El victimario patrio
Por Francisco Collado , 20 agosto, 2020
El victimario patrio se convierte a pasos agigantados en una lacra mediática y social. El victimista hace aquello que mejor sabe hacer: berrear, jimplar y ejercer de plañidera cuando a él, o a los de su cuerda, no le salen las cuentas. Los victimistas ejercen su oficio con notable habilidad y escasos resultados. La estrategia del lloriqueo, del “mamá pupita” ya no cala en una sociedad hastiada de personajes que tratan de inspirar lástima o de culpar a los demás de sus cuitas y sus miserias personales. El plañidero profesional gusta del ocio y de marmonear. Es adicto a sestear intelectualmente y levantarse tan sólo para jimplar un ratito. Para ejercer su única faena de elevar un miserere por si mismo. Un “apiádate de mí, tan perseguido”, cuya letra haría las delicias de los compositores sacros del Renacimiento. La queja visceral de estos manipuladores siempre pasa por culpar a otros de su propia necedad, ejercer el chantaje emocional o simplemente hacer ebullicionar el mundo mediático con declaraciones vacuas, pero controvertidas. Inanes, pero ensortijadas.
El cosmos del plañidero nacional es lúgubre y demagógico. Inmerso en su retórica de negativo fotográfico (el mundo al revés), incapaz de ver más allá de su sectarismo y su patología ideológica, destila una argumentación perversa, falaz y paranoide. El mundo está en mi contra. Cuando el victimismo se ejerce en modo colectivo, a nivel ideológico, extremista o corporativista, el mensaje que destila es básicamente perverso. El “mamá pupa” está siempre orientado a romper la convivencia o dinamitar la paz social desde una patología (o una felonía) colectiva. Estos artífices en la cultura de la queja poseen unos patrones de medidas demagógicos y casposos. Lejanos de cualquier ética o estética válida. Utilizan, con frecuencia, la retórica del punto medio y se complacen en jugar con la falacia. Sus parámetros se mueven en dimensiones escasamente integradoras (de hecho utilizan la desintegración como arma) y sus argumentos destilan un intenso aroma a subjetividad y un tufillo megalomaníaco. Sus especulaciones se basan en el ataque y la imposición. En el ninguneo ajeno y en la alabanza propia.
De plañideros y llorones varios, que harían avergonzarse a “La Llorona”, está habitado nuestro entorno con profusión y prodigalidad.
En Nuestros mass media, está anidada una concurrida colonia de esta variedad circense que es la “víctima propiciatoria”. Las lamentaciones de Jeremías se quedan en agua de borrajas al escuchar las declamaciones del victimario nacional. Voces que claman en el desierto para culpar “a los otros” de las perfidias provocadas por ellos. Ofendidos que olvidan que ellos fueron antaño los ofensores. Quejumbrosos profesionales que exponen sus cuitas, de escasa memoria y; más escasa aun; inteligencia.
Hacer zapping por las distintas propuestas televisivas es un no vivir. Encontrarse a todas horas con una Santa Compaña, afiliada a la queja y el lamento bíblico. No dialogan, sino que gimen. No argumentan, sino que practican el suspiro victimista y la tacañería intelectual. Los debates están adornados con sus gemidos y lamentaciones. Los diálogos teñidos de un “quejío” nada flamenco. La culpa siempre es de los otros, que suelen gastar rabo y tridente, mientras habitan en el azufre y el fuego del averno.
El victimista nacional es la actualización del niño zongolotino que acude a la profesora con una “pupita” en la rodilla para acusar a Bastían.
Sin darse cuenta de que Bastían, ese día ni siquiera había ido a clase. Ese es el nivel.
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