Entrevista a Nativel Preciado
Por Anna María Iglesia , 10 julio, 2014
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Eran las once y diez por la mañana cuando entró en el bar Nativel Preciado; llegaba con tiempo justo y limitado, en apenas quince minutos la esperaban en la Cope, situada a pocos metros de la cafetería donde yo la esperaba. En mi cabeza muchos interrogantes, muchos temas sobre los que valía la pena ahondar a partir de su novela Canta sólo para mí, obra con la cual ha ganado el premio Fernando Lara. Con Canta sólo para mí, Nativel Preciado no sólo noveliza, por vez primera en su trayectoria como escritora, la profesión del periodismo, convirtiendo a una joven fotógrafa de prensa en la protagonista de la trama, sino que describe y narra los últimos años del franquismo, unos años que, como dice la autora, “han sido pocas veces contados por la ficción en comparación con los primeros años de la dictadura, con los años más duros y represivos, como fueron los cincuenta o los sesenta”. Desde la redacción del periódico El Hispano y a través de sus protagonistas, todos ellos periodistas, todos ellos unidos por las ansias de una libertad ausente pero que se preveía inminente y, a la vez, alejados en sus modos de concebir la llegada de esa democracia ya próxima, opuestos en la manera y en los medios necesarios para abrir camino a ese cambio de tiempo que haría salir el país de la cárcel de la dictadura, Preciado relata unos años clave para entender la transición y, en cierta medida, también para entender el presente, unos años que, como dice la autora, sus protagonistas recuerdan con melancolía y con cierta idealización, unos años que, a través de la novela, adquieren su verdadero sentido, más objetivo, sin resentimientos ni idealizaciones, sin miedos ni melancolía. “En muchas ocasiones, aprendemos la historia y la comprendemos mejor con la ficción que con cualquier manual o ensayo”, me comenta la Preciado y en Canta solo para mí la comprendemos a través del testimonio directo de quienes la vivieron así como, desde el presente, a través de la mirada del hijo de la protagonista, el joven Malik, quien rastrea y recompone la historia de Muriel -su madre-, de Tanis, el periodista idealista y a la vez rebelde, el periodista para quien la prudencia y las reglas nunca fueron un freno, o de Bashir, periodista y comprometido activista de origen palestino que se convertirá en un estrecho colaborador de Arafat. Desde el presente, Malik reconstruye la historia perdida y fragmentada de estos jóvenes periodistas: “Malik trata de objetivar los hechos, pone distancia a los recuerdos de los protagonistas, que rememoran su historia de una manera enfática, grandilocuente, porque la nostalgia y la melancolía siempre te hacen exagerar y magnificar las cosas”, señala Nativel Preciado, quien describe aquella época sin la vana idealización, pero sin negar a quienes la vivieron y la protagonizaron la relevancia que les debe ser reconocida. Así, a través de Muriel, la protagonista, Preciado reconoce el papel realizado por las mujeres en aquel mundo de hombres que era el periodismo, aplaude la labor y la tenacidad de aquellas mujeres –Josefina Carabias y Pilar Narvión en primer lugar- que abrieron camino a las generaciones posteriores: “Canta sólo para mí es un homenaje a esas primeras mujeres del periodismo y, sobre todo, a esas primeras fotógrafas, puesto que, si bien eran muy pocas las redactoras de los periódicos, sí que recibían un cierto respeto y reconocimiento, las fotógrafas era consideradas como meras acompañantes del periodista o del redactor de turno. Me gustaba la idea de convertir en protagonista a una mujer con un oficio por entonces poco reconocido, pero que con el tiempo conseguía el reconocimiento merecido. Las fotografías de aquellas fotógrafas tienen hoy en día un elevado valor, han sido objeto de exposiciones, han sido mostradas en salas de museos y sus autoras han recibido diversos homenajes”.
