formar planetas “terrestres”, los cuales habrían orbitado en torno a enanas rojas con una prolongada existencia por delante.
Así, los primeros planetas pudieron haberse formado hace 8.000 millones de años cuando menos o, extendiendo el margen a su límite, incluso hace 12.000 millones de años. Es decir, serían dos o casi tres veces más antiguos que los del Sistema Solar, cuya formación se remonta a tan sólo 4.500 millones de años.
Esta ampliación de los márgenes ha dado pie a especulaciones sobre la vida, no sólo en términos elementales, sino en referencias a la ciencia ficción más pura: ¿es posible que existan civilizaciones ahí fuera?
La paradoja de Fermi es la contradicción entre las estimaciones de una alta probabilidad de que existan civilizaciones inteligentes en el universo y la falta de evidencia de dichas civilizaciones. De ella se deriva la idea comúnmente aceptada de que si realmente existieran, deberíamos tener noticias de su realidad y, puesto que no las tenemos, no existen.
Para muchos, la paradoja no es tal, sino un error propio del pensamiento antropocéntrico. En agosto de 2012, el periodista científico Keith Cooper escribía en la revista Astrobiology de la NASA:
Uno de los argumentos favoritos en contra de la paradoja de Fermi era que se necesita tiempo para alcanzar el límite de metalicidad, lo que supone que el Sol sería una de las primeras estrellas con el nivel requerido y que, por tanto, la Tierra sería uno de los primeros planetas con vida. Ahora vemos que los planetas y la vida pudieron surgir en prácticamente cualquier punto de la historia cósmica, lo que socava este argumento en contra y nos obliga a preguntarnos una vez más: ¿dónde está todo el mundo? Si la vida aparece por primera vez en planetas hace entre doce y trece mil millones de años, entonces las civilizaciones inteligentes (si es que han sobrevivido todo este tiempo) estarán ahora miles de millones de años por delante de nosotros y sus preocupaciones ya no son las de los acontecimientos en una bola de barro húmeda en alguna parte de las interioridades de la galaxia. Quizás civilizaciones que son muchos miles de millones de años más antiguas emplean su tiempo desviando la energía de los agujeros negros o viviendo dentro de Esferas de Dyson.
Una esfera de Dyson es una supuesta megaestructura que el físico Freeman Dyson imaginó, allá por 1960, como herramienta necesaria para una civilización avanzada. Básicamente, se trata de una cubierta esférica de talla astronómica que envuelve una estrella y permite aprovechar su energía. Algo así como una órbita planetaria atestada de paneles solares.
Y, llegados a este punto, es necesario advertir: si alguien cree que esto se está saliendo de madre, considérese persona avisada: o deja de leer ahora o se va a llevar un buen sofoco…
Según piensan algunos, si alguien por ahí fuera ha construido esferas de Dyson, entonces las podemos rastrear: las esferas de Dyson bloquearían la luz solar, haciendo que la estrella fuese invisible a los telescopios, pero no así la radiación emitida como residuo de la actividad industrial en los alrededores de la misma.
En este sentido, Carl Sagan, allá por 1966, ya había apuntado que, si un telescopio de infrarrojos detectaba un punto caliente pero no se atisbaba nada en el espectro visible, podríamos haber descubierto una esfera de Dyson.
Pues bien, según una noticia publicada en abril de 2013 por la revista New Scientist, tres equipos de astrónomos, de las universidades de Berkeley y Princeton, ya se han puesto a ello.
Dos de los grupos se están centrando en los efectos que la industria alienígena tendría sobre el medio ambiente, como fluctuaciones de la luz estelar a causa de la instalación que rodea a la estrella en cuestión; el tercero rastrea los desechos y vertidos causados por dicha industria.
Para ello, se recurre a los datos de los radiotelescopios Spitzer, WISE y Kepler. Los dos primeros informan sobre focos de radiación en regiones oscuras; pero, por si acaso la tecnología inimaginable de las esferas de Dyson dejara pasar la luz, también se rastrean, Kepler mediante, las variaciones electromagnéticas de las estrellas, que indican que algo, como una planta generadora, se ha interpuesto entre un sol y el telescopio.
Y luego se analizan posibles datos «extraños». Por ejemplo, las variaciones de luz detectadas permiten determinar si un objeto que ha cruzado por delante de una estrella es redondo o cuadrado. Si es lo último, la cosa se pondría interesante.
Los científicos son optimistas, pues una civilización de envergadura habría sembrado de esferas no sólo una estrella, sino varias. Y, teniendo en cuenta que las plantas generadoras tendrían un tamaño planetario, la infraestructura completa sería tan grande que el oscurecimiento de la zona o las alteraciones, sin duda, han de llamar la atención de los investigadores que analizan los datos del radiotelescopio.
Obvio…
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