España: Un sistema educativo a dos velocidades
Por Carlos Almira , 8 abril, 2015
Todas las leyes, reformas y contrarreformas educativas emprendidas en España desde 1985, desarrolladas y contestadas por gobiernos del PSOE y del PP, han coincidido, en mi opinión, en potenciar el establecimiento de un sistema educativo a dos velocidades. Por una parte, los centros privados, concertados y una selecta minoría de colegios e institutos públicos (ubicados en el centro de las ciudades, de antigua implantación y solera, y nutridos sobre todo por los hijos de las clases medias y acomodadas urbanas); y por otra, la inmensa mayoría de los centros públicos. La dualidad que la administración educativa ha conseguido establecer y se empeña, día a día, en mantener y profundizar, consiste en que los primeros centros pueden orientarse a la enseñanza en el sentido clásico del término (esto es, la transmisión de contenidos a los alumnos, basada en una relación personal, de aprecio y respeto mutuo, entre alumnos y profesor, libre en general, de las injerencias y el control de la administración); por el contrario, los segundos están cada vez más abocados, gracias a esa injerencia continua y programada y a la aplicación de la misma Ley, a renunciar a su función de enseñanza en pro de una labor puramente asistencial.
En términos sociológicos, lo que los distintos gobiernos, desde los primeros del PSOE hasta el actual, han diseñado y puesto en marcha en el ámbito de la educación es un modelo que permite reproducir, al mismo tiempo, los cuadros técnicos medios y superiores, y mantener a la inmensa mayoría de los niños y los jóvenes en la masa de mano de obra no cualificada o cualificada sólo hasta el punto requerido por el sistema.
¿Cómo se consigue esto? Sencillamente, produciendo leyes cuya simple aplicación conlleve una devaluación de la transmisión de contenidos (de conocimiento real y cuantificable), con el corolario de la exigencia de su asimilación a distintos niveles, a los alumnos; y con una reducción y un control férreo de la libertad de enseñanza, esto es, de la relación personalizada que, en esa transmisión de saberes, se produce en el día a día, libremente, entre el maestro y el profesor y sus alumnos, como una parte de esos saberes (el aprendizaje de la auto-exigencia, la responsabilidad, la curiosidad, la libertad, que es lo que se trata de evitar a toda costa desde la Administración).
Una vez legislados esos textos capaces de producir, por su sola aplicación, ese efecto esterilizador, la administración educativa ya sólo tiene que seleccionar los centros sobre los que incidirá, en la exigencia de su aplicación, cuya función será, por ese solo hecho, cada vez más asistencial; y los centros a los que se permitirá seguir funcionando como centros de enseñanza no asistenciales.
Supongamos que, en una localidad x, hay tres colegios públicos, dos centros concertados de primaria y secundaria (integrados) y dos institutos que imparten clase hasta el Bachillerato. Con la ley en la mano, la administración decide centrar su labor de inspección en dos de los colegios y en uno de los institutos, y dejar al resto sujetos a una supervisión mucho más distante y relajada. El resultado será que los niños y los jóvenes de los centros más estrictamente supervisados alcanzarán (con honrosas, heroicas excepciones), un nivel de conocimientos y destrezas inferior al que lograrán los alumnos de los centros menos estrechamente supervisados. Esto es así, a mi juicio, porque las propias leyes y sus desarrollos normativos están diseñados para dificultar en lo posible, la transmisión real y cuantificable, de contenidos, de saberes; y la práctica libre de la enseñanza. Ello se consigue por distintos procedimientos:
En primer lugar, está el recurso clásico a la ambigüedad: la ambigüedad de fondo y de forma en estas leyes y normativas permite a la administración una actuación arbitraria sobre la realidad que intenta modelar en el sentido que apuntamos. Cualquiera que eche un vistazo a estos textos legales comprenderá lo que digo: aparecen articulados sobre expresiones y eufemismos que luego son contradichas por el propio funcionamiento del centro. Por ejemplo, se incide en la democracia, en el carácter comunitario del ámbito educativo, cuando en realidad es una de las ramas de la administración más estrechamente jerarquizadas y susceptibles del ordeno y mando. Se habla continuamente de coordinación (socialización del control), de equipos educativos, de evaluación en equipo, del proceso de enseñanza-aprendizaje, de resultados, etcétera, en tales términos que cualquier director o, más aún, inspector, puede abrir un expediente a un maestro o a un profesor por el simple hecho de intentar enseñar algo a sus alumnos. Inspección, padres, alumnos, personal no docente y docente, aparecen imbricados como las piezas de una máquina cuyo mero funcionamiento, cuando se exige, produce un efecto devastador sobre la enseñanza de contenidos y su práctica libre por alumnos y docentes.
En segundo lugar, estas leyes han ido estableciendo, también en la línea de la ambigüedad, una serie de factores imponderables, que a veces rozan lo teológico. Primero se introdujo la distinción entre conceptos, procedimientos y actitudes, como lo que había de enseñarse y valorarse. Fue el primer paso en la destrucción de los contenidos en la enseñanza. Luego se fue más allá, y se idearon las competencias, algo tan sutil e inefable como la Santísima Trinidad. Cualquier inspector, con la ley en la mano, puede exigir hoy en España a un profesor que no se centre en explicar las Funciones o la Revolución Francesa, sino en repartir y evaluar este humo.
Por último, las mismas leyes han desarrollado y previsto una labor creciente, apartada de su función de enseñante e incluso a veces, de la propia de educador, para los docentes: desde guardias, tutorías, reuniones de equipo de todo tipo y color; así como de registros en el aula, un nivel tal de trabajo (y auto control) burocrático que, si uno dispone de una hora de clase, seguramente sólo podrá dedicar a enseñar a sus alumnos quince o veinte minutos, con suerte. El resto del tiempo los estará guardando, es decir, estará cumpliendo el verdadero y secreto propósito asistencial de la Ley.
Como colofón, la administración, con la normativa en la mano, exigirá resultados, dando por hecho que, al evaluar un proceso en su conjunto, estos resultados tienen una relación causal con la calidad del sistema. Es decir: un mayor porcentaje de aprobados nunca reflejaría, según esto, un menor nivel de exigencia sino un proceso de enseñanza-aprendizaje mejor. Algo que, en mi modesta opinión, roza lo aberrante.
Estas son las leyes educativas que tenemos, semejantes a la sal o la cal viva para la tierra de labor que es la docencia: el político de turno y sus técnicos decidirán sobre qué campo echarlas y qué otros campos dejar fructificar para el día de mañana, que deberá parecerse, lo más posible, al de ayer y al de hoy.
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