Muriel se convierte así en metáfora de la tenacidad y de la voluntad de cambio, metáfora de los deseos de libertad, de las ansias de cambiar la senda en la que España se había detenido desde 1939; en Muriel se reúnen todas aquellos jóvenes que, en su día a día, buscaban y encontraban los vericuetos para desestabilizar un régimen en sus últimas horas y para poner las bases de la futura democracia; en Muriel se condensa la lucha pacífica y tenaz por la libertad, en ella no hay sumisión, pero hay límites y así se hace evidente en el momento en que conoce en Córcega a jóvenes militantes de ETA. Como planteaba en El hijo del acordeonista Bernardo Atxaga, Nativel Preciado muestra el conflicto entre dos maneras de comprender la oposición al régimen: “Muriel tiene muy claro que no vale todo y cuando ella conoce dos activistas de ETA, cuando ETA había asesinado solamente a dos personas, antes de cometer los asesinatos y atentados casi diarios que caracterizaron la transición, ella se planta, frente a algunos que con la intención de acabar con la dictadura, miraban hacia otro lado y traspasaban unas fronteras que Muriel se niega a traspasar”, comenta Preciado con la misma contundencia de su protagonista. Muriel nunca cruzará esas fronteras, “a pesar de ser contradictoria, ella es profundamente fiel a sus principios”, comenta la autora, cuya obra está impregnada de una reivindicación de la libertad, de la libertad social y política, pero también personal, una libertad de la que París es el mejor de sus emblemas: “En aquella época, París todavía vivía de los restos de Mayo del ’68, era una ciudad idílica donde los españoles iban a ver películas o a comprar libros que aquí estaban prohibidos, o iban a amar libremente”; con estas palabras Preciado describe la capital francesa, refugio de muchos exiliados, destino de muchos intelectuales que desde la Rotonde trataban, con sus escritos y sus públicas intervenciones, denunciar una dictadura que, como dice Gaziel en sus Meditaciones en el desierto, parecía no importar a un Occidente más preocupado en su guerra fría con los soviéticos.
“No se trata de gobiernos, sino de poder vivir libremente y no como un apestado o un amordazado”, escribió en 1951 Américo Castro en una carta enviada desde su exilio a Menéndez Pidal, “las cárceles morales y espirituales no pueden servirme ya de patria”, continúa el ensayista; sus palabras, a pesar de la distancia temporal, describen el sentimiento que palpita en cada uno de los personajes de Preciado y que impregna toda su novela: “es una frase muy brillante y oportuna”, me comenta la periodista y escritora, nada más escuchar la cita de Castro, “se trata de vivir en libertad y la libertad no es una palabra grandilocuente, es una palabra muy sencilla y que significa poder hacer lo que quieres cotidianamente, elegir las personas que te gustan, los libros y la música que te gustan, decir lo que piensas, reunirte con quien quieres…todo esto no se puede hacer bajo regímenes autoritarios y, quien no la ha tenido, sabe lo mucho que vale la libertad”. Hoy en día, en un momento político de recortes sociales y de libertades; en un momento en el que el gobierno promueve una Ley de Seguridad Ciudadana con la que los derechos de expresión y de manifestación serán duramente restringidos; en un momento en el que se multa y condena a años de cárcel a manifestantes; en un momento en el que los medios de información pública manipulan la información o la omiten al servicio del poder a la vez que convierten la caridad en show televisivo; en un momento en el que periodistas pierden sus trabajos por ser incómodos, críticos con el poder al que ciertos medios periodísticos son fieles vasallos, la libertad vuelve a configurarse más como un reto que como una realidad. “La democracia es sin duda mucho mejor que cualquier régimen dictatorial y autoritario por mucha ilusión que tengan los ciudadanos en querer derribarlo”, señala de inmediato Preciado: “creo que estamos en un momento en el que tenemos la necesidad de reavivar esos sentimientos”, continua la autora, “porque cuando los sentimientos se adormecen o cuando uno piensa que los derechos conseguidos son para toda la vida y que, por tanto, ya no es necesario defenderlos, siempre aparece alguien de poder insaciable que quiere eliminarlos. Si no seguimos defendiendo nuestros derechos, alguien terminará por arrebatárnoslo y, por esto, hoy es necesario defenderlos más que nunca”. Y, sin embargo, en esta restaurada lucha por los derechos que, día tras día, tratan algunos de mermar, ¿dónde están los referentes políticos?
