España, país de ladrones. A propósito de un cuento de Italo Calvino
Por Carlos Almira , 21 mayo, 2017
¿Puede aceptarse como algo normal y establecido, la corrupción? Si esta pregunta se refiriera a una parte de nuestra sociedad, en España, la respuesta indudablemente sería: sí. Es lo que de hecho, ocurre en nuestro país. Es una verdad de hecho, como diría Leibniz. Para que dejase de ser verdad, bastaría con que los hechos la desmintieran de pronto, un día. No es pues, algo necesario e inevitable, como las verdades matemáticas, sino algo cuya verdad sólo depende de que se realice o no de facto, cada vez. Así, quienes señalan con el índice lo que ocurre a nuestro alrededor todos los días, y nos recuerdan que esa es la cruda realidad, y que no se puede desmentir sólo con buenos deseos, ni con utopías morales, se olvidan de que tal realidad lo es porque alguien lo quiere, puede y lo hace, y podría perfectamente no darse, o por lo menos, podría ser de pronto, rechazada con asco y perseguida como se persigue el crimen, por la inmensa mayoría de nuestra sociedad. Que no sea así es su única fuente de realidad, o de “verdad de hecho”, en el sentido que venimos apuntando. De este modo, el enunciado: “la corrupción es una forma regular de funcionamiento del Estado y la sociedad humana”, aplicada hoy a España, es cierta.
Ahora bien, hecha esta concesión a los corruptos y a quienes los justifican (bien como una expresión de la naturaleza humana, bien como algo puramente práctico y verídico, como si se tratara de definir la propiedad del dinero robado, que “efectivamente”, si nada lo impide, pasa a ser de quien se lo apropia, con independencia de los medios que haya utilizado para ello), hecha esta concesión, cabría aún la siguiente salvedad: aunque el ser humano no fuera corruptible por naturaleza, como quiere la Teología cristiana (pecado original), la sociedad podría fundamentarse, no en la virtud de la Polis antigua, sino en la corrupción, o más específicamente en el robo. Y sin embargo, ninguna sociedad humana, ni la familia, ni la sociedad de iguales, ni menos aún las estructuras sociales jerarquizadas, secundarias (Estado, Empresa, etcétera), podrían funcionar indefinidamente sobre la mentira generalizada.
Imagínese un país, por ejemplo España, donde la norma de conducta cotidiana, aceptada por todos como algo natural, fuese mentir siempre y en todo momento. Mentir por deporte, por arte, sin ninguna otra razón y sin más finalidad que la mentira misma (esto es, con independencia de lo que se puede conseguir o evitar ocultando o distorsionando la verdad). Si la mentira es funcional con nuestra sociedad es porque la circunscribimos a algo puramente instrumental. Pero supongamos que no fuera así, y que todos y cada uno de nosotros mintiera por pura vocación, siempre y en todo momento a todos los demás, desde que se levanta hasta que se acuesta. Y ahora se llamase Mario y dentro de un minuto, Adolfo. Y ahora fuese médico, e inmediatamente electricista. Casado, soltero, viudo, padre, hijo, huérfano. Una sociedad así, es fácil verlo, no podría funcionar ni perdurar.
No puede decirse lo mismo en relación con el robo, ni, por desgracia para nosotros como país, con la corrupción. No al menos, si se acepta el postulado de que lo que puede imaginarse y describirse, no debe ser contradictorio ni imposible per se, como “verdad de hecho” (como si lo es, por ejemplo, un círculo cuadrado, que no puede ser ni imaginado ni descrito). Si se acepta esto, podría darse el caso de una sociedad donde la corrupción y el robo no sólo fuesen posibles, sino incluso imprescindibles, para su buen funcionamiento. Y pensando en estas cosas tristes, he recordado el delicioso cuento de Italo Calvino, que creo que así lo prueba (lo transcribo completo aquí):
Erase un país donde todos eran ladrones. Por la noche cada uno de los habitantes salía con una ganzúa y una linterna sorda, para ir a saquear la casa de un vecino. Al regresar, al alba, cargado, encontraba su casa desvalijada.
Y todos vivían en concordia y sin daño, porque uno robaba al otro y éste a otro y así sucesivamente, hasta llegar al último que robaba al primero. En aquel país el comercio sólo se practicaba en forma de embrollo, tanto por parte del que vendía como del que compraba. El gobierno era una asociación creada en perjuicio de los súbditos, y por su lado los súbditos sólo pensaban en defraudar al gobierno. La vida transcurría sin tropiezos, y no había ni ricos ni pobres.
Pero he aquí que, no se sabe cómo, apareció en el país un hombre honrado. Por la noche, en lugar de salir con la bolsa y la linterna, se quedaba en casa fumando y leyendo novelas.
Llegaban los ladrones, veían la luz encendida y no subían.
Esto duró un tiempo; después hubo que darle a entender que si él quería vivir sin hacer nada, no era una buena razón para no dejar hacer a los demás. Cada noche que pasaba en casa era una familia que no comía al día siguiente.
Frente a estas razones el hombre honrado no podía oponerse. También él empezó a salir por la noche para regresar al alba, pero no iba a robar. Era honrado, no había nada que hacer. Iba hasta el puente y se quedaba mirando pasar el agua. Volvía a casa y la encontraba saqueada.
En menos de una semana el hombre honrado se encontró sin un céntimo, sin tener qué comer, con la casa vacía. Pero hasta ahí no había nada que decir, porque era culpa suya; lo malo era que de ese modo suyo de proceder nacía un gran desorden porque él se dejaba robar todo y entre tanto no robar a nadie; de modo que había siempre alguien que al regresar al alba encontraba su casa intacta: la casa que él hunbiera debido desvalijar. El hecho es que al cabo de un tiempo los que no eran robados llegaron a ser más ricos que los otros y no quisieron seguir robando. Y por otro lado, los que iban a robar a la casa del hombre honrado la encontraban siempre vacía, de modo que se volvían pobres.
Entre tanto los que se habían vuelto ricos se acostumbraron a ir también al puente por la noche, a ver correr el agua. Esto aumentó la confusión, porque hubo muchos otros que se hicieron ricos y muchos otros que se volvieron pobres.
Pero los ricos vieron que yendo de noche al puente, al cabo de un tiempo se volverían pobres. Y pensaron: «Paguemos a los pobres para que vayan a robar por nuestra cuenta «. Se firmaron contratos, se establecieron los salarios, los porcentajes: naturalmente siempre eran ladrones y trataban de engañarse unos a otros. Pero como suele suceder, los ricos se hacían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.
Había ricos tan ricos que ya no tenían necesidad de robar o de hacer robar para seguir siendo ricos. Pero si dejaban de robar se volvían pobres porque los pobres les robaban. Entonces pagaron a los más pobres de los pobres para defender de los otros pobres sus propias casas, y así fue como instituyeron la policía y construyeron las cárceles.
De esa manera, pocos años después del advenimiento del hombre honrado, ya no se hablaba de robar o de ser robados sino sólo de ricos o de pobres; y sin embargo todos seguían siendo ladrones.
Honrado sólo había aquel fulano, y no tardó en morirse de hambre.
¿Les suena esto? Sin embargo, mucho me temo que hay una cosa que no puede evitarse: el cambio. Me parece que un país así, tarde o temprano deberá degenerar, en el sentido de introducir como normal, en la vida cotidiana, la violencia más extrema de unos sobre otros. Al fin y al cabo, herir o matar al vecino, ¿no es también robarle algo, algo valioso, como la salud, o la vida?
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