Entrevista a Santiago Redondo, autor de Mecánica de fluidos
Por David Acebes , 2 septiembre, 2020
Santiago Redondo Vega (Villalón de Campos, Valladolid, 1958). Ha ganado numerosos certámenes de poesía y de narrativa, entre los que destacan las Justas Poéticas de Laguna de Duero, el Café Compás, o el Cuéntame Portillo. Es autor de los poemarios Naturaleza viva y Laberinto de inercias.
D.A.- Mecánica de fluidos forma parte de la Colección Baños del Carmen del sello editorial Vitruvio. Supongo que ha sido un honor formar parte de una colección como esta que contiene grandes y consagrados autores…
S.R.- Por supuesto, para cualquier escritor siempre es importante sentirse amparado por una editorial de prestigio en su campo, como lo es Vitruvio en poesía, y un honor y un orgullo sentarse literariamente al lado de las más grandes plumas de la lírica de siempre, y al de esas otras contemporáneas, vivas y pujantes, que tratan de abrirse paso –como me sucede a mí mismo- en el difícil panorama poético y literario actual.
D.A- Tu libro se abre con dos citas: una que podemos definir como «poética», del maestro Ángel González, y otra de Arquímedes, que podemos decir «científica». Está claro que es toda una declaración de intenciones…
S.R.- Efectivamente, David, y es que ahí radica precisamente el punto de partida y la intención última que he buscado en Mecánica de fluidos, el interrelacionar la parte científica con la puramente poética, aunando dos escenarios aparentemente antagónicos o que, poco o nada tendrían que ver el uno con el otro. Porque parto de la base de que el ser humano no es intrínsecamente libre en sus maneras de hacer o de desenvolverse a través de su recorrido vital cotidiano, sino que está mediatizado, como mínimo, por nacimiento, condición y ubicación -como es bien sabido- pero también por las puras razones de la química y de la física que operan en su propia naturaleza orgánica de animal que piensa. No encuentro otra razón que excuse, o justifique siquiera, esa panoplia de comportamientos irracionales que –las más de las veces- asombran, degradan y envilecen nuestro errático deambular por este alud de vértigos que es la vida. Aunque no todo es negativo en este e ir y venir de pulsos y latidos -me acojo todavía a una cierta esperanza- porque hay héroes y heroínas de diario, hombres y mujeres de tenaz conciencia, que nos obligan a seguir creyendo en nosotros mismos. Pero aquella irrefrenable luz, la irracional, la ilícita, la oscura, es siempre –y por desgracia- la que más brilla.
D.A.- Y volviendo a Ángel González, no solo le citas en el pórtico de tu libro. También he visto algún paraje que son un homenaje intertextual («para que pueda hoy gritar desde esta boca estéril / hubieron de nacerme -desde hace como poco un mar de siglos- / toda una estirpe onírica de ancestros»).
S.R.- Ángel González es uno de mis iconos poéticos; no tengo muchos, la verdad. Y no siempre, ni por toda su obra. No sé si esto es malo o bueno. Es obligado que uno se adentre y conozca la obra de otros autores, pero sin afán mimético, sino a la búsqueda siempre de su propia voz poética. Me gusta la poesía que se incardina en la reflexión, en la naturaleza misma de las personas y de sus mundos, tan hermosos como corrosivos. Lo que nos da la vida, es también lo que a su vez nos la quita. Y Ángel González me hace inmiscuirme, tantas veces, en ese espacio creativo y anárquico de la psiquis de lo humano y de sus inaprensibles ritos. No es extraño así –somos lo que olvidamos tras haber soñado, leído y vivido- que algunos de sus giros argumentales y líricos se me puedan subsumir –voluntaria o involuntariamente- en el itinerario de mi propia obra.
