Erudición, el mejor método del crítico literario
Por Eduardo Zeind Palafox , 14 julio, 2014
La crítica, una vez cumplida su labor, debe desaparecer. Nadie se complace viendo el andamio de un edificio, y mucho menos hablando largas horas de éste. Es hostigoso, pensaba Ezra Loomis Pound, decir en prosa lo que significan bellos versos («El artista serio», 1913). Los andamios, claro es, estarán siempre hechos de algún material. ¿De cuál? Tal pregunta es una pregunta de crítico. El cómo se soldó el andamio, el cómo tomó la forma que tiene, es tema interesante para el crítico.
El literato de fuste, que además se preocupa por la calidad de las obras ajenas; el crítico portentoso, hacedor de grandezas que miden grandezas, el que puede escribir unas «Novelas ejemplares» y además enarbolar sistemas de pensamiento útiles para definir qué es «novela» y qué es «ejemplar», jamás olvida, como el bueno de Leopoldo Alas, que es tarea insoslayable para el censor de los «sueños para gente despierta», del arte, citando a don Marcelino, la de conocer a los filósofos e historiadores, pues ellos, con sus lucubraciones científicas y estéticas, aportan instrumentalización idónea para ver lo que otros no ven o no quieren ver, es decir, «andamios».
Entendamos aquí que «instrumentar» es darle a la «mente» una «instrucción», y que «mente» es «entusiasmo» o «furor» reflexivo, como decían los antiguos, y que «instrucción» es doctrina, erudición histórica. Regularmente el crítico gusta de las fealdades, de los sudores y angustias que los artistas pasan para poder forjar sus obras; y como gustador de fealdades también es saboreador de la sátira.
El satírico, comentemos, inspecciona la verosimilitud y la honestidad de todo, ya de la creación tenida por bella, ya del reporte periodístico que afana llenarle los ojos y las orejas al público. Los que han leído los viejos libros que fundaron nuestra tan antigua ciencia estética sabrán que el arte griego quiso siempre ser bello y útil, y hasta más útil que bello («perfecto», de «per-fectus», de «factus»).
Hoy pésanos que los estudios de lo antiguo sufran una como «miserabilización». ¡No se entiende qué querían decir los antiguos porque nos falta erudición, doctrina, profundos conocimientos históricos! Leer unas odas latinas, un tratado medieval o una epopeya griega, decía más o menos Azorín, exige un sumo grado de especialización. Sin éste, desgraciadamente, es casi imposible degustar los dolores y placeres que las obras de Homero o de Hesíodo nos regalan. Lo que no conocemos, sostendría Kant para ayudarnos, es «fenómeno», y lo que sí es «imagen». Pero hay un problema, a saber: que toda «imagen» es estática, quieta, y que el «fenómeno» es móvil. La una es fiel, pero muerta, y el otro es infiel, aunque cosa viva.
Poesía es creación, «sueños para gente despierta», es decir, cosa móvil, soñar; y soñar es imaginar de otro modo nuestras vigilias. ¿Es poesía lo hecho por el acto «creador» o sólo lo es el preciso acto de crear? Tal pregunta se la hicieron los maestros de la «action painting» y se la hacen los bailarines y los músicos, y además el alma de Walter Benjamin. Mas no es este superfluo artículo para tratar materias tan oscuras y sonoras.
Platón enseñó que la poesía es palabra ligera, ritmo sagrado y armonía, esto es, símbolo, movimiento y orden, o blasón, brazo fuerte y estrategia militar contra el mundo material. Con tales instrumentos es posible, dice el divino filósofo, imitar, la «mimesis». Así, vemos que la semiótica sirve para escrutar los símbolos, que la música para analizar el ritmo y que la estética para verificar armonías. ¿Pero acaso la estética no incluye a la semiótica y a la música? Sí a la música, pero no a la semiótica, que en tratando ésta cuestiones musicales debe aislar un poco el saber estético, que siempre tendrá su origen en lo histórico, hablando de Gadamer.
Gadamer, en su profundo y peritísimo libro «Verdad y método», mucho medita sobre menesteres filológicos, promoviendo la idea de que sin erudición humanística, sin cierta filosofía griega, es imposible interpretar un texto, ya que un texto no es, como la planta, cosa tangible, sino intangible, espiritual, sociológica, que obedece a la lógica de las sociedades, que todavía nadie descifra y quiera Dios nadie lo haga; dice Gadamer: «La preceptiva de la comprensión y de la interpretación se había desarrollado por dos caminos distintos, el teológico y el filológico, a partir de un estímulo análogo: la hermenéutica teológica, como muy bien muestra Dilthey, se desarrolló para la autodefensa de la comprensión reformista de la Biblia contra el ataque de los teólogos tridentinos y su apelación al carácter ineludible de la tradición; la hermenéutica filológica apareció como instrumental para los intentos humanísticos de redescubrir la literatura clásica».
¿Podríamos leer la Biblia y saber qué es «emuna», «confianza en el otro», según el hebreo judaizante, y qué «pistis», «confianza en la inteligencia», al decir griego? El «otro», para el griego, era cosa harto distinta a lo que era para el romano, o para el santo, o para las vírgenes. Conste, todo el mundo lo ha visto, que es necesario un hondo resuello para emprender estudios filológicos y críticos literarios.
Los subterfugios filológicos y hermenéuticos sirven para saber si las palabras signan o superficies o materias, objetos o noemas; si de superficies parlan entonces son palabras vanas, de hoy, de moda, siempre impregnadas de intereses políticos, fenomenológicas; y si de materias lo hacen son palabras antiguas, cargadas de imágenes. La imagen del átomo moderno es la conjunción de toda la historia del átomo, ha dicho el sapiente Gastón Bachelard.
No hay crítica «empírica» en las esferas de la literatura; no es posible hablar de las bellas letras, de las modernas, de cualesquiera, si desconocemos los piélagos y soledades donde se han creado, que equivale a decir el alma humana, concepto éste religioso que sintetiza no sólo los afanes de Aristóteles y de Platón, sino también los medievales, los renacentistas, los reformistas, los revolucionarios, etcétera, etcétera.
Cancelemos este discurrir citando al siempre peregrino Sancho Panza, que a fuerza de imprudencia expone la verdad a la luz social. El escuderil hablistán, cuestionado por su amo, que quería saber el parecer de su escudero acerca de los fantasmas que se habían atrevido a enjaular a la crema y nata de la andantesca caballería, en el Capítulo XLVII del «Quijote» dice: «No sé yo lo que me parece –respondió Sancho–, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas». ¿Sois, crítico procaz, sabedor católico, alto erudito del catolicismo, como quería el agudo Paul Valery?
Profesor Eduardo Zeind Palafox
Correo: mepagasporpensar@gmail.com
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