El valor de una vida
Por Irene Zoe Alameda , 17 mayo, 2020
Manifestante reclamando la reapertura inmediata en Tennessee, EE UU, bajo el lema «Sacrifiquemos a los débiles».
Todos sabemos que el virus COVID-19 a día de hoy tiene en el mundo más prevalencia que en marzo. Lo muestran los datos de contagios y muertes acumuladas. El virus no ha desaparecido, el ratio de contagios se mantiene estable o crece, la “sobremuerte” arroja cifras escalofriantes con respecto al mismo periodo del año anterior, y pese a ello las autoridades se adelantan a practicar una amnesia cerril y a reabrir la actividad ciudadana. De facto, se ha elegido sacrificar a los débiles para evitar el déficit económico, lo que nos obliga a entrar de lleno en un debate que lleva semanas planteándose de forma abierta en la política norteamericana: ¿es posible cuantificar el valor de una vida?
La inmensa mayoría de los europeos respondería que no. Se trata de un tabú, y a priori no podemos explicarnos por qué no. La respuesta automática sería “porque no y punto”. Sin embargo, escuchamos a muchos gestores políticos de esta pandemia contradecir de manera impaciente sus propias directrices sanitarias, sin dar explicaciones más allá de algunos balbuceos, mentirijillas abstrusas, y soflamas en defensa de la Economía.
Los actos de nuestros gobernantes hablan por sí solos, pero hay algunos en los EE UU que se han atrevido a decir a las claras que las vidas humanas tienen un precio y este precio es pagable en el contexto de la pandemia. El día 4 de mayo, el exgobernador de New Jersey, Chris Christie, instó a sus compatriotas a aceptar las muertes que vendrán tras una reapertura que se le antoja inaplazable. Diez días antes, el teniente gobernador de Texas, Dan Patrick, pidió a las personas mayores que se dispusieran a dar su vida por la economía del país.
Los economistas Betsey Stevenson and Kip Viscusi, de las universidades de Michigan y Vanderbilt respectivamente, han estimado el valor actual de la vida humana en 10 millones de dólares, unos 9 millones de euros. Menos generoso es el cálculo de la Oficina de Gestión y Presupuesto de los EE UU, que la estima en unos 7 millones de dólares. No se niega que la vida humana sea algo precioso, pero se acepta que tiene un precio, como de hecho se hace para calcular riesgos, seguros de vida o indemnizaciones.
El razonamiento inicial de que solo una sociedad sana podrá mantener una economía robusta se ha quedado obsoleto en apenas dos meses, y esto es así porque para algunos la estadística (esa nueva forma de verdad) ha demostrado que son los ancianos, los débiles y los enfermos de sedentario bienestar (diabéticos, hipertensos, obesos…) quienes tienen pocas opciones de supervivencia ante el virus, y no justifican la pérdida de empleos y de riqueza derivadas del encierro. Sus vidas, que son las “responsables” de la inviabilidad del sistema de pensiones y de la sangría del sistema sanitario, son las que irremediablemente se perderán a lo largo de los próximos meses de vuelta a la normalidad hasta que llegue la vacuna. No es cuestión de si se perderán o no. Se perderán a un ritmo mayor o menor, pero se perderán.
Claro que, si entramos en esa discusión, el precio máximo sería el de una vida con su potencial laboral ante sí: la de alguien joven (mejor aún si se ha graduado). Y ese precio se devaluaría conforme la persona cumpliera años. Siguiendo esa lógica economicista, el valor de un jubilado sería negativo, porque solo consume recursos, y el de un niño no sería demasiado alto porque en él todavía hay que invertir.
Es desde este cálculo desde el que Trump ha instado a sus simpatizantes a exhibir sus armas, para presionar a los estados demandando el libre movimiento de personas. Esos manifestantes, de raza blanca y provistos de rifles de asalto, escopetas y pistolas, sostienen que los medios inventan los números y portan carteles con el mensaje, a veces literal, de “Sacrifice the Weak and Bring Back our Jobs” (“Sacrifiquemos a los débiles y recuperemos nuestros empleos”).
Ante este clima de coacción por parte de la cohorte de Trump, y con 44 estados retomando la actividad pese a tener contagios al alza, el gobernador de Washington (donde se registraron los primeros casos), Jay Inslee, se ha atrevido a mantenerse firme y a negarse a la reapertura precipitada de su estado, alegando que las personas mayores (él tiene 69 años) ni son prescindibles ni deben quedar desprotegidas.
No obstante, la diatriba “la economía o la vida” es tan falaz como la de “el planeta o la economía”. Es falaz porque la economía es un constructo, mientras que el planeta, como la vida sobre él, preexisten a cualquier creación humana, ya sea la economía, el arte o la misma política. Dejarnos llevar por el espejismo de esa falacia conduce al desmoronamiento de nuestra estructura sociocultural, de nuestro ordenamiento jurídico y de nuestra seguridad, porque conlleva asumir que ninguna vida tiene un valor intrínseco e inalienable, sino solo supeditado a la estimación coyuntural que le quieran otorgar un puñado de políticos.
Irene Zoe Alameda
Escritora y directora de cine
www.irenezoealameda.com
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