D.A- Por otra parte, yo diría que Mecánica de fluidos es un poemario erótico, aunque no es el tuyo un erotismo al uso, se trata más bien de un «erotismo metapóetico», donde la poesía parece tu eterno femenino…
S.R.- Más que erótico, yo diría que amoroso, que reflexivo, que vital. Porque como bien haces constar con ese término que apuntas de metapoético, el verdadero objeto de deseo del poeta, es en este caso la propia poesía en sí, femenina y latente. Válido también en inversión de sexos, masculina y pujante, si fuera el caso, según la óptica de quien lo mire. No debe haber nunca en poesía extrañeza de sexos, depende únicamente de quien la escriba y de quien la lea. Por otro lado, el erotismo debe dejar de tener la condición –cada vez la tiene menos afortunadamente- peyorativa o lúbrica, exclusivamente sexual del consciente aprendido en nuestra represiva educación religiosa, donde habitan el pecado y el sentimiento de culpa. La naturaleza humana en toda su extensión, comenzando por el propio cuerpo, el amor o la sensualidad, son armas blancas del poeta para escribir en alto, y el erotismo es sólo un componente más del bagaje cultural del hombre y la mujer que pienso. Y no está únicamente incardinado en la atracción física de los cuerpos, aunque quizá ésta sea incluso la más noble y limpia de sus vertientes. Véase sino todo lo alusivo a la “erótica del poder” por no ir más lejos, que puede derivar en otras menos limpias y más sesgadas intenciones.
D.A.- Como no podía ser de otra manera, uno de los sentidos que encuentro más patente en tu Mecánica de fluidos es el del tacto. Y, sobre todo, hay mucha “piel”. La piel de tu mujer y de tu hija, que te sirven como abrigo, y todas aquellas pieles detrás de las que nos escondemos los demás…
S.R.- La dedicatoria que abre el libro a mi mujer y a mi hija, es un amanecer constante en cada nuevo libro mío. De ellas y para ellas mi amor, mi tiempo y mi palabra. Se lo debo. Pero el poeta, querido David, tú lo sabes muy bien, ha de buscar más allá de lo concreto, de lo cercano, de lo real y vivido a la hora de crear e imaginar mundos únicos, lejanos, diferentes, y ahí –no seré yo quien rebata a Pessoa- ha de procurar, siquiera en el papel, dar tiempo y hora a la volatilidad de los sentidos, aunque únicamente sea por respeto al posible lector que con deseo de disfrutar se aproxime a sus letras. El poeta –sea hombre o mujer, quede esto meridianamente claro- que únicamente se escribe y se describe a sí mismo, contando vida, destrezas y destrozos, además de exceso de egolatría y de estupidez manifiesta, -a salvo dejo la inspiración evidentemente lírica que por naturaleza toda poética conlleva- o es un auténtico y redomado bohemio –tan en boga entre los románticos de otro tiempo, y en desuso hoy en día por lógica social y laboral- o es un majadero con hilo directo a diván de siquiatra. Si el poeta no inventa, exorciza o recrea mundos lícitos e ilícitos más allá de su ámbito de vida, dónde queda entonces la poesía y su magia. Otra cosa es hablar de lo real cuando acontece y posicionarse y denunciar lo inhóspito, lo injusto, lo ingrávido del mundo que nos lleva.
D.A.- Otra de tus obsesiones es la del tiempo, que irremediablemente pasa y que te obliga a mirar la infancia con ojos nostálgicos…
S.R.- Quienes nos han precedido en el uso del tiempo en este oficio ya nos dejaron dicho que probablemente el poeta esté escribiendo siempre el mismo poema, que esté deambulando cada vez alrededor de un mismo y obsesivo espacio de escritura, y que únicamente los modos, las maneras de abordarlo ayuden a hacer diferente la consanguinidad de su ideario lírico. De ahí las metáforas y los distintos recursos poéticos, para ayudar a hacer diferente lo parecido, supongo. En mi caso, y entre otros varios arcanos de mi poética, el tiempo y su paso son siempre una constante. Los seres humanos lo acotamos, lo parcelamos, lo medimos y lo desgastamos, pero el tiempo sigue ahí, impertérrito. El tiempo es siempre el mismo: un eterno presente, porque el pasado sólo existe en la indocilidad del recuerdo, y el futuro es una entelequia que sólo toma cuerpo y se persona cuando lo asumimos como presente. Total, que el tiempo –si es que existe- no es otra cosa que un presente continuo. Y la infancia, ese lugar de culto y fragilidad que nos enseña a ser niños y nos empuja a ser adultos es el lugar primero donde aprendemos a vivir, a convivir y a hacer noche. Pero sólo el espejo nos niega la verdad, y es que el tiempo no existe, porque nuestro corazón –entiéndase cerebro- con más o menos duelos, es siempre el mismo.
