ESPEJOS Y VAMPIROS
Por Isabel Camblor , 2 septiembre, 2014
Nunca imaginé que yo podría dejarme besar por un vampiro, sin embargo un día uno encontró la forma de seducirme para que yo le cediera mi cuello. Así fue como acabé convertida en la criatura de las sombras que ahora soy. A partir de ese instante, mi nueva naturaleza fue imponiéndome las ineludibles condiciones del vampiro: venerar la noche y sus tinieblas, renunciar a mi sombra, convertir en letales las urgencias del amor y detestar los espejos. Sin embargo nunca he conseguido cumplir el último requisito: yo amo los espejos, lo cual, soy consciente de ello, me convierte en un vampiro poco respetable. Tanto los amo que he decorado a base de geometrías de azogue y cristal mi buhardilla en García Noblejas, y allí me he instalado. Durante el día duermo en un ataúd con el cuerpo invertido, y las noches las dedico a sumergirme en ese delicioso eco de espacios que he ingeniado.
Como cualquier vampiro, soy incapaz de proyectar la luz, y mi imagen no se repite jamás en los cristales, circunstancia que me permite pasearme de incógnito entre los reflejos de los mortales, que me resultan irresistibles, pues como yo, estos gemelos impostores carecen de alma.
En cuanto el sol se pone, yo abro mi ataúd y lo coloco en vertical. La puerta se convierte en un enorme espejo de tres lunas donde la imagen del cuarto se abre en cientos de imágenes y los espacios se multiplican en simetrías infinitas. Espejo frente a espejo la realidad inventada se hace incalculable, yo aprovecho la confusión para entrar sin ser vista, y me encuentro con un montón de mortales invertidos que leen poemas de derecha a izquierda creados por una generación de trovadores insólitos que guardan su corazón en el lado derecho.
El mortal es fanfarrón y muy imprudente, tiene la necia costumbre de buscarse frenéticamente tras el espejo inventando gestos que no le pertenecen en su afán por obtener belleza. Y yo me valgo de ese momento de delirio, cuando aturdido en su hechizo onanista descuida su cuello y no se da cuenta -vulnerable como una virgen en su primer encuentro-, de cómo mi presencia invisible absorbe con satisfacción su exquisito néctar sin alma.
ISABEL CAMBLOR
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