Escalada
Por Carlos Almira , 7 febrero, 2015
La guerra en Ucrania se recrudece. Rusia ha intensificado su colaboración con las milicias separatistas del este del país. Por su parte, los líderes occidentales (EE.UU., Alemania, Francia), redoblan sus esfuerzos “diplomáticos”, combinando la presión, las amenazas más o menos veladas de escalada tanto en las sanciones económicas contra Rusia como en el apoyo militar al gobierno de Kiev, con más medios técnicos de la OTAN, unidades y armamento de última generación, con los llamamientos a la paz. Parecen dibujarse dos opciones: la diplomática, preferida por los líderes de la U.E. y la militar, por la que optarían los sectores más duros de la Administración y el Congreso de los EE.UU. Lo peor del escenario que se va dibujando poco a poco, en un clima de tensión creciente conforme pasan las horas, es que no parece vislumbrarse una solución, un terreno mínimo de acuerdo en lo que ya parece la segunda guerra internacional en Europa, tras la descomposición de la antigua Yugoslavia (que, por cierto, puso de manifiesto lo destructivo que puede llegar a ser la carencia de una política europea común y la instrumentalización por una gran potencia de las instituciones internacionales dedicadas a la resolución justa de los conflictos).
Algo que llama la atención de la situación actual es la vuelta a formas de actuación propias de sistemas de relaciones internacionales del pasado. No sólo porque uno de los actores, Rusia, ha modificado las fronteras, de facto, de un Estado vecino, reconocido por las Naciones Unidas, alterando por una acción militar el mapa de Europa, algo que no ocurría desde la Segunda Guerra Mundial (si se admite que la descomposición territorial de la antigua Yugoslavia se encauzó según el Derecho Internacional vigente desde 1945), sino porque la otra parte parece haber promovido un cambio violento no ya de gobierno, sino incluso de régimen, al menos en lo que se refiere a la posición internacional de Ucrania tras la llamada “Revolución” de Maidam.
Parece que se impone en el escenario internacional una política de “manos libres”. En este sentido, no deja de ser curioso el paralelismo entre la lógica con la que actúan hoy por hoy los poderes económicos dominantes, los “Mercados”, y la lógica de la fuerza, la razón de los hechos consumados, que parece haberse apoderado de los nuevos actores políticos que pueden, si se descuidan, llevarnos a la Tercera Guerra Mundial. Sin embargo, si se analiza más de cerca, esta política de manos libres enmascarada con la retórica del Derecho y la Paz, encierra limitaciones y posibilidades insospechadas. Para empezar, es una vía racional hacia la destrucción. Me explico.
Cada uno de los actores del drama se ha planteado unos objetivos mínimos irrenunciables. A partir de ahí, parece que el único problema son los medios para alcanzarlos. ¿Cuenta Rusia con capacidad económica y militar suficiente para imponerse a occidente en sus pretensiones imperialistas en el Este de Ucrania? ¿Tienen los EE.UU. y la U.E., a su vez, suficientes instrumentos para reconducir a Rusia a su posición secundaria, al apeadero propiciado por la caída del bloque soviético? Una de las cualidades de la política de manos libres es que enmascara los verdaderos límites de los actores, ya sean económicos o político-militares. Invito al lector a que responda a lo siguiente: ¿por qué Rusia debería volver a ser un Imperio mundial? O ¿por qué los EE.UU. y la U.E. deberían seguir siéndolo, por los siglos de los siglos? ¿Por qué un fondo de inversión debe ser recompensado siempre con los correspondientes intereses/beneficios, a costa de ciudadanos y empresas? ¿Por qué el gallito de mi barrio debe imponer «naturalmente» su voluntad?
El punto débil de la situación actual, el “fallo de la Razón”, no consiste en la inadecuación de los medios de los que cada uno de los actores dispone a los fines que se ha propuesto, sino en la fundamentación convincente de estos últimos, más allá de la retórica y de la ideología (no hay que confundir fundamentación con justificación). Es decir, en la incapacidad en que se verían los actores que esgrimen sus razones, las razones de la fuerza, de convencer a un sujeto racional imparcial, si éste se les presentara alguna vez y les pidiera que fundamentasen los objetivos que se han propuesto.
Parece como si la fuerza (las manos libres) estuviese lastrada por un déficit de Razón. Cuando al filósofo Spinoza le preguntaban por la Teoría Política de Maquiavelo, por el supuesto principio instrumental (posterior al propio Maquiavelo) “el fin justifica los medios”, Spinoza objetaba que lo difícil no es encontrar los medios adecuados sino justifica el fin que se persigue con ellos. Sin embargo, los actuales actores mundiales en política como en economía, parecen haberse independizado de esa embarazosa necesidad de fundamentación. Y lo que es peor y mucho más peligroso: parecen instalados en una certeza moral y práctica inexpugnable, que no admite fisuras y que, no obstante, se les presenta siempre como compatible con sus objetivos, aun cuando estos cambien continuamente, o incluso se tornen contradictorios. El maridaje entre principios no justificados y objetivos cambiantes (pues la realidad es algo contingente), tiene la particularidad añadida de dejar siempre, invariablemente, la última palabra a los medios, esto es, a la fuerza.
La política de manos libres, sea cual sea su campo de actuación, el gobierno, la bolsa, o el mapa político de Europa, crea en sus agentes una sensación engañosa de libertad, y en primer lugar de libertad de acción. Manos “libres”. Todo el problema se reduce a los medios y la habilidad. ¿A qué traer a colación la moral, los principios, cuando se trata de realizar tales o cuales fines? Residuos de otras épocas, oscurecidas por la Metafísica y la Religión, las exigencias de fundamentación racional de nuestros fines lastran la libertad de los actores y son un obstáculo irracional a la modernidad (como si en el diseño de un robot se introdujesen escrúpulos que trabasen sus movimientos, la función, la utilidad para la que fue construido).
Y sin embargo, el verdadero límite de Putin, Merkel, Hollande, Obama, como de los ejecutivos y los tiburones de la Bolsa, sigue siendo su incapacidad de responder racionalmente a estas sencillas preguntas: ¿por qué tiene Rusia que ser un Imperio? ¿Por qué tienen EE.UU., Francia o Alemania, que seguir siendo grandes potencias mundiales sine die? ¿Por qué el dinero debe ser invariablemente recompensado a costa de la reinversión, los salarios, las pensiones, la salud y la educación de los ciudadanos?
Lo único que los hace libres es la fuerza. El tigre es fuerte pero no es dueño de su fuerza, no al menos en el sentido que le hubiese dado el viejo Sócrates: sólo eres dueño de lo que puedes justificar ante todo el mundo, es decir, en la profundidad insobornable de tu conciencia. Nuestros políticos y nuestros hombres de negocios son como el tigre. Viven en la ilusión de que su fuerza los hace libres (sin preguntarse si no será más bien al contrario, si no serán ellos prisioneros de algo que no podrían explicar de un modo mínimamente convincente ni a sus hijos pequeños). La suerte de los próximos años, quizás de los próximos meses, semanas, o días, está en esas manos y en esa fuerza ciega.
Somos maderos en un remolino.
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