D.A.- También he percibido ecos de T.S. Eliot, cuya tierra baldía tú has transformado en una tierra abúlica…
Qué más quisiera yo, que aproximarme siquiera a tamaños postulados, como los que apunta y se presumen en la “tierra baldía” de T.S. Eliot, revolución poética contra posturas y acomodos. Él resultó a la postre –lo es hoy todavía- todo un vanguardista que cambió conceptos y maneras de mirar y de acercarse al verso. Por eso su posible rechazo entre los suyos. Whitman, T.S. Eliot y Ezra Ponud cambiaron normas y arquetipos. Pobre de mí. Si acaso mi deambular vital, rutinario, cotidiano y gris en lo diario, pero contundente y punzante en lo poético, pudieran parecerse un algo a todo eso. Pero he de reconocer que como poeta, no le conozco lo suficiente, y entono por ello el mea culpa. Si alguna aproximación mía hubiera a sus postulados, sería del todo casual. Mi visión como abúlica de esta tierra que habito carece de pretensión, tan solo es rebeldía; es únicamente la constatación de un hecho cierto. La sociedad de los grandes avances científicos y tecnológicos nos está abocando, más cada vez y más deprisa, hacia la soledad de las personas y de los sentidos, abocándonos a una sibilina inanición del cuerpo a cuerpo; cuánto más globales más solitarios, sin cara a cara, sin viva voz, casi sin tacto, como ya apuntabas tú muy bien anteriormente. De ahí esa chirriante abulia que percibo, que por supuesto aborrezco.
D.A.- Y es que, en el fondo, siempre te he considerado un poeta moderno. Tu poesía es una poesía a tiempo real y tu estilo, a mi entender, me recuerda al surrealismo «logicista» de Vicente Aleixandre, sobre todo, al que practica en La destrucción o el amor…
S.R.- Ya sabía yo, estimado David, que como analista poético y literario no tenías precio. De ello acabas, nuevamente, de dejar buena muestra. Y corroboro del todo tu apreciación sobre este punto de mí poética. Una única precisión, ese condicional “en el fondo” que pronuncias también aquí, me ha dejado un poco de esa manera, diría que descolocado. La duda ofende. No te fijes en la edad, ya he dejado dicho antes que el corazón no envejece. En todo caso el mío no –qué más quisiera yo- hay niños que nacen ya viejos. No es mi caso; moderno soy, sí, al menos así me considero, vivo o intento vivir, la rabiosa realidad de mi tiempo, no me queda otra, y lógicamente eso debería de asomarse también a mí manera de afrontar los versos. Y en cuanto al surrealismo “logicista” de Alexiandre que comentas, has llegado al centro mismo de la raíz. Junto a Ángel González, que ya comenté antes, es otro de mis admirados bastiones del pronunciamiento poético. Si no hay por medio de un poema, o de una obra poética, ninguna concesión al surrealismo puro, a la más grande de las libertades creadoras de un autor que se entromete en el trasdós de las palabras, para decir en alto y sin barreras aquello sobre lo que gira la ingravidez del verso, qué le queda al poeta. Hay todo un mundo combado de metáforas esperando pacientemente ahí fuera para adentrarse en el alma irascible de los versos, y, si no del todo entendible en una primera y rápida lectura, si al menos con vocación de convertirse en sugerente y mágico. La poesía ha de ser también diversión a la hora de ser creada. Tú, como yo, que emparentamos a menudo con la rigidez formal del verso clásico, rimado, medido y condicionado, sabemos bastante de eso. Otra cosa es desbarrar y poner manga por hombro ocurrencias sin ningún sentido ni razón última.
D.A.- Y yo me voy a dar el placer para acabar de citar los que me parecen unos de tus mejores versos: «Permítame soñar: / vivo un minuto en ti, muero y regreso», en los que el amor es la fuerza gravitatoria que aviva el eterno retorno nietzscheano…
S.R.- La vida y la muerte, el amor y el sueño, la ida y el regreso. El ciclo vital repetitivo y cadencioso, tópico quizá. Pero a la vez paradójico, porque morir de amor es lo más lícito, sí, pero también lo más cruel por irreparable. Por eso al poeta le está permitido el vicio presunto de soñar, de morir en la otra o en el otro, siquiera por un minuto, y regresar de nuevo vivo y cotidiano a la virtualidad real de un mundo gris y sin matices. Ir de lo espiritual a lo profano –acaso a lo infinito- y viceversa, y no morir en el intento. Cada momento debe poseer su particular sentido, sea o no curva la manera de versificar lo imposible.
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