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Érase una vez Hollywood, de Quentin Tarantino

Por José Luis Muñoz , 11 septiembre, 2019

Con Quentin Tarantino me ocurre algo parecido que con Pedro Almodóvar (dos directores, en mi opinión, sobrevalorados por sus clubs de fans), que me sobran dedos de una mano para nombrar las películas que me parecen notables y que, en ambos casos, no son las últimas, con lo que ese viejo adagio acerca de la madurez de los artistas no siempre se cumple. Si de Pedro Almodóvar salvaría cuatro de sus films (Qué he hecho yo para merecer esto, Mujeres al borde de un ataque de nervios, Átame y Volver), de Quentin Tarantino me quedaría con Reservor Dogs, Pulp fiction y Jackie Brown.

Me equivoco en mis predicciones, como siempre, porque creía que después de la nefasta Malditos ocho, puede que el western más aburrido de la historia de la humanidad, el cinéfilo director  se tomaría un descanso. No ha sido así y ha vuelto a la carga con este canto al cine popular de los años sesenta, al de las películas de serie B y series de serie Z, en este cuento de hadas sobre Hollywood que ha encantado a casi toda la crítica especializada que se ha vuelto tarantiniana.

A través de la estrecha relación entre Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor de series televisivas en horas bajas que no acaba de encontrar su lugar en los westerns que rueda, como malo, y ha de recurrir a los espagueti westerns para mantener su carrera, y su doble de acción, criado, chofer, guardaespaldas, chapuzas a domicilio, esclavo en definitiva, Cliff Booth (Brad Pitt), y forzando una proximidad con Sharon Tate (la bellísima y gélida Margot Robbie) y Roman Polanski (Rafal Zawierucha), que viven al lado de Rick Dalton, Quentin Tarantino revive el Hollywood de los años 60 en los tiempos del brutal asesinato de la familia Manson del que, oportunamente, se cumplen 50 años cuando se estrena el film.

Cuando un director, o un escritor, empieza a ser autorreferencial (y en Érase una vez Hollywood hay una serie de referencias a Los malditos ocho y a Malditos bastardos, incluido su final pirotécnico en el que, una vez más, el director hace justicia poética) evidencia que poco tiene que decir. Érase una vez en Hollywood son, en realidad, tres películas, y una de ellas prescindible. Una, la de Sharon Tate, que va y viene glamurosa en su coche deportivo por Los Angeles; disfruta anónimamente en un cine en donde proyectan La mansión de los siete placeres, protagonizada por Dean Martin y en la que ella tiene un pequeño papel; acude a fiestas en la mansión Playboy; se codea con Steve McQueen (un calco a cargo de Damian Lewis) mientras sueña en convertirse en gran estrella, y, quizá la secuencia más emotiva, compra en una librería de Los Angeles el libro Tess de Thomas Hardy para regalárselo a su marido (Roman Polanski, en un acto de amor a su desaparecida esposa, le dedicó Tess, una de sus mejores películas). Otro bloque, el más plúmbeo, el más largo, es el de las insoportables tomas de los westerns que va rodando el dipsómano Rick Dalton (atención a la conversación “trascendental” con la niña del rodaje, digna del más empalagoso Pedro Almodóvar, que produce vergüenza ajena). Y, por último, lo mejor, sin duda, los tramos en los que interviene Cliff Booth, el doble de acción testosterónico de ese actor en horas bajas, su día a día en esa caravana modesta con su perro, sus paseos en coche por Los Angeles, su tonteo con la chica hippie menor de edad y sus peleas a puñetazos con los miembros de la familia Manson en el rancho Spahn y su exhibición muscular mientras repara la antena de la casa de su jefe. No faltan, porque es marca de la casa, la particular verborrea del director, en esta ocasión más moderada y desprovista de gracia; ni el alargamiento desmesurado de las escenas, como si estirara un chicle; ni la violencia extrema y paródica que estalla en un final que nos remite al cine B de zombis con mutilaciones, fuego de lanzallamas y la intervención de un perrazo de mucho cuidado. En medio de ese caos narrativo (el director es el responsable del guion) podemos disfrutar de  un speech del siempre convincente Al Pacino, como el agente Marvin Shwarz; otro de Bruce Dern como George Spahn, el tipo que alquila su rancho a la familia Manson, y disfrutar de un renacido Kurt Russell como Randy, el coordinador de escenas de riesgo.

Quentin Tarantino homenajea al cine B (que conoce al dedillo, porque que un yanqui sepa quién es Sergio Corbucci es un punto, pero qué sepa quién es Rafael Romero Marchent es ya de nota) y a esa ciudad de Los Angeles que conoció de primera mano con casi dos horas de cine B en el que no falta ni tan siquiera una parodia de Bruce Lee (Mike Moh) enfrentándose, y perdiendo, a manos de Cliff Booth en una singular exhibición de artes marciales. Érase una vez Hollywood es un canto a la subcultura (aparecen series de época en los televisores, con las que creció toda una generación) de un director que se alimentó ella a través del videoclub en el que trabajaba, y un réquiem para ese Hollywood rutilante, capaz de hacer superproducciones como Cleopatra, que perdía la batalla en los televisores domésticos.

Y un par de notas al margen. Una: en el film se ridiculiza el movimiento hippie (los Manson eran una secta satánica más que hippies y el sistema los utilizó para una criminalización general de ese movimiento antisistema), la contracultura y el pacifismo anti guerra de Vietnam. Dos: en todo la película de Quentin Tarantino no hay ni un solo beso, ni uno, del mismo modo que en Lawrence de Arabia no salía ni una sola mujer, ni una,  ni sus protagonistas masculinos se relacionan con mujeres, ni una, en ese Hollywood Babylonia en el que el sexo, precisamente,  campaba a sus anchas en las fiestas de Hugh Heffner (las conejitas van con hábito monjil en el film de Quentin Tarantino) y fuera de ellas. Curioso.

Título original: Once Upon a Time in… Hollywood
Año: 2019
Duración: 165 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Quentin Tarantino
Guion: Quentin Tarantino
Música: Varios
Fotografía: Robert Richardson
Género: Thriller. Drama. Comedia | Años 60. Cine dentro del cine. Comedia negra. Crimen
 

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