El signo de la cruz. Cecil B deMille- 1932
Por Francisco Collado , 13 abril, 2021
Año: 1932
País: Estados Unidos
Duración: 118 min.
Género: Drama, Históric
Director: Cecil B. DeMille
Guión: Wilson Barrett, Waldemar Young, Sidney Buchman
Música: Rudolph G. Kopp, Jay Chernis, Paul Marquardt, Milan Roder
Fotografía: Karl Struss
Reparto: Fredric March, Elissa Landi, Claudette Colbert, Charles Laughton, Ian Keith, Arthur Hohl, Harry Beresford, Tommy Conlon
Hubo un tiempo que Cecil B.de Mille era uno de los realizadores con mayor éxito en taquilla. La palabra espectáculo iba unida a este director que se interpretó a si mismo; por deseo de Billy Wilder; en El Crepúsculo de los Dioses, extraordinaria disección del mundo hollywoodiense, donde no podía faltar una figura de esta importancia. Extrañamente es un autor poco revisitado, quizás por el aura de cine grandilocuente, espectáculo en estado puro, a la que; erroneamente; se le ha condenado. También debido a sus convicciones ideológicas extremas, o a su participación en la Mcartiana “Caza de Brujas” (Elia Kazan también tendría algo que decir sobre estos particulares). Añadir su ayuda a la elaboración de listas negras y su relación tormentosa; nunca aprobó la boda; con su yerno (Anthony Quinn). Nada de esto merma el potencial del autor y su conocimento del lenguaje cinematográfico.
El Signo de la Cruz es uno de estos ejemplos de buen cine donde se conjuga el espectáculo con el intimismo, las interpretaciones notables con un “savoir faire” para el entretenimiento y el disfrute del respetable. DeMille dota al cine histórico de una patina personal, la psicología de los personajes, sus pasiones están definidas y no se dejan apabullar por los movimientos de masas y los monumentales decorados. La historia del romano, enamorado de una joven que profesa una extraña fe, prohibida por el Imperio, está desarrollada en un mundo de perversión y depravación (escandálos romanos), cuyos mascarones de proa son dos formidables actores: Claudette Colbert en una pérfida y sofisticada Popea y el inmenso Charles Laughton, (su interpretación tuvo que ser visionada una y otra vez, sin coartadas, por el Nerón de la producción Quo Vadis (1951), el también inmenso (geográficamente) Peter Ustinov. DeMille imprime un sesgo sadomaso latente entre el látigo de Marcus Superbo (¡sutil apellido!), y la virginal sonrisa e inocencia de una seductora Marcia Elissa Landi, por cuyas curvas fenece de amor.
Para quienes acusan a DeMille de rancio y conservador aclarar que este film sufrió los tijeretazos de nefasto Codigo Hays, que realizó numerosos cortes al celuloide, especialmente en las escenas del circo. Actitud comprensible (desde una mente cerril) en una narración que tenía el atrevimiento de mostrar a una Popea cuyos senos flotaban (literalmente) en un baño de leche de burra, y que además invitaba a su amiga a acompañarla en el recreo lácteo, incluyendo un metafórico fotograma de dos gatitos retozones. Añadir las escenas circenses pletóricas de amazonas, derrochando carnadura, con un; nada sutil; sesgo felliniano. Salvajes semivestidas (o semidesnudas) y malvadas torturas. Enanos sanguinarios, recién escapados de La Parada de los Monstruos, de Tod Browning. Cocodrilos sometidos aL ayuno, para culminar en una extraña orgía visual donde un gorila se acerca a una joven atada a un poste; adornada con flores que ocultan casualmente las partes pudendas; con sospechosas intenciones, que únicamente adivinamos en los rostros de la espectadora; plebeya y melindrosa; que se tapa los ojos. Neron aparece en tribuna acompañado de un fibroso efebo.
A pesar del parecido razonable con Quo Vadis, proceden de fuentes literarias diferentes, ya que The Sing Of the Cross, se adapta a partir de la obra del dramaturgo británico Wilson Barret. El origen de Quo Vadis es una novela histórica escrita por el polaco Henryk Sienkiewicz, aunque en esta segunda hay castigo ejemplar para los malvados. La pareja protagonista (Deborah Keer y Robert Taylor); de acuerdo a los códigos de la época; marchan hacia un futuro prometedor, mientras que los infortunados protagonistas de la primera, ven al final de la escalera, la puerta que les ofrece la arena del circo, donde aguarda un sanguinario público impaciente.
La historia está narrada con ritmo, las emociones retratadas con intensidad, y las interpretaciones de Colbert (libidinosa y pérfida) y Laughton (megalómano e inmaduro); un pelele en manos de Popea; son excelentes. En aquellos años, el joven británico todavía no sospechaba que llegaría a dirigir una única película, un cuento de hadas poéticamente pervertido, que se convertiría en un clásico: La Noche del Cazador. Pieza codiciada para el museo de caza de cualquier director. Colbert, comúnmente asociada a la screwball comedy, se mueve con elegancia felina imprimiendo un alto voltaje erótico a la narración. El diseño de producción es notable, la espléndida fotografía en blanco y negro, fue nominada para un Oscar. Tras el diseño de vestuario se halla Mitchell Leisen, antes de convertirse en un director afamado de la Paramount. Y antes de dirigir a Fedrich March (Marcus Superbus) en ese delicioso fantastique, que es La Muerte de Vacaciones (1934)
Fedric March ya haia regalado na de sus más notables interpretaciones para la historia del cine, en la mejor versión del clásico de Stevenson El Hombre y el Monstruo (Robert Mamoulian), donde se debatía entre la dualidad de Jekyll y Hyde, una obra maestra del director georgiano. Las continuas reposiciones televisivas de las películas más conocidas de Cecil B. DeMille, no le han beneficiado. Los doblajes; ampulosos y rancios, de Los Diez Mandamientos, Sanson y Dalila o El Mayor Espectáculo del Mundo, terminan aburriendo al espectador, y alejándolo de un director que rodó obras notables como Policía Montada del Canadá (Gary Cooper y una placentera Paulette Goddard como mestiza), Los Inconquistables, o Piratas del Mar Caribe, plenas de espíritu épico, humorada y secuencias memorables. Por estas obras ya merecería figurar entre los grandes
Comentarios recientes