El último disparo
Por José Luis Muñoz , 11 junio, 2020
Te conocí hace exactamente 30 años. Hacía ya algún tiempo que estabas en España, concretamente en Barcelona, y trabajabas como fotógrafa free lance. Mi teléfono te lo debieron dar en Tusquets Editores. Acababa de ganar la Sonrisa Vertical, estaba inocentemente eufórico por ese premio y tú querías encargarte de la parte gráfica de una entrevista. Viniste a la casa que entonces tenía en la calle Dos de Mayo de Barcelona, un ático junto al hospital de San Pablo, acompañada por Miren Alcedo que era la que me hacía las preguntas mientras disparabas tu cámara. Yo entonces tenía más pinta de ejecutivo que de escritor con esa corbata que creo aún conservo y esos zapatos bastante relucientes, tirado en el suelo, junto a un perro de cartón piedra que creo me va a sobrevivir. Noté que eras argentina por tu hablar, bonaerense. Entrevista y fotos salieron en el magazine Gente que se daba con algún diario importante, Diario 16 o El País, y con un titular impactante fruto de mi bisoñez: “El amor no existe”. Qué equivocado estaba.
Nos volvimos a encontrar años más tarde en ese club selecto de la calle de la Sal de la Barceloneta que pilotaban Paco Camarasa y Montse Clavé. Te decantabas entonces por el retrato de autores y allí los tenías a todos, prácticamente, hasta extranjeros como Don Winslow, Petros Markaris o Leonardo Padura que no podían faltar en ese minúsculo templo de la cultura barcelonesa. Disparabas tus fotos contra nosotros que nos convertíamos en tus modelos y en lo que sería el núcleo de esa exposición que llamarías “Disparando al autor”. La lista de autores capturados por tu cámara era inagotable, allí prácticamente estábamos todos.
Recuerdo dos sesiones fotográficas contigo; una en un bar de la Barceloneta, próximo a la Negra y Criminal, y otra en una plaza de los aledaños. Yo acababa de aterrizar de nuevo en Barcelona tras un exilio en Granada. Sabías captar el mejor ángulo del retratado, su expresión más agradable, nos hacías aparecer a todos como fotogénicos sin serlo y esa era tu magia como fotógrafa. Creo que esas dos fotos que me hiciste, con barba y el pelo blanco, veinte años más tarde de la del perro de cartón con el pelo negro y afeitado, son de las pocas en las que aparezco risueño. La culpa era de la mirada amorosa de tu cámara.
Sabía que eras argentina y que habías dejado tu país huyendo del horror como tantos otros compatriotas que se buscaban la vida por Barcelona dejando atrás historias dramáticas, aunque nunca hablabas de ese período y yo no me atrevía a sonsacarte por respeto. Enseguida me di cuenta de que tras esa sonrisa que suavizaba la dureza de tus rasgos y esas gafas que cubrían tus ojos había un poso de dolor inconfesable y yo intuía la causa, aunque no te pregunté.
Un día, no sé bien por qué, quedamos en el Café Salambó de Barcelona, el de Pedro Zarraluki, otros de tus autores inmortalizados, a tomar un café. Recuerdo tu cara y la luz ligeramente dorada que reinaba en ese local tan literario que linda con los cines Verdi, en donde suelo esperar que llegue la hora de la próxima sesión cinematográfica leyendo o tomando algo. Pero esa vez no había ninguna película que ver. Entonces debía hacer ya veinte años que nos conocíamos de presentaciones, exposiciones y festivales literarios en los que habíamos coincidido. Puede que te diera pie a hablar de tu pasado refiriéndome a la militancia política de alguno de mis colegas argentinos que eran amigos tuyos. Movías la cucharilla en un café sin azúcar, no me mirabas, cuando empezaste a contarme lo que yo siempre había sospechado. La Triple A del brujo López Rega había despedazado con una bomba a tu marido allá en Buenos Aires; años más tarde, en la etapa más feroz la Junta Militar, un siniestro Falcon se llevó a tu compañero sentimental con el que intentabas recomponer tu vida y jamás supiste de su paradero. Militabas, como tu marido y tu compañero, en el trotskista Ejército Revolucionario del Pueblo por donde habían pasado casi todos mis amigos argentinos. No me atreví a preguntar lo que habían hecho contigo. Creo que, tras un silencio prolongado, porque me quedé sin palabras, te pregunté si se podía vivir con tanto dolor encima.
Seguimos viéndonos, aunque menos. Nos faltaba ese club de encuentros que era Negra y Criminal porque el librero había muerto tras cerrar la librería. Te preguntaba, cuando te veía, por Juan Marsé, porque sabía que era tu vecino y también se había dejado capturar por el objetivo de tu cámara. Un día me dijiste que eras muy feliz porque tu hija te había hecho abuela de unos nietos preciosos en Estados Unidos y me enseñaste las fotos, orgullosa de ellos. Seguías apretando el gatillo de tu cámara, la forma de relacionarte con todos esos autores de los que yo formaba parte. Hoy, un tuit me dice que has muerto mientras estoy en mi monte, envuelto en silencio, y vuelvo al Café Salambó que siempre me va a recordar esa tarde de confesiones.
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