España: corrupción y gobernabilidad
Por Carlos Almira , 1 febrero, 2016
Muchos nos hacemos a día de hoy dos preguntas: quién va a gobernar este país en los próximos meses y años; y a quién van a detener mañana por corrupción. Aunque parezcan dos preguntas distintas, están relacionadas. El propósito de este artículo es ilustrar esta relación.
Hay en nuestros sistemas parlamentarios, una contradicción de base que no suele aflorar sino en momentos de crisis general: por una parte, nuestras relaciones sociales, en la vida cotidiana, en las empresas, en la familia, en la escuela, en una palabra, en “la calle”, se basan en relaciones asimétricas de poder. Las decisiones más importantes de nuestra vida, que se toman en este ámbito, rara vez son el resultado del diálogo, ni menos aún, de una deliberación y una votación democrática. El jefe manda y decide en su empresa porque es suya, como los padres, por lo general, en su casa, o (cuando puede) el maestro en el aula donde intenta enseñar. La esencia de nuestras relaciones personales no es el diálogo, ni la discusión razonada, sino las decisiones de poder, legitimadas por el estatus de propietario, padre, profesor, u otros, de quien las adopta, convertidas así en autoridad.
Sin embargo, nuestras instituciones políticas son renovadas, cada tres, cuatro, o cinco años, a través de las urnas. Habida cuenta de que nuestros administradores públicos (políticos), nunca dejan de pertenecer ni de vivir en la sociedad que los elige, cuando acceden a sus cargos siguen conduciéndose, como es natural, como padres, profesionales, trabajadores o incluso empresarios. Aunque la ley les prohíbe, o les limita en su caso, por incompatibilidad, ciertas actividades económicas y profesionales, lo que no puede hacer es prohibirles conducirse y sentirse como miembros civiles de la sociedad a la que pertenecen.
Normalmente las urnas confirman, de una forma u otra, las relaciones de fuerza que hay en la sociedad civil, que subyace siempre al Estado, sea cuál sea la forma institucional de éste. A esta confirmación la llamo gobernabilidad. La gobernabilidad es la posibilidad de formar un equipo de gobierno viable como resultado de la votación en unas elecciones. No es más que la fórmula específica por la que, cada cuatro años, los ciudadanos confirman esas relaciones de poder existentes en la sociedad. Una vez constituido este gobierno, al nivel de la Administración que sea, sus gestores públicos siguen siendo y actuando como ciudadanos; es decir, como sujetos de esas relaciones de fuerza, pre existentes en toda sociedad. Cuando esta actuación respeta las leyes vigentes, se dice que hacen política, que administran los recursos públicos, etcétera. Cuando no respetan el marco legal vigente por la razón que sea, se dice que incurren en un delito que, en términos periodísticos, suele llamarse de corrupción.
De las elecciones depende in extremis, la gobernabilidad de un país, en un régimen parlamentario, pero no las relaciones de poder que hay en su sociedad de base, que son anteriores e independientes de estos resultados. Del mismo modo, el comportamiento honrado o delictivo de los gestores de lo público, que resultan elegidos, (y lo público es siempre administrado, no al servicio de la mayoría en nombre de principios o de una u otra ideología, sino al servicio de las relaciones de poder real existentes, que en este caso favorecen siempre en primer lugar, a una minoría), tampoco altera en lo fundamental, esta realidad de base. Están los que mandan y están los que, por un motivo u otro, obedecen (obedecemos). Y aquí surge el problema en el que andamos metidos.
Por razones complejas (o sencillas) que no hacen al caso, una porción de los llamados a las urnas en España, como en otros países, ya no vota como “se espera”, en pro de la gobernabilidad. Es decir, ya no vota por opciones compatibles, mediante el juego político parlamentario previsible, con el contrato social, con la constitución no escrita, que en todas las sociedades parlamentarias, hasta donde yo sé, es un contrato y una constitución de facto, predemocrática o, simplemente, no democrática. El problema en España no es que no pueda formarse gobierno; ni siquiera es que una parte de la clase política sea tan fiel a su papel civil, que se salte las leyes sistemáticamente, en su gestión de lo “público”. Si se piensa, en una constitución política como la nuestra, como la de todos los países con regímenes parlamentarios, basada en una contradicción, que consiste en que los gestores de lo público son elegidos democráticamente para administrar las relaciones y los recursos en una sociedad que no es democrática, todas las prácticas y las leyes tienen un valor meramente instrumental.
Decían los antiguos, y los escolásticos medievales, que de una contradicción puede derivarse cualquier cosa; cualquier conclusión que se deduzca de una premisa falsa o contradictoria en un razonamiento condicional, del tipo si p, entonces q, es siempre verdadera.
Las urnas nunca fueron pensadas para cambiar la sociedad, el mundo; pero pueden resultar embarazosas para gestionar la sociedad que realmente existe, más allá y antes de las urnas, que es lo que se pretende preservar a toda costa. Con o sin elecciones..
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