“En esa época en España no se podía hablar de política nacional, pues sólo había consignas, así que los periodistas miraban hacia el exterior, idealizando la política internacional. Las revoluciones, muy aplaudidas por los jóvenes, aparecían como algo novedoso, los guerrilleros representaban la lucha contra la colonia, contra la opresión, la lucha por los derechos y todo esto resultaba admirable en la España dictatorial de entonces, pues representaba la lucha por la defensa de los más débiles, la lucha por las causas perdidas, una lucha que es la que, en cierta manera, quieren llevar a cabo los protagonistas de la novela”. De aquellos mitos, sin duda, ya poco queda y, de hecho, como señala Preciado, la propia protagonista de la novela es quien, a lo largo de la narración, los va desmontando: “Muriel va desmontando a través de sus viajes los mitos y, sobre todo, los personajes míticos que ella y sus compañeros tenían idolatrados y cuyos posters colgaban en las paredes de sus habitaciones”. Le comento a Preciado que muchos de aquellos mitos cayeron en el olvido, como es el caso de Franz Fanon – ¿cuántos leen ya su extraordinario ensayo Los olvidados de la tierra?-, mientras que algunos pocos –como puede ser el caso de Cuba- siguen suscitando debate: “Creo que de todos esos mitos de la época no queda ningún en pie”, responde Preciado, para luego matizar: “mejor dicho, sólo Nelson Mandela conserva aquella vigencia mítica. Madiva es el único político, revolucionario, que en su larga vida ni se ha autodestruído y lo hemos destruido; Mandela es el único mito que sigue vivo, todos los demás están fulminados, destruidos por el ejercicio del poder, por la corrupción: Cuba y Venezuela están completamente cuestionados en este momento y, por supuesto, sus dirigentes son mitos para nadie”. El tiempo se agota y los interrogantes son todavía muchos; mis preguntas no han conseguido agotar Canta solo para mí, el tiempo disponible ha llegado a su fin y con él la posibilidad de ir más allá de la obra para preguntar, ya no a la autora de libro, sino a la periodista. En mis apuntes, esperan preguntas acerca de la transición, acerca del periodismo que siguió a los años narrados en la novela, del periodismo de los años novena, de aquellos años que creímos tan gloriosos y del periodismo hoy, marcado por la crisis económica, por el descrédito pero también por el auge de nuevos medios, de una prensa que busca, alejada de los viejos modelos, una independencia del poder político y económico del que los viejos periódicos no supieron renegar. Sé que estas preguntas volverán conmigo a casa, pero pido tan sólo cinco minutos, una última pregunta para concluir. Le pregunto sobre las nuevas generaciones, a quienes va dirigida la novela, a esas nuevas generaciones que ven –vemos- el agotarse de un tiempo del que ya no se sienten partícipes y de la complicada dialéctica que se instaura entre ellas y las generaciones precedentes en un momento en el cual para muchos la “regeneración” parece ser la solución de todos los males: “Es una dialéctica eterna”, comenta Nativel Preciado, “es imposible resolver este conflicto; por un lado las generaciones mayores creen tener la verdad por el hecho de tener la experiencia, aunque en muchas ocasiones la experiencia llega demasiado tarde y, por el otro lado, los jóvenes creen que los mayores ya no tiene la fuerza ni la capacidad de ver las cosas tal y como son en este momento y que ya han cumplido su función”. El tiempo concluye finalmente y el tintero se llena de renovadas cuestiones, pendientes, nunca agotadas.
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