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En busca de un rostro único

Por Jordi Junca , 18 septiembre, 2014

El pasado 16 de septiembre, National Geographic publicaba un artículo en su página web que arroja nueva luz en el campo de la genética relacionada con la configuración del rostro humano. 

Left, Jordan Spencer, 18, Grand Prairie, Texas. Self ID: black/biracial. Right, Celeste Seda, 26, Brooklyn, New York. Self-ID: Dominican and Korean

Dicen los últimos estudios genéticos que la diversidad del rostro humano no es una casualidad. Si alguien se preguntaba si existen dos caras idénticas, afirman los científicos que de ningún modo, ni siquiera las efigies de dos gemelos capaces de intercambiarse las parejas. La evolución, como siempre, o la naturaleza, según se vea, son los responsables de la tendencia del ser humano a distinguirse de los demás. La evolución, ese proceso tedioso y lento, lentísimo, ha configurado millones y millones de rostros sin que ninguno de ellos sea exactamente igual a ningún otro. La evolución, imperceptible, paciente, se ha encargado de evitar posibles equívocos fatales. Cuesta de creer que algo tan incorpóreo y caprichoso sea el responsable de nuestra apariencia. Quizás, por ese motivo, hay quien cree que nos moldearon desde un principio con algo de barro y mucha determinación. Sin embargo, parece ser que los genes nos cuentan otra historia y además muy distinta.

En efecto, recientes estudios genéticos han demostrado que la parte del ADN que influye en el rostro humano es mucho más variable que el resto. Así pues, los genes encargados de la configuración de otras partes del cuerpo como los brazos o las piernas, ofrecen un número menor de posibilidades; dicho de otro modo, puede ocurrir que los brazos de un individuo sí sean idénticos al los del otro. Con todo, en el caso de los rasgos faciales, los genes han evolucionado de tal manera que no es posible que se den dos combinaciones faciales idénticas. Y cuidado. Se ha demostrado que lo mismo ocurre con el ADN Neandertal, lo que significa que no es algo que separe al hombre moderno de sus antecesores. Muy al contrario, parece ser que desarrollamos esa capacidad incluso antes de convertirnos en lo que somos. Eso supone, entre otras cosas, que la distinción era, desde los albores de la humanidad, una necesidad más o menos urgente. Sabemos que la evolución es el resultado de la adaptación al medio o, en cualquier caso, un mecanismo de defensa que asegura a todo ser vivo la supervivencia. Y bien, ¿De qué podría servirnos ser tan distintos?

Michael Sheehan, de la Universidad de California, sostiene que ese rasgo evolutivo responde al peligro que supondría poder ser confundido por los demás miembros del grupo. Por ejemplo, si alguien creyera que formas parte de aquella tribu enemiga que mató no hace mucho una parte importante del rebaño, probablemente recibirías un trato en consecuencia. En cambio, si eres perfectamente reconocible, con tus propias manchas e imperfecciones, lo más seguro es que tus familiares y amigos te reconozcan y, afortunadamente, no usen su hacha para acabar contigo. Además, dice Sheehan, la posibilidad de reconocer una cara y diferenciarla de las demás, es una conquista evolutiva muy útil incluso en lo que se refiere a la convivencia; de este modo, tus compañeros pueden reconocer tus méritos, adularte o incluso rendirte pleitesia. En resumidas cuentas, la particularidad de cada uno de los rostros permite a la especie el establecimiento de una jerarquía. Tal vez hoy en día no nos parezca un hecho que diferencie la vida de la muerte. En el principio de los tiempos, no obstante, la supervivencia dependía directamente de la capacidad de organización y el éxito en el liderazgo. Sin ir más lejos, era más fácil arrinconar un mamut y obligarlo a despeñarse precipicio abajo si alguien coordinaba los movimientos de los demás cazadores. Si uno lo piensa, hoy día sería mucho más difícil identificar a los delincuentes de no ser por este logro evolutivo.

Barnaby Dickson (Universidad de New South Wales), por su parte, concibe esa parte de la evolución como algo mucho más sencillo. La investigadora australiana sugiere que los genes encargados de la configuración del rostro son tan variables debido a que, en realidad, buscan la combinación más atractiva posible para el resto de individuos. Así pues, si bien Sheehan insinuaba que hablábamos de un mecanismo de mejora de las relaciones sociales, Dickson lo concibe como un medio para adquirir una ventaja reproductiva. Sea como fuere, bien es sabido que la naturaleza proporciona a los seres vivos las herramientas para sobrevivir, y, en última instancia, asegurar la perpetuidad de la especie. En cualquier caso, según dicen los científicos, podemos afirmar que la unicidad de nuestros rasgos faciales nos permiten tener un éxito relativo en ambos aspectos.


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