El mejor de Sicilia
Por Juanan Martín , 15 abril, 2014
Taormina. Foto: Juanan Martín
Un caldibache, como diría mi (cacereño) padre. Así es el café del norte de Europa. Sin cuerpo, sustancia ni apenas gusto, el cafetucho –déjenme llamarlo así, aunque el término se refiera al cuchitril en el que nos atrevamos a entrar a tomarlo y no a la bebida en sí- de los escandinavos y no tan escandinavos es un auténtico caldibache.
Quedan claras desde ya, desde el minuto uno, al menos dos cosas: que he estado bastante más allá de los Pirineos y que tomo café. Lo primero no tiene mayor importancia, aunque ha sucedido en varias ocasiones en moto, y lo segundo… Lo segundo, más que suceder, acaece, dado que es algo superior a mí. Es como un fenómeno de la naturaleza; de la particular naturaleza del que escribe, frente a la que un servidor no puede hacer nada. Bebo mucho café, sí.
En moto, decía. La moto me ha llevado a muchos lugares. La última vez que realicé un viaje sobre dos ruedas fue hace casi tres años. Sicilia. En una Vespa GTS 300 Touring, con la que recorrí la isla más extensa del Mediterráneo durante ocho días del mes de agosto de 2011. Tres mil quinientos kilómetros en una semana y un día. Echen cuentas. Sin aliento entregué las llaves al dueño del concesionario que me la alquiló.
Ni yo mismo me explico, la verdad sea dicha, cómo aguanté ese ritmo de kilometraje diario durante ocho largos días y me cuesta todavía más teniendo en cuenta las altas temperaturas que se ensañaron conmigo en aquel viaje. En realidad sí lo sé, y ustedes también. Me gusta el café y, ¡oh, sorpresa!, consumo bastante. Café, digo.
Foto: Juanan Martín
Non ristretto, ma ristrettissimo. Definición de café siciliano: cortísimo. Nunca he reparado en pensarlo pero ahora, escribiendo esto, he llegado a la conclusión de que en una taza de cafetucho del norte de Europa cabrían, pues qué sé yo, del orden de veinte o veinticinco cafés -ahora sí- sicilianos.
“¡Qué generosos son los nórdicos!”, podría pensar uno, pues no, que no les engañen. No es la generosidad lo que les mueve. Ni el más avezado y vivales (gracias de nuevo, papa) crítico gastronómico, por mucho que escriba para el New York Times, si se diera el caso, ha sido capaz todavía de explicarse el supuesto porqué del café del norte de Europa…. ¿He dicho café? ¡Cafetucho, perdón!
No obstante, que me pirre tanto el café no significa ni mucho menos que entienda. De café, digo. Una cosa no va acompañada de la otra, al menos en mi caso. Pero eso sí, cuando estuve en Sicilia alcancé una media que ni CR7, Messi y Meho Kodro marcando goles en un partido juntos. En torno a ocho cafés diarios me tomé durante aquellas vacaciones en Sicilia. Ocho por ocho sesenta y cuatro. ¡Toma ya!
Trabia, a escasos kilómetros al este de Palermo. Foto: Juanan Martín
Lo bueno del café siciliano, ciñéndonos en exclusiva al tema económico, es su precio. Si no recuerdo mal, el más caro me costó 1,20 euros, mientras que el más económico, la mayoría de ellos, estaba en sesenta céntimos. Más que pagar por tomarlo, tenía la sensación de aportar la voluntad. Sin embargo lo mejor de este café, pasando ahora al terreno de mi adicción, es su sabor. Ese sabor. Ristretto, concentrado, fabuloso.
Palermo. Foto: Juanan Martín
Durante aquel viaje mi situación económica era lo suficientemente aceptable como para poder llevar conmigo una libreta y un bolígrafo, y me propuse tomar notas acerca del sabor de cada uno de los cafés que me bebía, todos ellos en pueblos o ciudades diferentes. Decía antes que no entiendo de café, mas como a postureo no me gana nadie, al degustarlo me regía siempre por el mismo protocolo: me sentaba en la terraza del local, cigarro en ristre, daba un pequeño sorbo, hacía como que pensaba -entornando los ojos y mirando a la lontanaza; las cosas o se hacen bien o no se hacen-, abría la libreta y empezaba a apuntar. Si nunca cae en sus manos, Dios no lo quiera, y le echan un vistazo, podrán leer anotaciones del tipo: “El café de Trapani tiene bastante más cuerpo que el de Agrigento”, “Me ha sorprendido gratamente el sabor chocolatado (sic) del cortísimo café de la bonita Sant’Elia, muy parecido al de Noto, aunque menos dulzón”, “Bravissimo por el excelente café de Catania”, etcétera, etcétera, etcétera. Todo mentira, por supuesto, pero ¿y lo bien que me lo pasaba yo qué, eh? Y cómo se me hinchaba el pecho cuando me miraba la gente mientras anotaba, a lo viajero del siglo XIX.
Era todo postureo, repito, si bien hay algo que es totalmente cierto: dónde encontré el que me pareció el mejor ristretto de la isla. Ni más ni menos que en Corleone, un pueblo de la Sicilia profunda en el que entré, todo sea dicho, con un poco de temor –Corleone, no digo más; Cor-le-o-ne- y del que salí con un sabor de boca delicioso. Por el café, básicamente, porque además era de los de sesenta céntimos.
Despidiéndome de la meca del mejor siciliano, a la vez que ponía en marcha mi Vespa, miré la plaza del pueblo preguntándome qué carajo se le había perdido a Don Vito en América, con el café que tenían allí. Claro, así le fue luego.
Foto: Juanan Martín
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